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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Cristina Alberdi

Entre la pérdida de pecheros democristianos en el nuevo Gobierno (injuria a la que hay que responder) y el síndrome polaco que hace la guerra sindical con misas radiadas, la Iglesia española parece que ha decidido una ofensiva de otoño contra su grey. El otro día hablé aquí del caso de la JOC, agrupación de juventudes obreras católicas que se encampanan frente a la jerarquía eclesiástica y vienen a ser algo así corno la pequeña Polonia del catolicismo español. Seguidamente, una autoridad eclesial que entiende en el tema declara a la abogada Cristina Alberdi inhabilitada para actuar ante tribunales eclesiásticos por haber dicho algo sobre/contra el matrimonio tradicional /convencional en Interviu. La militancia de la Iglesia llega, por supuesto, más allá que la de los militares, que son una institución mucho más antigua y, por tanto, más sobria y sensata. No creo que ningún tribunal militar desautorizase a un abogado civil por decir en una entrevista que a él le cae gordo Napoleón, un suponer (y aparte de que Napoleón estaba realmente gordo). Bueno, pues nuestra Iglesia ha llegado a tanto.Finalmente, ante el síndrome radio, o sea, vista la eficacia de la radio para la propagación de la fe y de la misa frente a la dictadura polaca y el imperialismo soviético don Marcelo González, cardenai primado de las Españas, se escapa de uno de mis libros, donde tenía que estar predicando, y nos radia una homilía, pastoral o cosa en la que dice, de una parte, que no se puede imponer el divorcio al pueblo español sin, consultarle (Pacordóñez no va a imponer nada), y de otra parte, dice que no hay que consultar al pueblo (referendo) porque esas cosas tan íntimas y delicadas no se consultan públicamente. (Menos mal que Tarancón le desdice en Roma.)

Ultimamente, los obispos españoles es que van como Fragas. A Cristina Alberdi, cuyo prestigio laboral/feminista me había llegado por entre el bosque animado y madrileño, la conocí personalmente en un programa de televisión de lñigo, un domingo, hace dos o tres años. El tema era el piropo (un tema muy Iñido y muy dominical) y yo dije así:

-He dejado de decir piropos a las mujeres cuando ellas empezaron a decírmelos a mí.

Cristina, más educada en la sutileza jurídica que en la sutileza literaria, interpretó esto en crudo y me llamó hortera y machista y se puso muy nerviosa. Luego, en los pasillos, me pidió disculpas, como pasa siempre (los pasillos son muy comprensivos y atemperadores, muy disuasorios y fresquitos), y comprobé con más calma que Cristina tenía unos ojos claros, serenos, en cada uno de los cuales vive un Gutiérrez de Cetina haciendo madrigales. Ella se puso a pasear con mi querido y admirado José Luis de Vitalionga (feminista y todo, supo distinguir entre carroza y carroza, no hay color, claro), y hoy tengo por ella todo el respeto y la admiración que su condición y conducta merecen y acrecen. Virgen y mártir inversa del santoral laico, en el penúltimo amago inquisitorial de una Iglesia que en el tardofranquismo estaba pululante de suéters progres y guitarras engagés, y que hoy hace otra vez la guerra santa en varios frentes: enseñanza, divorcio, aborto, política. Cristina Alberdi, Cristina Almeida y otras Cristinas (y no sé si cristianas) oyen voces en el bosque del futuro, como Santa Juana, son alondras de la sociedad feminizada que viene, y mi admirada Alberdi habrá comprendido ya, en lectura al sesgo, lo que significaba mi frase televisiva (que aún me recuerdan todos los taxistas de Madrid, porque en televisión hay que ser lacónico y letal, para quedar, y no verborreico y radiofónico, como los profesionales con maquillaje político).

Cristina, amor, lo mío no era una jactancia, aunque la jactancia sea la expresión natural de los seres jactanciosos. Era un elogio metafórico de ese pasar a la ofensiva que caracteriza a la mujer española desde hace unos años. El matrimonio, el divorcio, el aborto, peripecias humanas tan genuinamente femeninas, no te pueden ser enajenadas a la mujer por un célibe ilustrísimo. O ilustrísima.

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