Fuenteovejuna
Fuenteovejuna, de Lope de Vega, texto exhumado por Martín Descalzo, con música de Moreno Buendía, es algo más que una vieja leyenda recurrente española -Lope, Calderón, Alarcón-, y también algo más que un western de capa y espada, como me decía María Dolores Pradera hace ya muchos años. Fuenteovejuna es una profecía española que se cumple siempre.El pueblo de Fuenteovejuna tendría hoy, cuando menos, un alcalde del PSOE. Lope, gran diagnosticador de la vida nacional, nos da en esta obra los dos recursos tradicionales de nuestro pueblo: el recurso a la acción directa (revolución) y el recurso al hombre fuerte (involución). Entre ambas tensiones y tentaciones se mueve hoy la política del país. Lope, como buen trapicheador que era, no opta por ninguno de los dos recursos, sino que nos los sirve sucesivamente, en un texto tan vigente que nos es aplicable a nosotros mismos. El, de paso, queda bien con todos, pero lo cierto es que acierta. Acierta en cuanto que, efectivamente, este penelopismo nacional, este tejer y destejer, este movimiento revolución/involución es el que nos mantiene eternamente quietos en el sitio. A la acción directa del pueblo en 1808 (chisperos de Maravillas/ Malasaña, donde había muchos afiladores y espaderías que echaban chispas), y manolas de Lavapiés (gueto de judíos conversos que exageraban la majeza por desorientar), sucede el recurso al hombre fuerte. Chisperos y manolas quieren que vuelva el despotismo ilustrado. A la progresión República/ Frente Popular/Revolución, del 36, sucede el hombre fuerte, Franco.
A la emoción popular del 77 (que yo evocaba ayer, a propósito de Ana Belén: Ana es la salud política que nos va faltando a todos), sucede la nostalgia del hombre fuerte, que unos coagulan irracionalmente en Franco y otros, más pragmáticos, en Fraga Iribarne o algún mítico general que no es sino una creación colectiva. De lo que estamos tratando de salir ahora, los españoles, no es de la transición o de la reforma, sino de Fuenteovejuna. El caso Fuenteovejuna está eternamente sin resolver en la vida española. Fuenteovejuna, de Lope, es una obra abierta (de ahí su modernidad y su puesta en escena permanente, sobre todo en Moscú, durante mucho tiempo), porque tiene dos finales, lo cual quiere decir que no tiene ninguno. El pueblo se toma la justicia por su mano; el pueblo anuncia la venida del ángel exterminador que es él mismo (uno de los cuadros de esta versión termina con el puño en alto de todos los personajes); el pueblo ensaya un amago de democracia (bolas blancas y negras), pero el pueblo, después, se arrepiente, se fatiga, duda, acepta una tiranía mayor que la abolida y, finalmente, apela a la autoridad suprema, de cuya nostalgia se ha dolido desde el principio. Sólo un pueblo políticamente niñoide va a la revolución sin estar preparado para ella o se, asusta de su propia revolución y, contra el sostenella y no enmendalla, tan español asimismo, se autocastiga añorando «mano dura», que es lo que a mí, ahora mismo, me explica el personal en la calle, atodas horas. El PSUC se reclama de un vago e improbable Stalin inconfesado e inconfesable. Y la derecha, de un Franco/Fraga excesiva e histéricamente confesados.
Rafael Camps Paré, un buen lector de Los helechos arborescentes, puntualiza la vocación filatélica de Carmen la Galilea, una meretriz de mi libro: los falangistas sí que imprimieron sellos, en la posguerra, pero no oficiales y a título benéfico. De ahí deducíamos la meretriz y yo la falta de voluntad de Estado de la Falange, en lo que el señor Camps está de acuerdo. Los falangistas se acogieron en seguida al paleopatriarcalismo de Franco. Hoy, al pueblo, qué pronto se le ha fatigado la vocación de libertad. Fuenteovejuna es nuestro Hamlet colectivo /dubitativo. De lo que tenemos que salvarnos, en el 83, es de Fuenteovejuna.
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