El diente
Pepe Blanco, el motorista, viene contándome estos días, en serie, la saga/fuga del diente de su niña, que la llevó a Insalud y no se lo quisieron sacar. He seguido durante la semana pasada, con paciencia e impaciencia, el destino incierto de ese diente de leche, hasta que la cosa estalló el domingo, aquí en el periódico, con una carta al director, donde Pepe cuenta cómo se pierde el tiempo en Insalud, antes el Seguro.Alguna vez tengo escrito que Pepe Blanco cree que viene a llevarse la crónica, pero muchos días viene a traérmela, porque un motorista trabajador es una ráfaga de calle que de pronto se nos mete en casa. Yo me había abstenido de escribir sobre el diente porque Pepe estaba gestando su carta, no como esos escritores camastrones y poco visitados por la señorita musa, que a lo largo de los meses nos dicen que están escribiendo un artículo, siempre el mismo, sino como gesta sus prosas el pueblo, con hierro y esfuerzo. Pepe cuenta en la carta -que ustedes sin duda habrán leído: era lo mejor que traía el periódico el domingo, y no porque lo demás fuese peor-, que ha tenido que ir desde Fuenlabrada, donde vive, hasta Zarzaquemada (Leganés), que otras facilidades no da Insalud, pese al cambio de nombre, con una niña de la mano, como la Luna gitana de Garcia Lorca. «La mandamás de dicho ambulatorio me dijo que sin volante no podían sacar el diente a la niña y, por supuesto, no le sacaron el diente». Yo le hice ver que no podía perder más días, ya que para sacar el volante en el consultorio de Fuenlabrada es normal que te toque el número 120 o más». Me apasiona la sintaxis quebrada y forzuda de la gente (tanto como la sintaxis personal e ideal de Juan Ramón Jiménez, que Carlos Bousoño estudió magistralmente en su perfecto discurso de la Academia). Sólo el pueblo y los poetas escriben más allá de Miranda-Podadera y otras podas gramaticales de la libre inspiración. La torcedura de los párrafos de Pepe Blanco llena de fuerza, indignación y justicia la protesta ante un servicio que no funciona, y da plásticamente la imagen y el esfuerzo de un hombre en lucha con las instituciones (única épica de nuestro tiempo, gran tema de la gran novela XIX/XX). Conozco a las niñas de Pepe Blanco y puedo valorar líricamente las andanzas diminutas de ese diente de leche frente al colosalismo piramidal, funcionario y tantas veces inútil de Insalud, antes el Seguro.
«Esto es todo lo bien que funciona Insalud». Lo que daría uno por escribir así, con esa prosa de motorista, masacrando una gramática y una sintaxis ritual que ya no dice nada. Él relato de Pepe, como luego su carta, son una pedrada caligráfica contra un servicio que funciona secularmente mal, con ministros o sin él, y uno -ay- ya no sabe apagar faroles a pedradas (aunque trate de fingirlo), como en la juventud lírica y gamberra. Esperaba yo la carta de Pepe en el periódico (él me la había anunciado) con la misma impaciencia que un artículo de Aranguren, pues si Aranguren aún tira piedras conceptuales contra las farolas del mundo retrocamp que nos rodea, la pedrada del motorista es más infrecuente, más silvana e, inevitablemente, más directa. La gente hace colas de doce horas para sacarse un diente o «para mirarse el hígado». La gente tiene que ir de un pueblo a otro y no olvidarse del volante, sobre todo el volante, que yo he estado con parturientas y amigos de cabeza abierta en La Paz y otros sitios, y mientras el paciente era un desmayo de divanes, la enfermera, con impecable escepticismo científico, nos pedía el volante.
La formidable y espantosa máquina de Insalud, antes el Seguro, no sirve de nada, con ministro o sin él, ante el diente de leche, movedizo y trasto, de una niña delgada. Pepe diría que no sirven ni para sacar un diente. A Insalud, como a casi todo, le sobra burocracia y le falta eficacia. El volante es letra muerta y la carta de Pepe es letra viva y en llamas.
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