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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Parábola política

El relato de la historia es siempre consecuencia de una visión subjetiva y actual de quien la relata, sobre todo -pero no exclusivamente- en medios que no exigen rigor histórico, como el teatro. Emilio Romero cuenta en Yo fui amante del rey o la dama de las patillas los episodios políticos españoles en la época que va de la reina Cristina y la reina Isabel al reinado de Alfonso XII, pasando por Amadeo de Saboya y la I República; encuentra que aquel proceso constituyente hace que «suenen a próximos los personajes y los acontecimientos»: selecciona los datos y los comentarios, acentúa los paralelos, para conseguir esa proximidad. Nada que objetar. La historia que cuenta así no es más falsa ni más verdadera que la que podría contarse para extraer consecuencias distintas. Está en el derecho de utilizar su parábola.La utilización consiste en un desdén continuo, con una insistencia que llega a ser fastidiosa, por la política y los políticos, los partidos, el Parlamento, la democracia, la República. No se ahorran las comparaciones insultantes (repetidamente, con el burdel, la prostitución). Brillan y se ensalzan, por el contrario, acontecimientos como la entrada del general Pavía en el Congreso o el Gobiemo fuerte de una sola persona, que se identifica -la imagen sexual es frecuentísima en la obra- con la virilidad, la hombría. La parábola de aproximación de Emilio Romero cae muy bien sobre un público del llamado selecto -a juzgar por las reacciones de las aproximadamente cuarenta personas que había en el teatro en la tarde del 5 de enero; quizá una minoría demasiado reducida para llamarla «el público»-, que acoge con señales evidentes de satisfacción las ironías del autor, a través de su personaje, sobre el conjunto de los valores democráticos y su transparencia sobre la España actual.

Yo fui la amante del rey o la dama de las patillas,

de Emilio Romero. Intérprete: María Mahor. Composición e interpretación musical de Pedro Luis Domingo. Escenografía y vestuario de Matías Montero. Director. Manuel Canseco. Local de estreno: teatro Valle Inclán.

La obra está compuesta en forma de monólogo. Un monólogo externo, no interiorizado: más de relato que de reflexión. Adela Larra, hija de Larra y amante de Amadeo de Saboya, se dirige hacia su hermana Baldomera -presente por una carta- y le hace la crónica de su tiempo. Una crónica detallada, minuciosa, con enorme abundancia de nombres propios y de anécdotas y situaciones que pueden hacerse perder a los espectadores que no sepan quiénes eran Felipe Ducazcal, Arderius o Manuel del Palacio, y que difícilmente siguen el hilo de las historias de alcoba y salón de la corte. El aburrimiento de los que ya saben, y el de los que abandonan los hilos cruzados porque no alcanzan a seguirlos, se entretiene con la espera de las frases de autor que supongan la prometida critica a la política española actual y la burla de los políticos, o la lanzada a las autonomías, por ejemplo.

Si una base es la crítica política y otra la crónica periodística de los acontecimientos de hace un siglo, la tercera es la aventura personal de Adela Larra: su amor, sus celos, su despecho, su abandono, su ex¡lio. Otras interpretaciones históricas idealizan menos este personaje real y la consideran una aventurera, una intrigante. Emilio Romero inventa un personaje de mujer no enteramente ajena a lo que ahora consideramos feminismo, con una gran inclinación hacia el amor sexual. La forma de monólogo elegida por el autor hace que sea este solo personaje el que tenga que llevar la carga de las tres líneas de la obra. Esta pesadumbre está algo suavizada con la introducción de voces grabadas, como citas históricas, y por la presencia de un pianista-compositor -Pedro Luis Domingo-, que a veces sigue la línea de la música narrativa de Kurt Weill y que siempre suena de manera agradable.

La obra cansa. Ayuda a ello María Mahor, que es monocorde, en un tono que pretende ser de frívola elegancia, y que resulta sobre todo afectado. El texto que ha tenido que aprenderse es abrumador de dificultades; no hay que extrañarse que muchas veces se le vaya de la memoria o lo tergiverse. Y de que se le note demasiado el esfuerzo.

Manuel Canseco ha dirigido como ha podido, sobre un decorado bastante feo de Matías Montero -mejor en el traje- y una iluminación mal empleada. Los movimientos de María Mahor están entorpecidos por la necesidad en que se encuentra de acercarse a las cajas para escuchar al apuntador.

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