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Reportaje:100 días de régimen militar en Turquía / 2

Los generales combaten con dureza a los grupos terroristas

Más de 130.000 pistolas han sido entregadas voluntariamente a las autoridades militares por ciudadanos turcos desde el golpe de Estado del 12 de septiembre, en acordancia con una severa ley sobre confiscación de armas sin licencia promulgada por la Junta Militar.El primer ministro del nuevo régimen, Bulent Ulusu, ofreció a la Prensa, el pasado 6 de diciembre, una serie de datos estadísticos destinados a mostrar los logros de su Gobierno en la lucha contra el terrorismo y la crisis económica. El más espectacular de todos fue el descenso drástico de la media diaria de víctimas de la violencia política, que pasó de veintidós muertos por día en el último año del sistema democrático, a poco más de dos diarios en los tres primeros meses de régimen militar.

Ulusu, un almirante retirado de 57 años que no participó en el levantamiento, fue nombrado jefe del Gobierno por el Consejo de Seguridad Nacional una semana después del golpe de Estado. Formó un Gabinete de veintisiete miembros, con siete ministerios claves ocupados por militares retirados, y comenzó a gobernar con mano de hierro. Con ayuda de la ley marcial, el toque de queda, la suspensión de garantías constitucionales, los tribunales sumarios y la pena de muerte, Bulent Ulusu y los generales que le designaron confían en erradicar la violencia terrorista de Turquía. Cuatro extremistas de distintas tendencias han sido ejecutados hasta ahora, aunque hay muchas condenas de muerte por cumplirse y muchos detenidos por juzgar. Grupos importantes de activistas han sido desarticulados y las redadas en fábricas, universidades y en los gecekondus, o cinturones de misera de las grandes ciudades, son algo cotidiano.

Acusaciones de tortura

Los militares no han tenido demasiadas contemplaciones al desencadenar la represión contra los extremistas armados de derecha e izquierda. Según informes llegados a Amnistía Internacional, por lo menos diez personas han muerto en los interrogatorios a causa de torturas y malos tratos. En algunas ocasiones se ha recurrido al conocido argumento de que el detenido «se arrojó por una ventana» para intentar justificar su muerte. Esto ha ocurrido por lo menos dos veces en la ciudad de Bursa. Fuentes periodísticas bien informadas no descartan que se haya aplicado la «ley de fugas» en alguna que otra ocasión. La muerte de extremistas en enfrentamientos armados con las fuerzas de seguridad es una noticia frecuente en los periódicos turcos. El número de detenidos es difícil de evaluar y las estimaciones de diversas fuentes discrepan en varios millares. Quizá 15.000 detenidos sea la cifra más ponderada. Los tribunales han impuesto más de un millar de sentencias desde el golpe de Estado.

El primer ministro Ulusu rechazó durante su conferencia de Prensa las acusaciones de tortura que, dijo, «son calumnias urdidas en el extranjero para crear disturbios en Turquía», y añadió que su Gobierno estaba a la espera de pruebas concretas y que estaba investigando cuidadosamente todas las alegaciones de malos tratos o sevicias.

La represión ha sido dura también contra funcionarios y profesores de instituto y universidad, acusados de radicalismo político. Centenares de empleados gubernamentales han sido destituidos, algunos de ellos por corrupción, y una calma total reina en las universidades, que están bajo la vigilancia del Ejército. En casos aislados, algún jefe militar ha llevado al extremo su concepto particular de ley y orden, como el jefe de la región de Kütahya, que ordenó a todos los jóvenes bajo su jurisdicción cortarse pelos y barba. El ciudadano medio no se ha visto especialmente afectado por esta lucha antiterrorista, mientras que sí lo está siendo por las duras medidas de austeridad económica. Excepción hecha del toque de queda, que continúa en vigor desde medianoche a las cinco de la madrugada, la vida trascurre normalmente. Los automóviles circulan por la noche con la luz interior encendida, pero no hay demasiados controles y las patrullas militares en las calles de las grandes ciudades son inclusive menos numerosas que antes del golpe de Estado. En Estambul, un extranjero que lleva muchos años viviendo en Turquía se confiesa aliviado por la intervención militar y asegura: «Estos militares son muy distintos de los suramericanos que estamos acostumbrados a ver protagonizando golpes de Estado. Harán su trabajo de manera eficaz y profesional y se irán después a sus cuarteles, esté seguro. Además, sólo están persiguiendo a los terroristas Han prohibido los partidos políticos, cierto, pero no han encarcelado a sus militantes, no hay ningún estadio de fútbol lleno de detenidos políticos».

El general Evren dijo la semana pasada que el régimen que él preside obtendría el respaldo de un 80% de los ciudadanos si se sometiera a un plebiscito su gestión. No parece que vaya a hacerse tal consulta popular por el momento, y sin duda que el nuevo jefe del Estado turco exagera, pero también es cierto que es muy difícil, prácticamente imposible, encontrar en el país a alguien que hable bien del régimen anterior.

«Estaban llevando a la nación a la ruina, enzarzados en discusiones bizantinas y cegados por la ambición política», comenta un periodista en Ankara. El filibusterismo parlamentario, la tremenda enemistad de los líderes de los dos partidos mayoritarios, el de la Justicia y el Republicano Popular, hicieron deteriorarse más y más la situación, coinciden todos los analistas de los últimos cinco años de la vida política turca. La estéril alternancia de Demirel y Ecevit en el poder, apoyándose en frágiles alianzas parlamentarias con los dos partidos minoritarios de corte extremista (islámico uno, fascista el otro), dejó un saldo lamentable más de 5.000 muertos en los dos últimos años, inflación de tres dígi Los, desempleo de una cuarta parte de la población activa, zonas liberadas de derecha y de izquierda en varias ciudades, donde no se atrevía ni a entrar la policía, y más de 20.000 millones de dólares de deuda exterior.

Si a todo esto se añade la escasez de artículos de primera necesidad, los frecuentes cortes en el suministro eléctrico, el desastre que se produjo en la distribución de carbón y gasóleo para calefacciones en el invierno pasado, que hizo pasar frío a millones de turcos, es~ pecialmente en las provincias del Este, se comprende mejor por qué nadie movió un dedo a favor del sistema que derrocaron los militares el 12 de septiembre.

No está claro por qué se eligió esa fecha para el golpe de Estado, y no unos meses antes o después. Según algunas fuentes, la polarización política que ya existía en la policía se estaba empezando a notar en el seno del Ejército, y para conjarla de raíz, los altos mandos militares dieron luz verde a la operación.

Secularismo

Para otras fuentes, la gota que colmó el vaso de la paciencia de los militares fue un mitin celebrado el 6 de septiembre en la ciudad de Konya por el líder del Partido de Salvación Nacional (extremista islámico), Necinetín Arbakan. Más de 50.000 personas se sentaron ostensiblemente en el suelo, entre burlas, cuando'sonó el himno nacional turco. Muchos de ellos, además, se cubrían con el fez, el gorro islámico que Ataturk prohibiera expresamente en 1925, en su deseo de occidentalizar el país. Desde los acontecimientos de Irán, los militares turcos han estado especialmente alerta ante cualquier tipo de activismo religioso en una nación con un 97% de musulmanes, sunnitas en su inmensa mayoría, aunque hay un grupo importante de la secta alevita, de obediencia chiita. El primer ministro, Buient Ulusu, decía hace unas semanas, justificando la intervención militar: «El secularismo, una de las reformas más importantes de Ataturk y un principio fundamental de nuestra República, estaba siendo violado, y se hacían intentos de reinstaurar el orden religioso». El golpe de Estado se dio invocando los sagrados principios del kemalismo, por cuya supervivencia deben velar las fuerzas armadas. Mustafá Kemal Ataturk (1881-1938) fue el creador de esta República laica, centralizada y fuertemente nacionalista, que está a punto de cumplir sesenta años de existencia. Fue también quien salvó al Ejército turco del desastre y de la humillación, quien venció a griegos e ingleses y quien occidentalizó por la fuerza al país, cambiando desde su alfabeto hasta sus vestidos y dándole una estructura legal copiada del código civil suizo y del código penal italiano. Cuentan que, para quitar de la Constitución de 1924 la frase en que se declaraba a la religión islámica como la religión del Estado, Ataturk dijo simplemente: «Tachad de ahí esa mierda». El culto de Ataturk continúa hoy vivo en Turquía y será objeto de un importante relanzamiento el año próximo, en que se preparan grandes ceremonias para celebrar el centenario de su nacimiento. Los generales que forman la Junta militar, con una edad media de sesenta años, son, en cierto modo, los últimos de Ataturk; pertenecen a la generación de jóvenes oficiales que conoció vivo al fundador del Estado. El general Evren, por ejemplo, tenía veinte años en 1938, cuando Ataturk murió; acababa de graduarse en la Escuela de Guerra y estaba a punto de ingresar en la Escuela de Artillería.

Autocensura

Un juicio relativamente crítico contra el padre de los turcos, publicado en el prestigioso diario Cumhuriyet, motivó que la Junta Militar cerrara el periódico por diez días. La Prensa turca ha sentido también los efectos de la represión. Tres diarios, uno de extrema derecha y dos de extrema izquierda, fueron cerrados, así como varias revistas políticas, entre las que destacaba Birikim. El resto de las publicaciones se debate entre la ley marcial y la autocensura. Muchos directores de medios informativos han optado por la consulta voluntaria a las autoridades sobre la publicación o no de artículos que tratan temas delicados. Una reciente ley que castiga muy duramente la propagación de noticias falsas o alarmistas, con doble pena si es a través de los medios de comunicación social, ha hecho muy difícil, para periodistas turcos y extranjeros, la labor de informar. En teoría al menos, una persona que facilite información considerada falsa por el Gobierno a un periodista extranjero puede ser condenada hasta tres años de cárcel, y las condenas por menos de ese tiempo no son ni siquiera apelables. No es de extrañar que las fuentes informativas pidan el anonimato.

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