La nueva estrategia autonómica
TRAS CONOCER los deprimentes resultados del referéndum de Galicia, situados muy por debajo de los más pesimistas pronósticos sobre participación popular en las urnas, el Consejo de Ministros del lunes celebró una sesión dedicada casi exclusivamente a las cuestiones autonómicas. El decreto sobre la policía autónoma vasca, que recoge los laboriosos acuerdos entre el poder ejecutivo y el Gobierno de Vitoria, constituye una importante contribución a la salida política del enconado conflicto de Euskadi, en el que las consignas del nacionalismo radical contra las Fuerzas de Orden Público -el extendido que se vayan- han jugado peligrosa y eficazmente contra la aceptación por un significativo sector de la sociedad vasca del Estatuto de Guernica y las instituciones de autogobierno.El Gobierno anuncia también un conjunto de disposiciones legislativas encaminadas a dar a los borrosos y difuminados perfiles del Estado de las autonomías una mayor claridad y fijeza. No parece probable que existan acuerdos previos de carácter reservado con otras fuerzas políticas para llevar a buen puerto parlamentario esas iniciativas. El anunciado propósito del Gobierno de discutir ese bloque legislativo con las minorías nacionalistas y la oposición parlamentaria debe ser acogido, en todo caso, con cierta cautela. Porque si la negociación es planteada por los centristas como un lo toma o lo deja, en el marco de una política de hechos consumados, los elementos positivos y sensatos de la propuesta gubernamental podrían irse por el sumidero junto a las partes rechazables o polémicas. En tal caso, la vida pública española podría también regresar, en un lamentable salto. atrás, a la etapa anterior a la aprobación de los estatutos catalán y vasco, a las bizantinas discusiones en torno a las formas de distribución territorial del poder y a los enfrentamientos previos al 28 de febrero.
Hasta tanto los principios generales anunciados por el Gobierno se concreten en proyectos de ley, habrá que conformarse con señalar las líneas maestras de esa estrategia. La propuesta, así, se despliega en tres direcciones, cada una dotada de su propia lógica, y no necesariamente articulada con las demás.
De un lado, el Gobierno parece convencido de la necesidad de desarrollar el artículo 149 de la Constitución, que detalla las competencias exclusivas del Estado en relación con las comunidades autónomas, en aspectos tales como las bases del régimen jurídico de las administraciones públicas, la ordenación de la actividad económica general (con especial referencia al crédito, la banca y los seguros), los títulos académicos y la seguridad ciudadana. Sus razones tendrá el poder ejecutivo para considerar imprescindible la promulgación de esta, especie de Estatuto de heteronomía, por lo demás no previsto en el artículo 149 de la Constitución. Resulta, sin embargo, algo pesada esa voluntad del Gobierno, visible también en el Estatuto de las Libertades Públicas, para desarrollar como leyes orgánicas artículos de la norma fundamental que necesitarían, como máximo, una instrumentación jurídica de rango menor.
Como segundo bloque de la nueva estrategia centrista figura una ley de armonización referida a las comunidades autónomas. El artículo 150 de la Constitución establece, efectivamente, la posibilidad de dictar leyes que «establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las comunidades autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general». El avance del contenido de la nueva ley resulta, sin embargo, algo desconcertante. La preocupación por los símbolos y por la terminología jurídica de los documentos oficiales de las instituciones de autogobierno da pie para sospechar que la obsesión por los emblemas y los títulos de la España del siglo XVII y la fetichización de las palabras de épocas más recientes han sido heredadas por nuestros gobernantes sin acogerse siquiera al beneficio de inventario. De otro lado, la presentación con carácter general de los delicados problemas que puede plantear la coexistencia del idioma oficial con otras lenguas, también españolas, en los territorios autónomos, resulta una astucia algo tonta, dado que la cuestión queda circunscrita al País Vasco, Cataluña y Galicia. A medio y largo plazo no se termina de entender muy bien, por lo demás, el pánico que empieza a cundir en ciertos medios por el porvenir del castellano, un idioma hablado por trescientos millones de personas y dotado de enormes virtualidades en todas las áreas de la comunicación, de la creación y de la ciencia. Si algo hay que proteger no es el castellano, que goza de una excelente salud, sino los idiomas minoritarios dentro de la Península, amenazados desde distintos flancos y varados en formas de comunicación fundamentalmente coloquial, salvo los esfuerzos realizados a contracorriente durante las últimas décadas para desarrollarlos como lenguas de cultura y entroncarlos con sus tradiciones.
Queda, finalmente, la propuesta de desbloqueo de las autonomías del País Valenciano, Aragón y Canarias, que han incumplido las previsiones constitucionales de iniciativa autonómica tanto del artículo 143 como del 151, y la ordenación del mapa de las instituciones de autogobierno en el resto del país. La sugerencia de igualar a todas las comunidades autónomas, tanto en competencias como en instituciones, equivale a elevar al rango de norma la nueva consigna centrista de todos café, pero puede tropezar con el terco hecho de las diferencias culturales e históricas de -al menos- Cataluña y el País Vasco, y convierte retroactivam ente en inútiles los debates sobre el 143 y el 151. La creación de Parlamentos en todas las comunidades autónomas puede colmar la codicia de cargos y empleos de los políticos subalternos, pero también plantea problemas relacionados con la contención del gasto público,y algunas interrogantes acerca de su utilidad y funcionalidad. Digamos, desde ahora, que sería altamente deseable resolver de una vez el absurdo embrollo originado por el título VIII, pero que la solución sólo puede proceder de una concertación de las grandes fuerzas políticas del país, incluidos los nacionalistas catalanes y vascos. Porque, de no darse ese acuerdo, el Estado cuasi federal del que ha hablado el secretario de Estado, Manuel, Broseta, podría transformarse en un invento teratológico tan misterioso y confuso como el Estado de las autonomías.
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