Josefina Carabias
La decana del periodismo femenino español se nos ha ido para siempre. Comenzó escribiendo en los años de la República con juvenil audacia y desenfado. Era la cronista por excelencia. Llevaba a sus columnas el relato vivo del episodio o del personaje con la fuerza narrativa de la observación directa, sin prejuicios deformantes y con un cierto desgarro que le ponía a salvo de cualquier pedantería.Había vivido muchos años fuera de España en deberes profesionales bien conocidos. Pero logró mantener y acentuar sus vínculos con la tierra originaria, llevándolos consigo durante su largo y fecundo exilio periodístico, que duró trece años. A su paisano Pedro de Alcántara, de quien dijo Teresa de Jesús que «era hombre enjuto que parecía hecho de raíces», se le asemejaba en lo adusto y en lo sobrio de su talante y de su idiosincrasia. En la plaza de Arenas de San Pedro hay una imagen del gran reformador de la orden seráfica que se halla a punto de emprender -con la cabeza ya en el cielo- el vuelo de su cuerpo en la levitación mística. Josefina, que era también, como Teresa de Avila, «fémina inquieta e andariega», se diferenciaba del santo, entre otras cosas, en que sus pies estaban siempre firmes en el suelo. Por eso su prosa, que rezumaba cultura universal, tenía la gracia de lo que brota del saber y de la cultura populares. En ese retablo de personajes con los que dialogaba todos los días en su columna venían tan pronto reflejados el sentir y el pensar de dos amas de casa de Washington platicando en un supermercado que el de un taxista irlandés o judío de Nueva York, o quizá el de dos viajantes franceses discutiendo de política en un bistrot parisiense, o la jerga actualizada de varios pacientes colistas en las calles del Madrid contemporáneo esperando al autobús. Llevaba el lenguaje de la calle al escenario de sus columnas para exponer en un breve apólogo la dialéctica trivial que cada hora llevaba consigo.
Josefina Carabias entró en los años treinta en el engranaje del periodismo, en el que perduró con lúcida actividad durante medio siglo. Azorín describe cómo trabajaba él en ese difícil arte desde muy joven. «En redactar el artículo en mi cuarto he puesto fervor. Y por la noche me encamino a la redacción. Mientras subo las escaleras, siento que se expande voluptuosamente toda mi personalidad. Al día siguiente, una partecilla de esa personalidad será comunicada con mi artículo a miles y miles de lectores. En todas las redacciones se deja algo y se saca algo». Como hay siempre que trabajar rápidamente sobre la marcha para llegar a tiempo se apartan los circunloquios impertinentes y se escribe de un modo rápido y directo. En las redacciones, en la colaboración diaria, en el cable transmitido con urgencia por telex, se aprende la lección de redactar la noticia en un lenguaje preciso, claro y coherente. El más difícil de lograr, porque consiste en lo que no se aparenta. Es un esfuerzo titánico el del columnista cotidiano. Solamente puede rendirlo con eficacia quien tiene el profesionalismo arraigado de las grandes vocaciones.
La mujer periodista confiere instintivamente una especial filosofía a lo que escribe. Julián Green decía que la mujer, con su manera de mirar a la vida, parece aplacar la turbulencia inquieta que los hombres comunican a sus actos. Disminuye con su talante las amenazas graves que nos agobian y conjura a veces el peligro, magnificando, en cambio, su interés por las cosas menudas y aparentemente vanas. Es esa la sabiduría del sexo femenino: su escepticismo radical ante las grandes polémicas sonoras de los hombres. Su anecdotario trivial está hecho para burlarse del machismo trascendente que quiere imponer su ritmo dramático a la existencia. La mujer y el hombre emplean con frecuencia las mismas palabras para designar cosas diferentes. Esa es la razón profunda de sus malentendidos. Josefina Carabias ponía con su pluma, al día siguiente del gran acontecimiento nacional o mundial estrepitoso, el contrapunto femenino irónico y a veces costumbrista corrigiendo la ridícula soberbia de lo sucedido y devolviéndolo al plano humilde de la realidad doméstica.
Señales distintivas de su carácter eran la sencillez y la bondad. Después de vivir tantos años en tierras lejanas y de conocer cientos de personajes sus hábitos se mantenían autóctonos y lugareños. Ello representaba uno de sus mayores encantos. Parecía, en ocasiones, oyéndola, una persona recién llegada de su pueblo a Madrid con una inmensa carga de ingenuidad socarrona y de sentido común por encima de cualquier sofisticación. Hasta en el gusto de sus platos preferidos se le notaba esa sólida inclinación hacia la cocina de su tierra, que es signo de independencia altanera de juicio al margen de las modas y del esnobismo culinario al USO.
Era, como escribió el poeta, en el buen sentido de la palabra, buena. La bondad de un ser es difícil de definir. Tenía su raíz en el respeto al prójimo y en la amistad generosa. La fidelidad a sus lealtades personales se sostenía al margen de toda contingencia. Se la encontraba siempre dispuesta a ofrecer el galardón de la confianza abnegada. La bondad suele ser, en ocasiones, una suprema forma de la inteligencia.
Se ha dicho que detrás de cualquier hombre importante suele haber una mujer que lo explica casi todo. Pero ¿qué decir de la mujer que tiene una actividad y una presencia notables en la vida nacional? ¿No habrá que buscar, a la recíproca, al hombre que ha hecho posible la obra bien hecha o el éxito profesional? Pienso que en ella estaba claro el influjo bienhechor de Pepe Rico Godoy, con su inmensa y silenciosa cultura, su penetrante juicio crítico, su acopio masivo de lecturas nacionales y extranjeras, en su perenne y discreto apoyo a su trabajo.
Josefina Carabias pasará a la historia del periodismo español como adelantada de un nuevo capítulo que marca la entrada definitiva de la mujer con su talento específico en el ancho y decisivo campo de la Prensa cotidiana.
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