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Tribuna:España, entre el desierto y la esperanza / 2
Tribuna
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El nacionalismo contra la nación

Había pensado titular estas reflexiones, parafraseando el curioso título del pensador francés, «Discurso sobre lo poco de España». Lo que pretendía, dicho más descarnadamente, era plantear la cuestión ¿existe todavía España? La pregunta puede parecer paradójica o estrafalaria; yo la hago con toda seriedad y sin ningún prurito de provocación. Simplemente, porque pienso que, aunque es cierto que España existe, no lo es menos que existe poco.Hace ya casi sesenta años que Ortega y Gasset, en un libro muy discutido y discutible, diagnosticaba el mal profundo que padecía España como «particularismo» y « desintegración ». A su juicio, catalanismo y «bizcaitarrismo», como entonces se decía, no eran «otra cosa que la manifestación más acusada del estado de descomposición en que ha caído nuestro pueblo; en ello se prolonga el gesto de dispersión que hace tres siglos fue iniciado». Por lo menos no habrá que negarle a España invertebrada una notable virtud profética. Porque ¿qué no habría escrito don José de haber podido contemplar el panorama actual de nuestro país, en que vemos una enfebrecida, virulenta erupción de nacionalismos, regionalismos y particularismos de todos los colores y para todos los gustos y en que la idea, y aun la palabra, de «nación española», de «España», han huido por escotillón, como avergonzadas de representar algo poco recomendable? Creo que la conclusión de nuestro filósofo habría sido fulminante: España ha muerto. Y yo convendría con Ortega en que, efectivamente, España ha muerto o está moribunda (existe poco, he dicho). Pero en seguida añadiría, por mi cuenta, que seguramente es esta la gran ocasión de que España, como conciencia nacional, empiece realmente a existir. Pero hablemos primero de muerte.

España ha muerto. ¿Quién la ha matado? Aquí la respuesta me parece no menos fulminante: el nacionalismo español. No puedo ni siquiera esbozar ahora una exploración histórica de este homicidio de la nación por el nacionalismo; pero, no se olvide, la cosa viene de lejos, de muy lejos. Me limitaré a nuestro antecedente histórico más inmediato, aquel con cuyas consecuencias aún convivimos: la desertización de la conciencia española bajo el franquismo.

El hecho es este: la más grande, la más permanente víctima de ese sistema de genocidio espiritual es la nación española misma. No es ninguna paradoja, aunque resulte tristemente divertido, afirmar que el general Franco ha sido la mismísima anti-España que él se jactaba de haber vencido. La realidad está ahí para mostrarlo. Tras cuarenta años de desaforada afirmación nacionalista, de españolismo fanáticamente represor de todo particularismo y de toda autonomía, tachados de separatismos, ¿qué vemos? La gran mayoría de los habitantes de nuestro país se siente, ante todo, catalanes, o vascos, o andaluces, o gallegos, o aragoneses, o castellanos, o valencianos, hasta riojanos o murcianos, pero nada o sólo muy subsidiariamente españoles. (Estoy hablando, obviamente, de sentimientos y de conciencia, no de pasaportes). Y eso es así con la fatalidad y la evidencia de un fenómeno natural, con el que se cuenta o no, pero que no cabe negar. Si un andaluz o un catalán o un vasco se siente poco español, su voluntad ni entra ni sale en ello: se ha encontrado con el hecho impepinable de que la conciencia nacional española está muy debilitada, moribunda.

La explicación me parece meridiana: en el desierto del franquismo y en el erial que ahora atravesamos, los españoles se han adherido, por instinto de supervivencia, a aquellos que sienten como más verdadero y auténtico, como más próximo a su realidad vital: Cataluña para el catalán, Andalucía para el andaluz, Vasconia para el vasco, hasta Castilla (la supuesta creadora de la nacionalidad española, según don José Ortega) para. los castellanos... ¿Cómo reprocharles que les deje fríos ese gigantón de cartón-piedra, por no decir esa vieja goyesca, en que el retórico nacionalismo españolista ha terminado por convertir a España a los ojos de la mayoría de sus habitantes? Si, como dice muy bien Ortega, «la convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el. montón de piedras al borde del camino», me parece evidente que la actividad y el dinamismo están hoy mucho más del lado de las comunidades nacionales, regionales o corno se las quiera llamar, intraespañolas, que del de la gran comunidad nacional hispana.

Este es un hecho mondo y lirondo, y no hay quien se lo salte, ni con garrocha. Inútil venirnos a los españoles con exhortaciones y jaculatorias literario-historicistas, con recordatorios de la comunidad de lengua, de cultura y de historia, del pasado común y los lazos que nos unen... En una familia mal avenida los cónyuges coexisten, no conviven, y no hay peor cosa que recordar al cónyuge desamorado los años transcurridos juntos y los votos de afecto pronunciados en el momento del connubio. La falsa coyunda de la nacionalidad española, tal como nos la ha predicado e impuesto el nacionalismo centralista, se ha desvanecido en el aire, en el puro vacío de su mentira opresora, y cada comunidad española tira por su lado, dispuesta a arreglar ante todo su propia casa y a... ver venir el futuro. Cada una reivindica la autenticidad de su libertad, de sus «señas de identidad», y se desentiende del inauténtico y polvoriento gigantón. Si, como afirmaba Renan, la nación es un plebiscito cotidiano, me parece manifiesto que España-nación lo está perdiendo día a día, en beneficio de las comunidades de menor radio, pero de mayor intensidad vital que la integran.

Y, sin embargo... Sin embargo, amigo. lector, usted y yo sabemos que tras la moribunda ficción del opresor nacionalismo centralista vive una realidad objetiva en que se asienta la sociedad civil que forman todos los españoles, y que de esa realidad puede y debe surgir una vigorosa conciencia comunitaria capaz de asentar una sólida democracia y de dar frutos de excelencia. Por lo pronto, es aleccionador observar que, si la gran mayoría de los españoles carecen, estrictamente hablando, de una conciencia nacional española, la inmensa mayoría rechazan toda idea de separación (y ello pese a lo que los estampidos del demente terrorismo euskaldún pudiera hacer creer: pero ya ha demostrado en este mismo periódico Rafael Sánchez Ferlosio que el terrorista pretende prestar con la violencia una realidad de que carece a la inanidad de su proyecto absurdo). La verdad es que, pese a la muy profunda escisión de la conciencia nacional, hay actualmente en España muy pocos separatistas, hablando en términos políticos. Y ello encierra una contradicción que pone de relieve el alto grado de inconsciencia y de desorientación en que discurre nuestra vida colectiva. Porque, aunque los españoles se desentienden en su mayor parte de la realidad nacional global, sí parecen en cambio dispuestos a convivir -a coexistir, más exactamente- en lo que «los nacionalistas histéricos de (las) naciones periféricas designan con la monstruosa abstracción jurídica de Estado español», como escribía aquí hace unos días con templado coraje un catalán nada sospechoso de simpatías hispanocentralistas: Carlos Barral (a quien, dicho sea de paso, quiero corregir un detalle: no son sólo los «nacionalistas periféricos» los que hablan sin empacho y a troche y moche de «Estado español»; los ignorantes y los irresponsables pululan por doquier: basta con escuchar lo que se dice en el Parlamento «del Estado»).

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Pero, ¿cuál es esa realidad comunitaria expectante, esa conciencia nacional posible que podría vivificar el por hoy inerte corpachón de la nación española?

El primer artículo de esta serie se publicó en EL PAÍS de ayer, en la página 9.

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