El divorcio
MAÑANA, MIÉRCOLES, comienza a discutirse en el Congreso de los Diputados el proyecto de ley de divorcio. Simultáneamente, una ofensiva tridentina y apabullante se cierne desde los púlpitos españoles contra dicho proyecto de ley, y el cardenal primado hace una severa admonición a los diputados que sean católicos sobre su deber de votar en conciencia y la inevitabilidad de que responderán de sus actos ante Dios. Desde el documento del episcopado español -ahora hace un año- sobre este mismo tema y los debates en torno a la escuela en el propio Congreso no se conocía en España una injerencia tan obvia y descarnada del poder eclesiástico en los asuntos del Estado.Parece superfluo a estas alturas insistir en la realidad social del matrimonio y la familia en nuestro país. Al amparo de la doctrina eclesial, los no creyentes o los no practicantes ven limitada su libertad y su felicidad por unas leyes restrictivas y represoras que dificultan las separaciones judiciales e impiden la disolución de contratos matrimoniales. Mientras tanto, a propia Iglesia, en procesos muchas veces costosos y no pocas de ellas vergonzantes, ha practicado y practica el reconocimiento de anulaciones matrimoniales que se llevan a cabo muchas veces sin las garantías debidas para la atención de la prole y que constituyen un auténtico divorcismo salvaje, reservado en este país exclusivamente para los católicos con información y alto poder adquisitivo. Por si fuera poco, y al amparo de la universalidad de la Iglesia, lo que resultaba difícil de arreglar en Madrid se arregla con mayor celeridad y discreción en Brooklyn o en Haití. Anulaciones otorgadas por tribunales eclesiásticos extranjeros, o de particular sentido de la liberalidad o de necesidades económicas perentorias para atender a su población creyente, sumida en la miseria o el hambre tercermundista, han sido convenientemente condonadas, con arreglo a la ley, por los tribunales civiles españoles sin más trámite que el de unas pólizas. Y mientras, más de medio millón de matrimonios españoles separados, sin la información o el dinero suficiente, o con la vergüenza o el respeto necesarios hacia la propia Iglesia, soportan aquí una situación de injusticia que se refleja no sólo en la inestabilidad afectiva y personal de los cónyuges, sino en numerosos problemas añadidos para la prole y en dificultades sin cuento, que abarcan desde la sangría económica e impositiva que el propio Estado no evita a estas familias hasta el aumento del número de visitas al psiquiatra. Para intentar arreglar todo esto, el Gobierno preparó un proyecto de ley de divorcio que, mejorando en parte la situación, mantiene dos graves injusticias. La primera es la de no reconocer el divorcio por mutuo consenso, de modo y manera que es preciso siempre la determinación de un culpable a la hora de sancionar una separación. Esta designación de culpabilidad no sólo conlleva las accesorias legales inherentes en lo que se refiere a la custodia de los hijos o a las pensiones económicas, sino que es el origen de una verdadera e inhumana batalla campal entre parejas que han llegado honesta y abiertamente a la imposibilidad de convivir y tratan de solventar civilizadamente su situación sin necesidad de agredirse cruel e inútilmente. El otro aspecto conflictivo es el arbitrio judicial no sólo sobre la atención de la prole o la ayuda al cónyuge más perjudicado, sino sobre el hecho mismo del divorcio, aunque éste sea solicitado por las dos partes. ¿Cómo es posible solicitar a los jueces que sean ellos quienes decidan cuándo o no deben divorciarse unos cónyuges de común acuerdo en hacerlo?
Si se subsanaran estas dos cuestiones en el proyecto de ley y se aceptaran -por ejemplo, reduciéndolos a la mitad- los plazos de separación de hecho y de derecho -cuatro años y dos años según el proyecto- para la obtención del divorcio podría decirse que el Congreso de los Diputados aprobaría una ley ni progresista ni reaccionaria: simplemente respetuosa con la sociedad civil sobre la que legisla, y de cuya voluntad popular el propio Congreso es emanación.
Por lo demás, nadie discute a la Iglesia, desde el Estado, sus convicciones o su ideología en torno al divorcio como en torno a otras cuestiones de la conciencia individual y social del cristiano. Pero no es la Iglesia ni el episcopado la llamada a legislar. El divorcio, obviamente, es un mal, pero su no existencia debilita y corrompe mucho más la institución familiar que su reconocimiento. Tan aberrante sería que el Estado dificultara o extorsionara a los católicos de este país de modo y manera que no pudieran vivir con arreglo a sus creencias como que la Iglesia, por voz de su primado, trate de extorsionar -hasta con el fuego del infierno- A los diputados del pueblo. Para buscar un símil burdo, pero quizá no innecesario, por desgracia, a estas alturas, sería un absurdo que el Estado impidiera ir a misa a los ciudadanos. Tan absurdo, claro, como que les obligara a hacerlo. Pues bien, sería estúpido e inadmisible que el Estado impidiera o dificultara la creación y el mantenimiento de los matrimonios católicos. Tan inadmisible y estúpido como que la Iglesia trate de dificultar e impedir la libertad de los ciudadanos no creyentes o no practicantes, cuyo carácter de minoría -no tan exigua como pudiera pensarse- no limita ni un ápice -antes bien, debe potenciar al máximo- sus derechos en la comunidad civil.
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