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Los tres ministros sacerdotes de Nicaragua se niegan a dimitir

El 31 de diciembre era la fecha fijada por la jerarquía católica para que los tres ministros sacerdotes, Ernesto Cardenal, Miguel d'Escoto y Edgar Parrales, titulares de Cultura, Relaciones Exteriores y Asuntos Sociales, respectivamente, dimitieran de sus cargos públicos. Esta medida, fuertemente contestada por buena parte de la lglesia de Nicaragua, se produce en un momento en el que el entusiasmo inicial de los obispos por el proceso revolucionario ha dejado paso a una postura crítica, a la que no son ajenos ni Roma ni el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam).

La chispa del conflicto saltó a raíz de la formación del Consejo de Estado -órgano consultivo de la Junta de Gobierno-, que ofrecía al clero un puesto e representación. Con la anuencia del obispo de Managua, Miguel Obando, fueron elegidos Guillermo Quintanilla, titular, y Alvaro Argüello, suplente. Al día siguiente, sin embargo, renunciaba el titular, al tiempo que el obispo Obando declaraba que para ostentar ese cargo era preceptivo un permiso papal. El arzobispo de Managua estuvo, sin embargo, presente en la inauguración de dicho organismo, del que formaba parte el jesuita Alvaro Argüello, el 4 de mayo de 1980. Pero una semana después, el 13 de mayo, se hacía público un Comunicado pastoral de la Conferencia Episcopal nicaragüense, en el que los siete obispos del país, haciéndose eco de las directrices del Papa, consideraban que «habiendo transcurrido las circunstancias de excepción, laicos cristianos pueden desempeñar, con no menor eficacia, los cargos públicos que actualmente están en manos de algunos sacerdotes». A este comunicado respondían nueve sacerdotes con cargos de alta responsabilidad política afirmando la necesidad de proseguir los compromisos adquiridos y llamando la atención sobre los intentos de dividir a la Iglesia nicaragüense. El escrito estaba firmado por los sacerdotes ministros Miguel d'Escoto y Emesto Cardenal, por los jesuitas Fernando Cardenal, director de la Cruzada de Alfabetización, y Alvaro Argüello, así como por el hoy ministro de Asuntos Sociales, Edgar Parrales.La postura de la jerarquía significaba un repliegue de posiciones respecto a la Pastoral del 17 de noviembre de 1979, en la que reconocían que en la revolución antisomocista, «el puebIo luchó heroicamente por defender su derecho a vivir con dignidad, en paz y en justicia». Y dirigiéndcse a quienes se angustiaban con la perspectiva del socíalismo, aceptaban ese futuro, ya que el «socialismo significa preeminencia de los intereses de la mayoría de los nicaragüenses y un modelo de economía planificada nacionalmente, solidaria y progresivamente participativa».

En la evolución de la jerarquía católica pesaban, además de la entrevista celebrada con el Papa en abril de 1980, las dimisiones de la Junta de Gobierno de dos miembros moderados, como eran Violeta Chamorro y Alfonso Robedo, representante de los intereses de la empresa privada, y, sobre todo, la política del Celam. Este organismo, alarmado por la persistencia del cariz revolucionario del Gobierno nicaragüense, montó una espectacular campaña de ayuda a Nicaragua, con un coste de 320.805 dólares, en la que se contemplaban desde la mentalización a los obispos hasta el envío de numerosos catequistas extranjeros y 100.000 ejemplares de un catecismo «ortodoxo».

Para los sacerdotes ministros, esta campaña del Consejo Episcopal Latinoamericano resultaba inaceptable, ya que al estar financiada en buena parte por la fundación RANCE, ligada a las cervecerías Miller Hight Life de Milwaukee, Winsconsin, EE UU, financiadora, al parecer, de la campaña contra la teología de la liberación, la ayuda a Nicaragua bien podía ser un intento de boicotear el proceso político nacional. Esta sospecha estaba avalada, en su opinión, por la existencia de un «informe sobre Nicaragua» realizado por Francisco López Félix, jefe de Prensa del cardenal de México, Corripio Ahumada, en el que se denunciaba la comunistización y cubanización del proceso nicaragüense. Detrás de todo este cambio late la sospecha de que la actual relación cordial entre sandinistas y cristianos no es más que una hábil instrumentalización de los cristianos por los revolucionarios de oficio y que pronto se pasará a una etapa de represión.

La respuesta no se ha hecho esperar. Para Alvaro Argüello, la «operación catecismo» es intolerable: «Un catecismo», dice, «no se envía desde el exterior. Debe nacer de nuestra propia experiencia». Ernesto Cardenal, ministro de Cultura, se pregunta si no estamos ante un caso de «persecución de la revolución por la Iglesia». Hasta el mismo Frente Sandinista de Liberación Nacional se vio obligado, el 7 de octubre del pasado año, a publicar un extenso documento en el que, tras afirmar su respeto y reconocimiento a la autonomía de la Iglesia, valoraba el papel de los cristianos en la insurrección, primero, y en la reconstrucción, después, y constataba «el valor positivo de la fe como motivación revolucionaria». Diez días después publican los obispos su respuesta al escrito, que es completada con una carta colectiva del día 22 de octubre, en la que hacen patente sus temores y sospechas. Lejos quedan los tiempos en los que el cardenal Agostino Casaroli, el encargado de Asuntos Exteriores en el Vaticano, decía a Ernesto Cardenal: «En Nicaragua todo es nuevo». A la experiencia nicaragüense, con año y medio escaso de vida, se le quiere hacer pasar por un decreto firmado por Pablo VI en 1966, en el que se estipula que sin permiso del Papa el clero no puede ejercer cargos públicos. De momento, y a pesar del ultimátum, los tres curas ministros del Gobiemo de Nicaragua continúan en sus puestos.

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