El ombligo del mundo
El ombligo del mundo se hallaba en Delfos y tenía forma de huevo. Era de mármol rosa. Sobre la tersa superficie se desplegaba una red de estolas labradas que representaban adminículos de culto religioso y parecían sujetarlo. Aquel trozo de roca era el centro de la tierra conocida, y para demostrarlo, dos águilas fueron soltadas por Zeus a fin de que recorriesen en vuelo los dos itinerarios, el del Oriente y el del Poniente -el de Colón y el de Vasco de Gama-, sólo que mil años antes que los ibéricos marinos. Después de volar muchos días en direcciones contrarias las dos águilas se posaron a un tiempo sobre el ombligo del mundo. De esta leyenda nació quizá el símbolo heráldico del águila bicéfala. La piedra rosada está hoy en el Museo de Delfos, que contiene muchos tesoros de interés, rescatados de la destrucción general de los templos del recinto. Se reunía días pasados una comisión del Consejo de Europa en aquella alta y sagrada montaña. El mito del oráculo que llenó durante siglos los imposibles senderos y caminos de penitentes y peregrinos del mundo antiguo, hasta que el decreto de Teodoslo acabara con el culto pagano, nació seguramente en este rincón del paisaje griego, en razón del ambiente telúrico de la zona, repleto de vivencias singulares. Aún hoy, el viajero moderno se siente impresionado por la solitaria grandeza del lugar. El Parnaso, vocablo que evoca en nosotros resonancias de nuestro Siglo de Oro, es una áspera y rocosa montaña de más de 2.000 metros de altura. Donde antes ninfas y pastores, hoy se encuentra uno de los yacimientos de bauxita más importante del continente. Las cuevas del misterio de antaño se han trocado en galerías mineras con la baba rojiza de los escombros vertiendo sobre la ladera. El Parnaso produce ahora aluminio, como antes hexámetros al son de la lira. La tierra, en la empinada ladera, debía temblar a menudo produciendo grietas y fallas. Sobre una de ellas, que despedía vapor de agua caliente, se despertó el culto del oráculo y más tarde surgió en repetidas versiones el memorable templo de Apolo.
Además de esta sismología geológica predominante, el ambiente tiene una atractiva resonancia. El valle es en su hondonada un espeso bosque de olivos que se extiende en varios kilómetros hasta el mar. Al fondo se adivina la bahía de Corinto, con sus carriers gigantes, fondeados a la espera del mineral. La luz del sol tiene aquí extraños visales. A veces, se refleja en las aguas como deslumbrante espejo. En otras horas del día ilumina la montaña y la dibuja en sonrosados carmines. Dicen los habitantes que el canto de los pájaros se escucha a gran distancia por la especial configuración del terreno sobre el que se edificó el recinto sagrado del antiguo templo. Flota todavía en el paraje algo de esotérico y mucho de premonición. Tantos siglos de culto popular han dejado allí una inefable estela que se traduce en el respeto con el que los miles de visitantes turistas recorren hoy las ruinas de los templetes y monumentos que guardaban los tesoros votivos.
Nada queda de la cripta en la que la pitonisa, sentada en su trípode, se sumía en trance y respondía a las preguntas del solicitante que pedía certezas del porvenir. Sus palabras eran generalmente oscuras y ambiguas e interpretadas luego por el sacerdote del culto apolíneo. El hombre ¿podría resistir el conocimiento de un anticipo preciso de su destino? ¿No le llevaría ello a un fatalismo destructor de la creatividad; a una confiscación, por inútiles, de sus decisiones voluntarias? Somos seres activos e imaginadores y planificamos teóricamente nuestro futuro, hecho de esperanzas, porque no lo conocemos. Queríamos adivinar algo, pero no todo. El oráculo dejaba flotar en el aire del templo cargado de las nubes del incienso y del laurel quemado una promesa y también una duda. A veces los dioses respondían con hechos inmediatos y desconcertantes a la solicitud de los humanos. Una de las piezas arqueológicas más importantes del museo son las estatuas arcaicas y similares de los dos jóvenes hermanos Kleobis y Biton, que se uncieron al carro que traía a su madre al santuario para cumplir una promesa. La madre pidió al dios que les diera la mejor recompensa imaginable a estos adolescentes por su amor filial traducido en el exhaustivo esfuerzo. Efectivamente, comieron y bebieron en exceso para reparar su fatiga y murieron a poco en el sueño consiguiente, traspasando en plena juventud la frontera del trasmundo.
Los dioses griegos eran antropomorfos; tenían las dimensiones y las pasiones nuestras. Era, en suma, aquella una religión humanista en la que se confundían los mitos, las leyendas y la vida. Apolo parece, a través de los relatos, un joven de buena presencia, valeroso y arrogante, con la lira al costado y la corneja auspiciadora que le acompaña. Apolo era el dios del sentido común y del dinero. El patrono de los banqueros. Por eso su templo se hallaba rodeado de los llamados tesoros. La maledicencia popular decía que en los siglos últimos de la decadencia del culto délfico, los sacerdotes cobraban por manipular las respuestas al peregrino. Era un magnífico y simoniaco negocio. Y aún hay quien supone que, por último, el cristianismo constantiniano los puso a su servicio para preparar el ambiente antes del cierre final. En lo que se conserva de uno de los bellísimos frisos salvados del expolio general hay una escena que representa, de un lado, la guerra de Troya en la plenitud de sus violentos combates, mientras que del otro lado, sentados en un banco de piedra, los dioses contemplan entre apasionados y divertidos el brutal espectáculo de la crueldad humana. Otro detalle interesante del recinto son los zócalos y basamentos de las estatuas de los generales victoriosos de una de las infinitas guerras civiles de la Grecia de aquella época. Cuando cambiaron las tornas y vencieron sus adversarios no destruyeron las primeras, limitándose a erigir el monumento a los guerreros vencedores en la acera de enfrente de la vía sacra. Conmovedora es la presencia en los basamentos del teatro y de los monumentos de cientos de inscripciones nominales que recuerdan el rescate de esclavos realizados como ofrendas a los dioses. Es un testimonio admirable que representa el primer balbuceo hacia la libertad individual de todos, los hombres ante el hierático silencio de la divinidad. La manumisión interpretada como acto votivo, quinientos años antes de nuestra era.
Es asombrosa- y en cierta medida inexplicable- la contemplación del brusco surgir de las más refinadas expresiones de la cultura griega en un breve período de tiempo. Los bajos relieves de los templos de Delfos, por ejemplo, pasan de las formas que pesan a las formas que vuelan -para emplear una locución dorsiana- en menos de cincuenta años de evolución,. En simultánea aparición, la escultura y la arquitectura -arquitecto significaba jefe de los escultores- levantan modelos, de insuperable perfección dentro del canon del número de oro. El único libro de texto que ha durado 2.000 años es la geometría de Euclides. Todavía no se ha mejorado el juramento médico de Hipócrates. Sin Dionisio de Tracia no se hubiera percatado el hombre de que dentro del complejísimo proceso lingual, labial, gutural y nasal que representa la palabra hablada, existía también una estructura definida intelectual que se llamó la gramática. Parecería como si en el progreso de la humanidad hacia los más altos niveles de la civilización hubiera de cuando en cuando una pulsión concreta y repentina que abriera una nueva compuerta al torrente de la sabiduría.
Los griegos de los siglos délficos eran, por necesidad, comerciantes y navegantes. Llevaban y traían mercancías por el Mediterráneo, pero traficaban también en ideas, en nuevos conceptos, en corrientes de pensamiento, en sistemas de pago, en tácti-
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cas de guerra terrestre y naval, en cultos litúrgicos y en mitos legendarios. As! nació también entre ellos la ciencia política, la democracia, la deliberación y la ciudadanía y, por supuesto, la opinión pública. Cuando se visita el Partenón se contempla cómo el ágora se iba desplazando a superficies cada vez mayores para contener el gran número de los comentaristas políticos. Todavía hoy, en la Atenas enorme de los cuatro millones de habitantes, están las inmensas terrazas de los cafés en las que se sientan los hombres a discutir con el énfasis meridional que pone su punta de pasión acalorada en el análisis de la cosa pública de la Res-pública. El ius murmurandi es el primero de los derechos reconocidos en la constitución no escrita. Hablar mal del Gobierno es la válvula de escape que hace posible la continuidad de los sistemas de convivencia, desde el cabo de San Vicente hasta el Bósforo.
Quizá para un español el más sugestivo testimonio de Delfos sea el mítico toro, cuyos restos fueron descubiertos hace unos años. Era de plata y oro y de tamaño natural. Pero se trataba de una envoltura hecha con fin as láminas de esos metales, con una estructura interior que se desconoce. En una paciente y admirable tarea se ha vuelto a resucitar la silueta del animal con la suficiente cobertura original para dar una idea del táurido. La piel es de hojas de plata. La cornamenta y las enormes criadillas, de oro, en una acertada valoración zoológica. No sabemos si fue este magnífico astado -sin afeitar- el que trajo a hombros a Europa raptándola para siempre. En cualquier caso, su vitrina es de las más admiradas por los cientos de miles de gentes que desfilan ante estas ruinas.
El ombligo del mundo está ahora en la entrada del museo, con la punta cortada, como un gigantesco huevo pasado por agua, listo para ser sorbido. Siempre ha habido y habrá ombligos universales mientras haya hombres. Para unos será la cúpula del Bramante; para otros, piedra negra de la Meca, o la tumba de Lenin. El centro del mundo está en el hombre moderno dentro de nosotros mismos; en nuestra perpetua interrogación y en nuestra búsqueda; en nuestro oscuro deseo de buscar certezas que nunca acaben; en los oráculos que nos hagan encontrar la eterna serenidad.
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