Es improbable que el "enfermo mental medio" llegue siquiera a visitar al psiquiatra
El doctor Watts, un médico general británico especialmente preocupado por los mecanismos del contagio, terminó sus conclusiones sobre el último estudio epidemiológico en su área con un expresivo gráfico bicolor. Representaba un gran bloque de hielo flotante. Bajo la figura escribió con letra deforme «el fenómeno del iceberg», y luego estableció una equivalencia entre la zona sumergida del bloque y la desconocida multitud de los deprimidos. No había duda alguna: de cada cien ciudadanos, quince estaban enfermos de depresión, a cusaban una tristeza patológica que potencialmente podía conducirlos al suicidio.Pero su hallazgo más inquietante no era el descubrimiento de un alto número de enfermos, sino la conciencia de que la. mayoría de ellos jamás sería visitada por el psiquiatra: exactamente el 13,3% nunca pasaría por las consultas médicas y permitiría que su enfermedad siguiese un cauce arbitrario. El pequeño grupo, restante, la zona emergente del. iceberg, se subdividía así: el 1,5% consultaría a su médico sobre ciertos desajustes más o menos claros; un 0, 1 % sería internado, quizá bajo los efectos de una intoxicación aguda de barbitúricos, y el 0,2% acudiría al despacho del psiquiatra y tendría, en consecuencia, posibilidades racionales de curarse. El doctor Watts decidió colorear en negro la porción sumergida del iceberg por una comprensible asociación de la idea de ignorancia con el sentimiento de tristeza patológica y envió su estudio a la academia de Medicina del condado.
Su estudio fue aceptado sin vacilaciones. La Organización Mundial de la Salud avalaba datos paralelos muy significativos: de los enfermos que a diario se congregan en los ambulatorios para resolver todas las dolencias posibles, la mitad al menos debería ser revisada por un psiquiatra. Muchos de ellos son, en alguna medida, enfermos mentales, y otros pueden llegar a serlo. por reflejo de enfermedades en apariencia ajenas a la mente. En estas circunstancias, pensar en las largas colas que se observan a diario ante los consultorios de los países sanitariamente mal organizados sería para los académicos una experiencia aterradora.
En Madrid, un hombre de 30 años
El ciudadano madrileño XYZ, un atribulado hombre de treinta años, que consigue cuadrar sus balances poco antes de las dos de la tarde, es, aunque tal vez jamás llegue a saberlo, un enfermo mental medio, una esquirla (le la porción sumergida. Está casado, tiene dos hijos y un trabajo que le ha proporcionado lo que llama «el mínimo exigible de seguridad».
Un día más, la jornada le ha parecido demasiado dura, y a las dos de la tarde ha vuelto a comprobar en sí mismo una evidente pérdida de energías. También se reconoce una irritabilidad «imposible hace unos años». Pero hay otros dos síntomas que le preocupan sobremanera: unos principios de insomnio y unos absurdos dolores de estómago a los que íntimamente responsabiliza de los otros males.
Tal vez jamás llegue a saberlo, y, no obstante, el ciudadano XYZ es lo que un psiquiatra calificaría como «un individuo en situación de crisis». 0, más sencillamente, como un deprimido. Y está muy lejos de sospechar que una hipotética historia clínica suya podría muy bien concluir con la breve sentencia «riesgo de suicidio».
Primera visita: pastillas contra el dolor de estómago
Después de una conversación con su mujer, esta vez ha decidido «ir mañana al médico». Es un beneficiarlo de la Seguridad Social y nadie puede discutirle el derecho a sentirse enfermo, ni siquiera en la oficina. Prepara la cartilla, busca la situación de su consultorio en el callejero y consigue dormir un par de horas, algo más que de costumbre.
Una vez en el ambulatorio, un edificio de construcción ambigua, el señor XYZ ocupa el puesto vigésimo tercero frente a la consulta del médico de cabecera. «Médico de cabecera», repite mentalmente, y se hace una reflexión sobre las cálidas imágenes de un médico rural que todavía recuerda.
Veinte metros más allá, al otro lado de la puerta, el médico de cabecera no dispone de mucho tiempo para reflexiones. Aspira a revisar a su cupo habitual de cuarenta enfermos en las dos próximas horas, con lo que está obligado a diagnosticar a intervalos de tres minutos. Cualquier vacilación o entretenimiento implicará que otro enfermo deba ser observado en apenas unos segundos o que tenga que volver a guardar cola al día siguiente.
El señor XYZ hace un esfuerzo por precisar sus síntomas ante el médico de cabecera, «o de escritorio», piensa él entre aquellas cuatro paredes blancas y prefabricadas. «Mi rendimiento laboral ha descendido mucho. Desde hace una temporada, el trabajo me aburre y no consigo desempeñar aceptablemente ninguna tarea. Ni me concentro en la oficina ni luego duermo bien. ¿Dolores? Sí; de estómago. No sé si decir dolores o molestias». El médico de cabecera, o de escritorio, trata de seleccionar rápidamente algún síntoma objetivo en la exposición del consultante. Dos minutos después ha anotado «dolor de estómago» en su dietario manual y aventura un tratamiento sin complicaciones: pastillas para el dolor de estómago y unas vitaminas.
El señor XYZ, que sufre una depresión con probable riesgo de suicidio, busca una farmacia, compra dos frascos de comprimidos, se da por satisfecho y vuelve a casa.
Ocho semanas después está convencido de que las cosas van de mal en peor. Su rendimiento laboral ha seguido decreciendo, tiene frecuentes disputas familiares de las que, en momentos de calma, se siente culpable, y está atormentado por el insomnio. Llama por teléfono a su jefe de negociado y le comunica que mañana tiene que volver al médico.
Para mejorar su posición en la cola del ambulatorio, el señor XYZ entra en la picaresca de pasillos y envía por delante a su mujer. A la hora convenida, la releva en el quinto lugar de la fila. Hoy, el médico de cabecera le dedica dos minutos suplementarios. Le escucha con gran atención. Es evidente que tampoco él está muy conforme con los resultados del tratamiento médico. «Voy a pedir que le hagan análisis y radiografías». El señor XYZ, un deprimido medio muy bien descrito en los prontuarios de psiquiatría, entrega muestras de orina y sangre, posa ante la pantalla del radiólogo y espera resultados. Parece que su suerte ha cambiado. «Tiene usted el estómago caldo y acaso principios de úlcera. Será conveniente que le vea el especialista en aparato digestivo». El médico de cabecera escribe una ,confidencia para su colega, según la acostumbrada dialéctica entre los médicos de ambulatorio, condenados a un lenguaje de volantes. «Dolor de estómago desde hace seis meses. Estudio».
El señor XYZ repite el protocolo de llamadas telefónicas a la oficina, excusas y turnos de espera, pero consigue llegar a presencia del experto en enfermedades del aparato digestivo. «Dolor de estómago desde hace seis meses ... ». Habrá que extremar análisis y exploraciones para descartar cánceres, úlceras sangrantes y otros desarreglos que puedan poner en peligro la vida del paciente.
Transcurridas otras dos semanas, el señor XYZ, que sufre una depresión cada vez más grave, recibe una buena noticia: su dolencia estomacal no debe preocuparle. El especialista dictamina un tratamiento a base de productos alcalinos y antiespasmódicos y lo completa con un tranquilizante.
Al fin, el neuropsiquiatra
En la vida diaria, el largo proceso de aproximación a la medicina que ha de superar el señor XYZ puede ser interrumpido por puro azar. Si tiene la fortuna de que el médico de cabecera o el especialista hayan conocido algún caso idéntico al suyo, seguramente en algún amigo o familiar, acaso será enviado al profesional más parecido a un especialista en psiquiatría de que el ambulatorio dispone: al neuropsiquiatra. Pero el señor XYZ no es un enfermo providencial, sino un enfermo medio que milita en la porción sumergida. En su caso, los medicamentos alcalinos han sido tan ineficaces como los antiespasmódicos, y el abuso de los tranquilizantes le ha puesto en el umbral de una intoxicación. Duerme poco, ha perdido el apetito, está más irritable que nunca y sus relaciones hogareñas son desastrosas. Cuando vuelve al ambulatorio está dispuesto a todo.
Ahora, la consulta es más expeditiva. El especialista en enfemedades del aparato digestivo le entrega un volante de despedida. con la leyenda «Dolor en el epigastrio. No responde a la medicación», y le sugiere que vaya a ver al neuropsiquiatra.
Dicen los jefes de sección del 1 servicio de psiquiatría del Centro Ramón y Cajal, doctores, Jerónimo Saiz y Alfonso Calvé, que la neuropsiquiatría es «una sentido especialidad muy superada, incluso en los países tercermundistas, que han copiado los esquemas sanitarios de los más avanzados. El neuropsiquiatra es un profesional híbrido del neurólogo y del psiquiatra, cuando la psiquiatría aplica siste mas de exploración tan simples como la entrevista, y la neurología, sistemas tan altamente complica dos como la electroneurofisiología y el scanner. En casi todas partes se acepta que la neurología y la psiquiatría son especialidades decididamente distintas, y aun se ha subdividido la psiquiatría en general e infantil. En los ambulatorios españoles de la Seguridad Social, el encargado de resolver en primera instancia los problemas afectos a todas ellas es el neuropsiquiatra, una sola persona. Por si la sobre carga de competencias fuese pequeña, el neuropsiquiatra tampoco dispone de equipo: ni asistentes sociales, ni ayudantes técnicos sanitarios especialistas en psiquiatría, ni psicólogos y, además, en un ambulatorio nadie tiene un margen superior a los diez minutos para hablar con un enfermo».
El desinterés que conduce a la apatía absoluta
La consulta del neuropsiquiatra es la última estancia posible del ciudadano XYZ, enfermo de depresión, en los ambulatorios. El desinterés, una disposición «tibia y gris», dice él, que esta conduciéndole a la apatía absoluta, se manifiesta en todos sus movimientos. Sus amigos más íntimos comentan que alguien parece haberle puesto amortiguadores. Profesionalmente está reduciéndose a tareas irrelevantes, pero hay otra pérdida que él considera. inconfesable: la del apetito sexual. En la sala de espera del consultorio del neuropsiquiatra, el ciudadano XYZ, enfermo de depresión, comparte el banquillo corrido con un ama de casa que sufre palpitaciones, un epiléptico, un niño con retraso escolar y un anciano demente. La proximidad de la malaventura está convirtiéndole poco a poco en un ser resignado a la desgracia, aunque en ocasiones parece aquejado de bruscos ataques de rebeldía. Cuando abandona el consultorio, media hora después, los paseantes no tienen tiempo de reparar en un ciudadano como cualquier otro que, por alguna razón, camina distraidamente con una receta entre los dedos. Ha perdido iguales proporciones de fe en sí mismo y de fe en las otras cosas. Como es usual, el neuropsiquiatra le ha prescrito medicamentos incapaces de resolver grandes problemas, aunque también de crearlos. Comprimidos a los que el ciudadano XYZ secretamente atribuye las propiedades banales, los valores ínfimos que está comenzando a sentir en «un universo propio y familiar».
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