Zapatero, a tus... "zapatiestas"
Una vez más, la Iglesia española, con el oportunismo que siempre la caracterizó, ha lanzado su vade retro más acerbo al divorcio ante el hecho del comienzo de las discusiones parlamentarias.Esta vez, el cardenal primado, haciendo uso de su poder eclesial, anuncia en su última tarta pastoral males sin cuento y advierte a los legisladores sobre la «responsabilidad» en que pueden incurrir si se deciden a votar en favor del divorcio en España, amenazándoles con la condena eterna.
En tono autoritario y dogmático, el prelado afirma: «El Estado no puede introducir el divorcio en la legislación civil, puesto que ha de legislar atendiendo al bien común, y el divorcio es siempre el mal mayor». Y en otro párrafo de su carta pastoral anuncia «catástrofes incalculables de las que habría que hacer responsables, en el grado que les corresponda, a los que abrieron el primer portillo».
Las palabras de su eminencia hablan por sí solas. Pero quizá hasta podrían ser dignas de respeto, si obedecieran a una coherencia general en la actitud de nuestra jerarquía eclesiástica.
Mas esto no es así, sino que la Conferencia Episcopal española se nos presenta como el consabido «sepulcro blanqueado» del Evangelio; ahora explicaremos cuál es la cal con la que esta vez se pretende blanquear los verdaderos intereses de la Iglesia.
¿Cómo puede hacerse una condena tan acérrima al divorcio, cuando la jurisdicción eclesiástica -única competente hasta la Constitución de 1978 para resolver las crisis matrimoniales- fue la primera que abrió «el portillo del divorcio canónico al conceder, tanto en los tribunales españoles como a través de los extranjeros, nulidades matrimoniales que eran auténticos divorcios canonizados, cuando no fraudes y falsificaciones, como es el caso reciente de las nulidades de Zaire?
¿Conoce acaso su eminencia el decreto de la signatura apostólica por el cual se revocan todas las ejecuciones de las sentencias de nulidad presentadas como procedentes de los inexistentes tribunales de Sakania-Kipushi y Lubumbasi, de la República de Zaire? ¿Cómo se explica monseñor que el arzobispado de Madrid-Alcalá haya ordenado la ejecución de unas sentencias cuyas causas nunca se vieron ante tribunal alguno? ¿Quién va a responder ahora de los daños causados a tantas mujeres españolas que se han encontrado solteras en un abrir y cerrar de ojos sin haber comparecido, al que no fueron citadas ni tuvieron nunca noticia de que se estaba anulando su matrimonio? ¿Quién va a resolver el problema de los hijos nacidos en las «segundas nupcias» contraídas tras la falsa anulación?
Mas no terminan aquí las obligadas preguntas: ¿cómo se explica que en la diócesis de la capital de España se haya suspendido por decretos-ucase a los abogados que luchan contra estas corrupciones o las denuncian, y que, por el contrario, se mantengan en el ejercicio de la defensa a los letrados involucrados en el negocio de las falsas nulidades? ¿Se puede predicar con tanto énfasis el bien común, cuando se están admitiendo demandas de nulidad, unas tras otra, por lo menos en los tribunales de Madrid, basadas exclusivamente en el informe de psiquiatras que no han visto ni conocen a las personas por ellos presuntamente peritadas y diagnosticadas de «incapacidad para prestar consentimiento válido en base al desarrollo paranoide de su personalidad?
A todas estas preguntas y quizá a algunas más. tendrá que contestarnos la jerarquía española al responder a la acción popular que pensamos ejercitar las mujeres contra el fraude de las nulidades de Zaire.
Hay, sin embargo, otro aspecto al que no podemos dejar de referirnos, y es el punto en que el cardenal se refiere a la imposibilidad del Estado para introducir el divorcio en la legislación. civil...,Vea monseñor González el artículo 32.2 de la Constitución, que dice: «La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos». ¿Qué dudas se le ofrecen al señor primado sobre la asignación civil de esa ley de que habla la Constitución, y dónde está entonces la imposibilidad a que el prelado se refiere? ¿Desconoce monseñor que una Constitución aprobada por la mayoría de los españoles obliga a su acatamiento por igual, a todos, seglares y eclesiásticos, jerarquía y pueblo fiel?
El respeto a la democracia consiste en acatar las leyes
¿Es necesario que le recordemos, señor cardenal, que el respeto a la democracia consiste en acatar las leyes que la regulan?
Con todo respeto para la persona del cardenal, no tenemos más remedio que instarle a que elija entre una de estas dos soluciones frente a la incertidumbre que se desprende de las palabras de su pastoral: o su redacción se elaboró marginando por completo toda preocupación por la legislación española en vigor o, por el contrario, sin la suficiente información de la misma. Como no cabe suponer lo segundo en quien lanza a la pública información una carta pastoral, habrá que concluir que se está colocando a la Iglesia española en la más flagrante ¡legalidad constitucional.
Y, hablando de fariseísmos: el divorcio es un derecho a ejercer libremente por todo ciudadano que necesite de él. Y la auténtica obligación de los legisladores -elegidos por el pueblo y deudores del pueblo- es la de elaborar una ley de divorcio que sea justa para todos.
Un divorcio que respete el acuerdo de los cónyuges, donde lo haya ya que no hay razón para negarles la libertad de cancelar lo que con libertad se les permitió concertar.
Un divorcio ágil y económico al que tengan acceso todas las personas que lo necesiten, evitando así los largos períodos del litigio, con la secuela de los conflictos afectivos y el deterioro de la relación familiar y sin culpa para nadie.
Un divorcio que tome en cuenta la realidad social de la mujer, que garantice sus derechos y su seguridad económica, que le permita una vida digna.
Un divorcio, en fin, que, al pensar en los hijos, les proteja y les asegure tanto su bienestar económico como su formación humana y el indispensable trato afectivo con uno y otro de sus progenitores.
Para que el divorcio pueda reunir estas condiciones es de toda necesidad que los jueces civiles se constituyan, en número suficiente, con los equipos de asesoramiento pertinentes -psicólogos, asistentes sociales, etcétera-, que den aljuez elementos de juicio para dictar sentencias justas.
Por último, en un Estado laico, como el nuestro, solamente corresponde a las instituciones públicas decidir -como representantes de los intereses del pueblo- las leyes que garanticen esos intereses.
Pretender, como lo intenta el prelado, coaccionar la libertad de los legisladores en el desempeño de su función, apelando a su conciencia, es cuando menos una confusión oportunista para entrometerse de modo inadmisible; lo que nos hace pensar que la Iglesia, acostumbrada desde siempre al privilegio gratuitamente concedido, no está dispuesta a renunciarlos de verdad, púrque, según dice el habla popular, «nadie cede un privilegio si no se le arranca». Y este es uno de los objetivos que nos proponemos las feministas españolas, en colaboración con todas las fuerzas progresistas interesadas en profundizar y desarrollar la democracia.
Un último consejo -permítasenos darlo a quien tantos nos da-, dicho sencillamente al estilo de nuestro pueblo, con el siguiente refrán: «Zapatero, a tus zapatos».
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