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La ineficacia y el caos en la ayuda a las víctimas del terremoto provocan indignación en Italia

Juan Arias

ENVIADO ESPECIAL El termómetro de la rabia está subiendo entre la población martirizada por el durísimo terremoto que asoló el sur de Italia el domingo pasado. Los periódicos hablan ya abiertamente de 10.000 muertos. El cálculo ha sido hecho contando a los vivos, La desorganización es gravísima. Hasta el conservador y prestigioso diario nacional Corriere della Sera escribía ayer, con títulos a toda página: «Gritan los enterrados vivos».

En Avellino ha sido destituido el gobernador. El comisario general nombrado por el Gobierno para coordinar toda la obra de socorro gritaba entre los escombros: «iPero dónde está el Ejército!» Existe la total convicción de que hay aún mucha gente viva bajo los escombros. Ayer, a las 11, 50 horas, al aeropuerto militar de Nápoles seguía llegando gente en coma, descubierta enterrada setenta horas después del seísmo.

En los lugares donde todo está arrasado faltan tiendas, agua y, sobre todo, instrumentos y gente capaz de desenterrar a la gente. Los perros-policía alemanes y suizos que acaban de llegar siguen descubriendo personas bajo las ruinas, pero no hay quien las saque. Este enviado especial ha podido presenciar ayer la rabia de uno de tantos, Lucio Caruso, 32 años. Acababa de llegar de Roma, en coche, con su inujer y sus dos hijos, a su pueblo natal de Lioni, provincia de Avellino. Su padre y su madre vivían en la calle Piave. Cuando se acercó a ella no vio más que una montaña de escombros de cuatro metros de altura. Allí están aún enterrados, no se sabe si vivos o muertos, sus padres. Se pone a gritar: « ¡Canallas! ». « iCanallas! ». Se quita el abrigo y después la chaqueta y empieza a quitar piedras. Resbala. Levanta las manos al cielo. Está como loco.

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A dos pasos, otra historia increíble. Se acerca a este corresponsal una mujer de unos 35 años. Está envuelta en un chaquetón. Tiene los ojos llenos de rabia. Se llama Rosa María Colantuono. Vive en Milán; casada con un abogado. Tiene dos hijos. Su dirección es Via Salutati, 7. Quiere que la escriba para dar mayor veracidad a su drama: «Mi padre y mi madre», dice, «estuvieron gritando bajo estos escombros un día y una noche enteros. Yo, con mi marido, llegamos media hora después de que expiraran. Vinimos en tren. Después, en taxi. El taxi nos dejó a medio camino. Tenía miedo. Nos recogió un camionero, pero tanibién nos dejó. Los últimos quince kilómetros los hicimos de noche, a pie, aterrorizados y sin saber lo que nos esperaba ».

Mientras habla, como una sonámbula, está sacando de las ruinas de su casa derrumbada objetos personales ele sus padres: corbatas, unos pantalones, unos zapatos negros de su rnadre. Y un libro: Storia di Lioni. Es la historia de aquel país de 8.000 habitantes escrita por su padre, un maestro jubilado, que había sido prisionero de los nazis. «Fue este joven», me dice, «quien extrajo con sus manos los cuerpos de mis padres. Trabajó cinco horas. Mi padre estaba aún vivo, pero murió minutos después». El joven se llama Alifano Rocco, tiene veinte años. Tiene las manos llenas de llagas. Llevaba la nariz y la boca tapadas con un pañuelo rojo: «Aquí hay peligro de infección». Los muertos están en el cementerio, sin enterrar, hacinados. Más de doscientos. Sólo algunos están dentro de la caja: «Yo he tenido que pagar por dos cajas», dice Rosa María, 400.000 liras. Las compré de estraperlo. Me pedían 1.500.000, y por adelantado. Conseguí que me las rebajaran. Lo primero que llegó aquí fue un camión de cajas de muerto de estraperlo. Venían desde Fogia, de la región de Puglia».

Contra los políticos

La mayoría de los muertos son mujeres, niños u hombres ancianos, porque los jóvenes han emigrado. Están llegando de todo el mundo. Un obrero que acababa de llegar de Alemania exclamaba, hablando consigo mismo: «Veinte años de fatiga; veinte años sin ir a un cine para poder construirme esta casa y, ahora, todo por el suelo».

La gente grita contra los políticos: «Son unos ladrones. Vienen sólo a gastar gasolina. Esta vez ni el Papa nos ha conmovido. No necesitamos bendiciones. Preferimos tiendas de campaña. Dentro de nada, aquí tendremos dos metros de nieve y estamos durmiendo en la calle».

De todo el mundo están llegando ingentes cantidades de dinero, aviones con miles de mantas y víveres, pero no se sabe cómo repartirlos, cómo llegar hasta los pequeños cortijos. Esta tierra, ancestralmente acostumbrada sólo a obedecer, ahora no sabe mandar, organizar, coordinar. Hasta los soldados se quedan parados, en fila, esperando que alguien les mande: «No sabemos qué hacer», dicen. Y se lamentan de que nadie les haya preparado para estas emergencias.

El helicóptero de la aeronáutica militar que me lleva a visitar las zonas más destruidas (un Augusta 216) vuela sobre un puñado de casas arrasadas. No se divisa alma viva. El comandante Pasqualotto Giancarlo se niega a aterrizar en aquel punto: «Es peligroso», dice, «porque si ha quedado alguien vivo y tiene una escopeta, nos dispara seguro». Y añade: «Le voy a contar algo que no se va a creer: en el aeropuerto militar de Nápoles hay una serie de helicópteros parados porque no llega la gasolina».

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