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Manuel Azaña: el legado de una melancolía española

La figura política y literaria de Manuel Azaña (1880-1940) cobra, crecientemente, rasgos excepcionales en la historia española de los dos últimos siglos. Su muerte (3 de noviembre de 1940) no pudo darle el perfil seguro que le habría conferido en tiempos menos crepusculares. Las circunstancias de la Francia abatida favorecieron, además, la difusión de una imagen postrera de un moribundo arrepentido, infiel a sí mismo. Imagen que, en cierto grado, corroboraba la que muchos exiliados españoles habían desprendido de la. lectura de La velada en Benicarló desde el otoño anterior. Sin llegar a calificar al presidente Azaña de «traidor» (como hizo el publicista anarquista Jacinto Toryho), era frecuente entre refugiados españoles en Francia referirse a la infidelidad representada por el libro publicado en París (en versión francesa) a principios de septiembre de 1939.Debo, incluso, confesar que La velada en Benicarló fue, precisamente, el primer libro del presidente Azaña leído por mí, alumno interno entonces de un liceo suburbano de París, y en aquellos días otoñales me sorprendió dolorosamente la actitud manifestada por el presidente Azaña en su «Diálogo de la guerra. de España». A aquel muchachito que guardaba el recuerdo de la España leal de 1936-1939 cemo una experiencia humana privilegiada, le era imposible percibir la singular fidelidad española de aquella voz, aparentemente remota y ambígua.

De ahí, justamente, que me parezca tan oportuna para la España de hoy -y para la memoria de don Manuel Azaña- la dramatización de La velada en Benicarló, realizada por José Luis Gómez y el Centro Dramático Nacional. Porque este «diálogo» podrá, así, ser escuchado, con atención nueva, por espectadores españoles deseosos de conocer la verdadera imagen de un hombre que tan entrañadamente se identificó con su país, y cuyo legado moral puede contribuir tanto a la reconstrucción integradora de la historia contemporánea de España.

Aunque me apresuro a observar que La velada no debe leerse como un relato estrictamente histórico. Ni menos aún, por supuesto, como la «demostración» que pretendía haber escrito el presidente Azaña, según declaró en el prefacio de mayo de 1939. Porque La velada en Benicarló transparenta la situación que podríamos llamar «marginal» del presidente: Azaña entre octubre de 1936 (cuando se instaló en Barcelona) y mayo de 1937, cuando se trasladó a Valencia, sede entonces del Gobierno de la Segunda República. Puede así decirse que Azaña vio la guerra española, en los meses indicados, desde una perspectiva lejana, ya que la acción militar principal del Ejército republicano se centraba en la zona de Madrid. El presidente Azaña se encontraba, además, en un territorio prácticamente dominado por grupos y organizaciones que él estimaba muy dañinos para la conducción eficaz de la guerra y para el prestigio internacional de la Segunda República. Y así, al monasterio de Montserrat (donde residió dos meses) y al palacio de la Ciudadela (oficinas y luego residencia oficial del presidente) llegaban diariamente a Azaña relatos de sucesos siniestros o ridículos que le afectaban profundamente y que le velaban otros episodios españoles de signo opuesto. En suma, La velada en Benicarló no es una fuente histórica para las primeras fases de la guerra española de 1936-1939; es, en cambio, un documento moral que trasciende los límites cronológicos de la guerra y las fronteras de España. Por eso estimo muy acertado -en la versión dramática de José Luis Gómez y sus colaboradores- el desvenar, por así decir, el «diálogo» de Azaña de todas las adherencias anecdóticas y hasta geográficas, para hacer resaltar su voz más permanente.

Una voz, desde luego, melancólica. Todos recordamos las palabras de Larra el 2 de noviembre de 1836: «Aquella melancolía de que sólo un liberal español puede formar una idea aproximada». Palabras que seguramente tenía Azaña muy presentes cuando escribió en su diario íntimo, en febrero de 1933: «Yo me terno que este esfuerzo de dos años venga a ser uno de tantos intentos como se encuentran en la historia española, y que después vuelva todo a la torpe rutina». Añadiendo: «De ahí mi tristeza». Melancolía que se acentuó en el presidente Azaña. tras la victoria electoral de febrero de 1936: «Siempre he temido que volviésemos al Gobierno en malas condiciones». Concluyendo que «no podían ser peores». Pues ya era patente que la división ideológica de los españoles iba a determinar enfrentamientos sangrientos repetidos. Y así, el 3 de abril de 1936, aludió en las Cortes a los españoles que no se recataban en desear la muerte de sus adversarios políticos: «Yo digo que esto es una perturbación gravísima en el espíritu español, una pérdida de sentido moral envenenado por las contiendas políticas». Y añadía el entonces presidente del Consejo: «Hay que acudir al remedio de esta aberración del espíritu español que consiste en un eclipse total del sentimiento de la piedad».

Diez días más tarde declaraba, sin embargo, Azaña que el remedio a la violencia no era fácil de hallar, mas sí podía, no obstante, dejar explícita constancia de su personal voluntad de paz: «Es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya sonado la hora en que los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros». Advirtiendo Azaña que no había aceptado la presidencia del Gobierno para «presidir una guerra civil», sino para tratar de evitarla. No es cuestión ahora, por supuesto, de entrar en el examen de las responsabilidades individuales (sin exceptuar la de Azaña) en la catástrofe española de 1936. Mas sí debe recordarse que el presidente Azaña (jefe de Estado desde el 10 de mayo de 1936) sentía que la Segunda República, tal como él la concebía, había concluido al iniciarse la guerra.

Porque la República tenía una sola justificación para Azaña: «adelantar la civilización en España», según dice uno de los personajes de La velada en Benicarló (Garcés). Y ese progreso civilizador es definido así por Azaña: «La República no tenía por qué embargar la totalidad del alma de cada español, ni siquiera la mayor parte de ella, para los fines de la vida nacional y del Estado». Muy al contrario, añade la voz de Azaña: «La República había de desembargar muchas partes de la vida intelectual y moral y oponerse a otros embargos pedidos con ahínco por los banderizos». Esto es, la civilización, para Azaña, tiene un solo fundamento, «la fecundidad de la vida del espíritu». Fecundidad que exige el «desembargo» individual aludido. En suma, como liberal verdadero, Azaña mantiene que ninguna institución o ideología debe embargar «la totalidad del alma del hombre».

Esos temibles monopolios sobre las personas han tenido en la historia humana un igual y repetido efecto: la justificación de la violencia contra el hereje o disidente, la elevación a deberes sagrados del odio y el asesinato. Aunque también sentía Azaña (nada creyente en el «buen salvaje» de ciertos fundadores del liberalismo) que en la condición humana natural predominaban los que él llamaba «impulsos feroces». El progreso civilizador consistía, precisamente, en «domesticar» dichos impulsos, educando a los seres humanos en la repugnancia hacia la violencia y la crueldad.

No atribuía Azaña a los españoles, desde luego, una mayor herencia de violencia y salvajismo que a otros pueblos y naciones de Europa. Es más, para Azaña, la «sensibilidad española» -esto es, el grado español de civilización- había sido, en algunas épocas preclaras, notoriamente superior a las de pueblos «ahora en cabeza de la civilización» (Morales, La velada). Ni era tampoco atribuible la explosión bélica interna de 1936 únicamente a la persistencia de impulsos violentos en España: «El estallido atroz que despedaza a España y sus ejemplos de crueldad son frutos del contagio venido de fuera» (de nuevo, Morales, en La velada). Apuntaba así Azaña que la guerra española -a pesar de lo que él mismo había lamentado en la primavera de 1936 («la violencia está arraigada en el carácter español»)- había de verse como una consecuencia más de la expansión del frenesí colectivo europeo motivado originariamente por la guerra de 1914-1918. Y una de sus voces en La velada concluía sarcásticamente que, después de todo, los españoles habían alcanzado «el nivel moral de gran parte de Europa», aludiendo a los asesinatos

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Universidad de Harvard.

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