Dos años de Constitución
EL SEGUNDO aniversario del referéndum que aprobó la Constitución no va a ser conmemorado de manera oficial y apenas ha sido aireado -con la casi única excepción del PSOE- por las fuerzas políticas parlamentarias. Tampoco las propuestas de que la fiesta nacional se celebre el día 6 de diciembre parece haber despertado gran atención o desbordante entusiasmo. Sin embargo, prácticamente todas las naciones reservan una fecha, siempre asociada con significados integradores para la gran mayoría de la población, a fin de rendir homenaje a su pasado, de reafirmar la solidaridad en el presente y de manifestar su voluntad de futuro. En esa perspectiva es difícil encontrar un acontecimiento conmemorativo más adecuado que el 6 de diciembre para que los españoles celebraran su fiesta nacional.De cualquier forma, este aniversario es una ocasión para reflexionar acerca del bienio que nos separa de aquel referéndum en el que la ciudadanía española clausuró, por mayoría absoluta, al largo período de interinidad y de ausencia de legalidad democrática abierto por la guerra civil, y recubierto con esa apariencia formal de constitucionalidad que eran las Leyes Fundamentales del anterior régimen. Sería demasiado pronto para esperar que los principios y valores de la Constitución de 1978 hubieran permeado el cuerpo social y transformado sustancialmente el sistema de expectativas de los ciudadanos respecto a la Administración pública y la cosa común. Sólo la conciencia de que los derechos y las libertades no son graciosas concesiones del Estado, sino el fundamento de la convivencia y la fuente de legitimación de la autoridad, podrá permitir su real ejercicio. Y sólo la comprensión de que los derechos reconocidos en el título I de la Constitución son indisociables de los deberes ciudadanos -fundamentalmente, cumplir las leyes aprobadas por un Parlamento elegido por sufragio universal- podrá aunar esa afirmación de la libertad individual con la solidaridad colectiva y cimentarla en el suelo firme de un sistema político que funcione eficazmente, que satisfaga las demandas sociales y que mantenga la paz, entendida como algo distinto del mero orden público.
Pedir que un olmo seco por las heladas del pasado reverdeciera súbitamente y diera de inmediato abundantes frutos sería un acto de impaciencia o una manipulación destinada a socavar el prestigio de las instituciones democráticas. Pero la tendencia al triunfalismo de la clase política, que a veces confunde las razonables críticas que se dirigen contra sus insuficiencias con las maniobras desestabilizadoras, y que en ocasiones pretende sofocar la vida pública entre las estrechas paredes de los aparatos de los partidos, obliga a señalar que el listón de las exigencias está instalado, en su caso, a mucha mayor altura.
Las relaciones de la clase política con la Constitución no son siempre lo suficientemente respetuosas, pese a que en las Cortes se sientan numerosos padres y madres constituyentes. De un lado, ni siquiera el acuerdo abrumadoramente mayoritario de las dos Cámaras puede conferir virtud política a decisiones tan discutiblemente constitucionales como la modificación de la ley de Modalidades del Referéndum, ideada para alterar retroactivamente la lectura de los resultados de la consulta popular andaluza, o la vía elegida para repescar el Estatuto de Santiago cuando iba camino de las urnas, devolverlo a la Comisión Constitucional y alterarlo sustancialmente. De otro, la mayoría parlamentaria debe respetar el espíritu, y no sólo la letra, de nuestra norma fundamental al elaborar la legislación ordinaria, si bien en este caso la superior jurisdicción del Tribunal Constitucional puede dirimir los recursos interpuestos contra normas que -como el Estatuto de Centros Docentes- son acusadas por la oposición de inconstitucionales.
Pero ni el Tribunal Constitucional puede ser considerado como el único guardián de la legalidad ni las instituciones -cualesquiera que sean- deben jugar al peligroso deporte de infringir conscientemente ese marco normativo con la esperanza de no ser descubiertas con las manos en la masa, o de no ser denunciadas a tiempo. El artículo 91 del texto fundamental establece que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». En este sentido, resultan, cuando menos, lamentables los sostenidos intentos de fingir que se hallan en vigor leyes obviamente afectadas por la disposición derogatoria, que taxativamente determina que «quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución». Que haya cilidadanos que tengan que permanecer procesados o en prisión hasta que las Cortes promulguen las normas que sustituyan a otras implícitamente derogadas -y que, en realidad, no necesitarían declaraciones explícitas para carecer de vigencia- es un abuso condenable que contradice la obligación de los poderes públicos de acatar la Constitución.
Las reticencias públicarnente expresadas por algunos altos mandos militares o las tentativas de ciertos prelados de poner en duda el carácter vinculante para los ciudadanos españoles, que además sean católicos, de algunas leyes situadas dentro del marco constitucional son síntomas preocupantes de insubordinación frente a la soberanía popular y al poder civil. A la labor de pedagogía democrática tampoco ayudan las maniobras de los políticos desplazados del Gobierno para ocuparlo mediante procedimientos extraconstitucionales. Finalmente, la tentación del poder ejecutivo o delas instituciones de autogobierno de explotar sin contemplaciones las ambigüedades y vacíos de los estatutos de autonomía en sus complicadas relaciones jerárquicas con la Constitución cargaría de electricidad estática el ambiente de nuestra vida pública hasta límites peligrosos.
Tras dos años de régimen constitucional, el paro sigue azotando a la población trabajadora y a los jóvenes que llegan al mercado laboral por vez primera. Pero lo mismo ocurre en naciones de vieja tradición democrática, y en dictaduras de nuevo cuño, como la chilena. Desgraciada mente, la crisis económica poca relación guarda con los regímenes políticos. Las acciones de las bandas armadas no han cesado, e incluso se han incrementado en los últimos meses. Pero sería necio olvidar que ETA fue engendrada y amamantada por el franquismo, y que sus activistas asesinaron al presidente Carrero, y sería estúpido no valorar el paso de gigante que representan la autonomía vasca y la aceptación por el PNV del marco constitucional para la pacificación de Euskadi. Hay cosas que la democracia nunca podrá dar, porque no es función suya hacerlo, y otras que, aunque le corresponden, necesitará aún tiempo para suministrar. Pero en este país hay ahora incomparablemente más libertad y más dignidad que antes de que la Constitución fuera aprobada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.