_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La trampa

Coincidiendo con el pasado 20 de noviembre varias publicaciones europeas, especialmente francesas, han hecho un balance de lo que ha supuesto el último lustro en la historia de este país llamado España. Contrasta esta actitud con la casi total ausencia en la Prensa española de análisis globales sobre un período de tiempo que ha contemplado uno de los más complejos, contradictorios, sorprendentes y, a pesar de todo, ricos episodios políticos de la Europa contemporánea: la transición de la dictadura a la democracia en España. Pero, al contrario de lo que cabía prever en buena lógica, no han sido los demócratas los que se han lanzado a la calle para celebrarlo, psicológicamente cada día más profundamente encerrados en sí mismos y en sus abundantes frustraciones, sino los partidos del antiguo régimen, que han conseguido así, con la inestimable colaboración de los órganos de difusión en manos del Gobierno, entronizar el pasado y situarlo psicológicamente como perspectiva de futuro. Ni un solo partido político del abanico ideológico parlamentario, ni una sola institución de la democracia, ni el Gobierno que salió de unas elecciones democráticas y libres se han dignado dirigirse al país para recordarle el camino andado (una Constitución, el reencuentro con la libertad perdida y, en definitiva, la devolución al pueblo de su soberanía) y explicarle quizá lo que aún queda por hacer. Se ha primado la nostalgia, siempre reaccionaria, pero en este caso más que nunca, y se ha hecho gala, una vez más, de un vergonzante y suicida sentimiento de derrota. La multitudinaria manifestación en la plaza de Oriente (y da igual que fueran 200.000 o un millón) ha conseguido imponer su imagen y sobreponerla, como símbolo de estos tiempos, a la de esos casi veinte millones de españoles que, después de cuarenta años, se acercaron a las urnas. La responsabilidad de esta insensata dejación histórica, que alcanza, en primer lugar, al Gobierno de UCD, puede llegar a tener consecuencias funestas si no se sabe contrarrestar con gallardía la marea ascendente de la mitificación y falsificación del pasado.Está claro que no es la democracia la que está en crisis, sino la confianza en su capacidad para resolver los problemas que plantea la actual coyuntura histórica. No se entiende entonces cómo es posible hacer frente a la situación partiendo del estado maniaco-depresivo del que hace gala una parte de la clase política. Algunos políticos pasean su pesimismo y no se recatan en afirmar públicamente lo mal que está todo y la ausencia de perspectivas. Los pasillos del Congreso y, lo que es más grave, el hemiciclo, son a menudo en estos días testigos de excepción de una lúgubre ceremonia de aburrimiento moral donde sólo descuellan los dimes y diretes de las escasamente edificantes maniobras en el seno de los partidos. Algunas de las cuales, por cierto, parecen olvidar que no hay más legitimización para el acceso al poder que ganar unas elecciones o, si son cuestiones internas, un congreso. En este ambiente, ¿puede extrañar a nadie que la derecha totalitaria y ultramontana que ha perdido estrepitosamente una tras otra las distintas convocatorias electorales, alcanzando porcentajes mínimos, se haya lanzado a la calle a buscar el espacio que las urnas le niegan? Mientras eso sucede, el poder, en manos de UCD, es absolutamente incapaz de dar la batalla de regeneracionismo moral que este país necesitaría. Muy al contrario, el portavoz parlamentario de este partido se permite el lujo, en la discusión de presupuestos, de desechar proyectos tales como las incompatibilidades o la eliminación de las pensiones de los ex ministros, en base a que no se quiere una política de imágenes y de gestos. Así nos va, claro, cuando precisamente es la ausencia de esos gestos (y que por mucho que el señor Herrero de Miñón se empeñe, responden siempre a una concepción ética de la política sin la cual la democracia no puede entenderse) lo que está privando, entre otras cosas, de credibilidad y de garra popular al Gobierno y a su partido.

El proceso de desgaste a que está sometida la democracia española tiene algo de enfermizo y no se explica únicamente en base a los constantes embates terroristas ni a la difícil situación económica. Es curioso que dos años después de ser aprobada mayoritariamente por el pueblo, la Constitución sólo salga a relucir cuando se la fuerza a segundas o terceras lecturas y que frente a la marea ascendente de los partidarios del 20-N, el Gobierno no se haya ni siquiera planteado la posibilidad de una campaña de sensibilización y conocimiento de su contenido. Sin duda, porque los enormes medios de comunicacion en sus manos, como Televisión Española, tienen mayores empresas que atender. Como, por ejemplo, el tratamiento dado a la manifestación de la plaza de Oriente y que conoció una de las más altas cotas de irresponsabilidad que se recuerdan. Que ya es decir. Por su parte, los socialistas han iniciado, con escasos medios, una serie de actos sobre la Constitución. Bien venidos sean. Sin embargo, algún psicólogo algo tendría que decir sobre el hecho de que el primero de ellos haya celebrado en el Ateneo de Madrid, lugar de indudable prestigio intelectual y resonancias políticas muy gratificantes para las minorías. No parece, no obstante, que sean actos académicos, por muy respetables que sean, lo que en este momento más se necesite para revalorizar el texto constitucional. Con los franquistas en la calle y a banderas desplegadas y los demócratas en las academias, no parece que vaya a llegarse muy lejos.

No es una boutade para consuelo de nadie. Pero lo que se ha hecho en estos últimos años bien merece encarar el porvenir con un mínimo de confianza en el sistema democrático. Lo asombroso es que no se sepa transmitir eso al país y que, muy al contrario, se le esté insinuando que sus males no tienen remedio, que la aventura de la libertad ha sido sólo un espejismo. Si la democracia está en peligro (y si no lo está puede llegar a estarlo), lo que procede no es interiorizarla y replegarla a sus cuarteles de invierno, dejando la calle expedita a sus enemigos. Para eso, naturalmente, hay que creer en ella y utilizar todos sus recursos. Lo malo es cuando la política sólo parece tener un horizonte de poder o de conservación de lo establecido y no una perspectiva de cambio real. Se desdeñan así las inmensas posibilidades que el sistema tiene para defenderse. Si una parte del tiempo que la clase política, especialmente la que está en el poder, emplea en conspiraciones de salón contra o a favor de Suárez, lo utilizase en fortalecer la democracia frente a sus enemigos, otro gallo cantaría en este país. No deja de ser, en este sentido, pintoresco el ver la irresistible ascensión de ciertos personajes que ofrecen al mejor postor una alternativa personal basada en su profunda desconfianza en los mecanismos constitucionales que, en el fondo, desprecian. Así, se habla de salvar la democracia traicionándola e incluso se menciona la licitud del empleo del juego sucio para detener el actual proceso de descomposición que propicia la actividad terrorista. La trampa está, sin embargo, muy clara. Esta democracia no saldrá adelante, ni mucho menos, con el juego chapucero, y éticamente reprobable, de los devaneos de los frustrados aspirantes que las urnas rechazaron en su momento o por la puesta en circulación de intolerables servicios paraleIos. La democracia se salvara únicamente por la vuelta al al espíritu que hizo posible la Constitución. La trampa está en las medidas extraordinarias y en los hombres enviados por Dios, y no por los electores, para protegerla.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_