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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ortuella

LA TRAGEDIA de Ortuella ha mostrado que la sociedad vasca y el resto de la sociedad esr-añola conservan todavía intactos esos impulsos de solidaridad y de capacidad para el estremecimiento ante las catástrofes colectivas que el sórdido habituamiento a la muerte producido por la furia destructiva de los asesinos, que anteponen las abstracciones homicidas al derecho de las personas a la vida, ameanazaban con amortiguar o anular. La circunstancia de que, en las horas siguientes a la explosión de Ortuella, se especulara con la disparatada hipótesis de un atentado muestra hasta qué abismos de irracionalidad en el pensamiento y de aberración en los sentimientos nos está llevando la escalada terrorista. Porque la lógica del absurdo de quienes consideran que todos los medios son válidos para un fin -meta que, por su carácter mítico, ni siquiera dispone de caminos propios. y específicos para llegar a ella- impide, ciertamente, establecer previamente y para siempre fronteras rígidas entre el tránsito del asesinato individualizado a las matanzas indiscriminadas y entre los estragos voluntariamente producidos y los «accidentes» causados por errores en la elección de las víctimas o la manipulación de los explosivos.La decisión, el valor y la espontaneidad con que la Reina ha acudido al lugar de la catástrofe, es, en cierto modo, el símbolo de la voluntad, refrenada tan sólo por el deterioro de la convivencia ciudadana en el País Vasco, de tantos españoles para dar rienda suelta al sentimiento de que la solidaridad ante el dolor y la muerte no conoce distancias ni discrimina paisajes. Ese gesto vale más que mil palabras, y, desde luego, convierte en innecesario, o incluso en indeseable, cualquier propósito partidista de transformar la pantalla de televisión o los medios de comunicación en cajas de resonancia para alimentar con esa estrategia cualquier activo político. Creemos que toda prudencia será poca para evitar que los profesionales del poder trivialicen ese drama colectivo e intenten sepultar, al estilo de la operación Tamarguillo, las eventuales responsabilidades administrativas que se hallen detrás de ese holocausto. La Reina ha dado un ejemplo admirable y emocionante, con su presencia inmediata en Ortuella de la sensibilidad del Estado ante el luctuoso suceso. Al Gobierno le corresponde ahora investigar las causas de la catástrofe y evitar que los duelos adquieran formas tan extrañas como dar un día de asueto a los escolares en el resto del país en vez de aprovechar las horas lectivas para ayudarles a reflexionar sobre el valor de la vida humana.

Por lo demás, la Administración pública debe ser consciente de que los peligros para la seguridad ciudadana no proceden sólo de las bandas te rroristas, plaga social de perfiles bien definidos, o de los navajeros y rateros, sino también de la notable negligencia que a veces derrochan los responsables de la cosa común para prevenir accidentes y de su descarado cinismo para darles carpetazo una vez producidos. Nuestra flota de camiones de transporte, incluidos los que acarrean materiales inflamables, es más propia de un país del Tercer Mundo que de una sociedad desarrollada. Nuestros trenes se hallan en un estado tan lamentable de conservación, que el verdadero milagro es que los accidentes ferroviarios no sean más frecuentes, y mortíferos. Hace escasas semanas, el agua que beben los madrileños salió de los grifos, sin aviso previo, en condiciones de impotabilidad que pudieron producir una epidemia. Y hace un año, un fenómeno previsible de inversión térmica situó a Madrid y a otras ciudades españolas en niveles de contaminación muy superiores a los mínimos tolerados en una nación civilizada; y esto sólo son ejemplos de una generalizada irresponsabilidad en el manejo de los servicios públicos.

La catástrofe de Ortuella hace temer que el accidente haya sido producido por defectos de instalación en el sistema de la calefacción, que pudieran ser comunes a otros centros públicos. Los niños y los adultos muertos anteayer no pueden, desgraciadamente, ser devueltos a la vida. Pero su triste destino debería, al menos, servir para que la Administración pública no se limitara a los consabidos rituales del luto, sino que además realizara un trabajo de duelo para reducir los márgenes demasiado holgados de riesgo para la seguridad ciudadana que llevan hoy aparejados actos tan habituales como montar en un tren, salir a la carretera, beber agua del grifo o enviar a los hijos a la escuela pública.

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