La guerra provoca un rebrote nacionalista en Irán
Musulmanes contra regímenes ateos. Arabes contra persas. Estas son las dos definiciones enfrentadas que Teherán y Bagdad, respectivamente, dan de la guerra que ha puesto en llamas su frontera. Detrás de estos dos eslóganes simplistas se esconde una realidad mucho más intrincada, aunque ambos, resumen bien las convicciones extendidas entre los combatientes de uno y otro bando. Los dos lemas sirven a los regímenes de los dos Estados para dar fundamento ideológico a una guerra cuajada de contradicciones.
En Teherán se asegura que mediante esta perra Irak intenta impedir una posible revolución chiíta dentro de su territorio, poblado en un 30% por correligionarlos de los chiítas iraníes. Sin embargo, esta hipótesis no resulta plenamente razonable. El régimen de Bagdad ha utilizado con relativo éxito poderosos medios para acallar su oposición interna y no necesita entablar una guerra con Irán para conseguir aquel objetivo. Más plausible parece el supuesto según el cual Irak pretendiera debilitar a su poderoso vecino para encabezar a los países del Tercer Mundo.Pero este hipotético objetivo iraquí, aparentemente, ha tropezado en Irán con un efecto contrario al deseado. El panislamismo de los chiítas iraníes estaba hasta ahora formulado de un modo muy difuso, y la distancia entre el factor nacional y el factor religioso, lo persa y lo islámico, crecía a grandes pasos dentro del Irán posrevolucionario.
Sin embargo, la guerra ha provocado en Irán una fusión de los factores nacionales y los factores religiosos, deslavazados y muy difusos durante la etapa anterior. La guerra parece haber brindado al régimen iraní la oportunidad de una especie de afirmación nacional del chiismo iraní que le permite trazar una frontera interior de identidades y una frontera exterior de enemistades o futuros objetivos de la revolución islámica.
El fracaso iraquí
En otras palabras: si Irak trataba con esta guerra de abrir un frente interior en Irán, separando y excitando la contradicción entre lo persa por una parte y lo islámico por otra, ha fracasado. La guerra, desde una perspectiva ideológica, ha amalgamado a los iraníes, en vez de dividirlos, ante una agresión que todos consideran procedente de Irak. Por ello, el imán Jomeini calificó recientemente esta guerra como una «bendición disfrazada».
La guerra ha permitido al islamismo chiíta iraní definir una ortodoxia, la suya, y colocar en la heterodoxia a sus rivales. En el combate, no definitivo, de las ideas que suelen estar detrás de toda guerra, las fronteras han quedado más nítidamente trazadas. Lo persa, lo iraní y lo Islámico parece haberse fundido en un todo en Irán, ante la agresión exterior.
Desde el bando contrario, la historia parece jugar en contra de Irán por la política hegemónica que el difunto sha quiso realizar, y realizó en toda el área de Asia media. Su intervención en Omán, su imposición de condiciones a Irak, su constante marcaje a Arabia Saudí y sus estrechos vínculos con Estados Unidos, Israel y Suráfrica, al igual que su política intervencionista ante cualquier situación que pudiera arrebatarle el liderazgo diferido concedido entonces por Washington, con la pasividad de Moscú, dejaron en este área un sentimiento de frustración palpable aún hoy, pese a la desaparición del sha. Algunos regímenes árabes ven con recelo todo lo que Irán hace o deshace, y ahí se encuentra el fundamento del eslogan iraquí, que presenta esta guerra como un asunto entre árabes y persas.
Parece como si Irak hubiera visto ahora la posibilidad de resarcirse y lograr un desquite histórico a través de esta guerra, que en un principio parecía una «guerra relámpago», pero que ha pasado del trueno a la tormenta, y de la tormenta, al temporal, en poco más de dos semanas de combates.
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