El sueño eterno
LA DESTRUCCIÓN de la sede del PSOE en Valladolid, durante la madrugada de ayer, es un eslabón más de la larga cadena de atentados con la que los terroristas de ultraderecha tratan de intimidar y de asfixiar a la vieja capital castellana. Desde finales de 1979 la barbarie de los grupos armados fascistas, bieneficiarios de una preocupante impunidad, ha campado por sus respetos. El incendio de la sede del Movimiento Comunista -que originó la muerte de dos ancianos-, el asalto a la facultad de Derecho y el rufianesco tiroteo del bar El Largo Adiós son seguramente las estampas más espectaculares y brutales, previas al bombazo en los locales socialistas, de esa escalada asesina que quiere preparar a las instituciones democráticas para el sueño eterno.
Otras decenas de incidentes, comparativamente menores, pero también graves, han completado esa plaga de desprecio a las leyes y matonismo que ha convertido algunos sectores de Valladolid en lugares tan peligrosos como el barrio chino de una ciudad portuaria o como las calles de Berlín durante el ascenso del nazismo. Que esos gamberros educados en las artes marciales e infantilmente disfrazados con prendas y distintivos paramilitares hayan denominado zona nacional -como sus homólogos madrileños- al reducto urbano, aonde se dedican a impartir su pedagogía de violencia y arrogancia, explica mejor que mil argumentos su sectaria concepción de España, de la que son arrojados los muchos millones de ciudadanos que comparten el respeto a la Constitución.
El habitual contraargumento exculpatorio o atenuante de que el terrorismo de ETA ha producido, hasta ahora, una lista mucho más extensa de asesinatos, atentados e intimidaciones tal vez pueda ser eficaz en una discusión tabernaria entre matarifes, pero es simplemente improcedente para quienes creen que el derecho a la vida y a la integridad física es el derecho humano, sobre cuyo incondicionado respeto y eficaz garantía descansa cualquier posibilidad de convivencia civilizada. El rechazo de la violencia y de la intolerancia, venga de donde viniere, es una frase hecha cuya reiteración puede desgastar, como sucede con los tópicos, su significado. Sin embargo, las ideas y los valores a los que sirve de vehículo expresivo esa repetida cláusula de estilo deberán ser trabajosa y verazmente defendidos día a día por todos los ciudádanos a fin de hacer imposible los desgarramientos del tejido social que los extremistas de la ultraderecha y de la ultraizquierda desean producir con sus acciones provocadoras, como paso previo para el entierro de las instituciones democráticas.
Al ministro del Interior y a las autoridades a sus órdenes incumbe una grave responsabilidad en este terreno. La sospecha de que existe un terrorismo que el Estado no puede erradicar, como es el que asuela el País Vasco, y un terrorismo que ciertos sectores del aparato institucional no quieren suprimir se halla bastante extendida en algunos medios de la izquierda, y esconde, tras su simplismo, elementos merecedores de análisis. Porque entre ese no poder y ese no querer se sitúa el turbio y complejo espacio de las complicidades activas, de los encubrimientos culposos, de los silencios cobardes y de las vueltas de cabeza temerosas.
Es ya un hecho cierto que las instituciones democráticas pueden confiar, para su defensa, en muy amplios sectores de la policía para quienes la Constitución no es un papel mojado que formalmente se acata, pero que, prácticamente, se incumple. Y es también un dato indiscutible que los compromisos ideológicos y políticos con el anterior régimen de algunos funcionarios a quienes se confió el trabajo sucio contra una oposición que hoy se sienta en las Cortes, en los ayuntamientos e incluso en el Gobierno les hace inservibles para un servicio activo en el que tienen que proteger a sus antiguas víctimas y perseguir a sus antiguos correligionarios. Por esa razón, una investigación a fondo de las impunidades de los terroristas de ultraderecha en Valladolid o en el País Vasco francés, durante este último período, tal vez tuviera que partir, como hipótesis de trabajo, del supuesto de que algunos mafiosos cuentan con apoyos o complicidades que todavía -a estas alturas de la experiencia democrática- no pueden aclararse sin rubor para los ciudadanos y sin cierto grado de temor hacia unos pocos políticos que han tomado la vieja máxima política -«Ia violencia es monopolio del Estado»- al pie de la letra y no como una abstracción filosófica.
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