Los aliados del diablo
Reconozco que me tira escribir teatro por la sola razón de la expresión, como me tiró hacer periodismo para expresar opiniones al hilo de lo que pasaba. Mis últimas salidas al teatro fueron con las versiones libres -tan libres que fueron mitad a mitad- de La muerte de Dantón, de Buckner, y el Galileo, de Brecht. Estas vacaciones de verano realicé una tentación que tuve en los comienzos de la primavera, y que era llevar al teatro La dama de las patillas, en un monólogo, no solamente porque fuera una amante del rey Amadeo de Saboya, sino porque todo lo que acontecía, y tenía que contar, era un proceso constituyente, precisamente en la década setenta-ochenta del siglo pasado, exactamente hace cien años en esta década de nuestro actual proceso constituyente. Mi lectura frecuente de ese siglo apasionante hacía el oficio de instigarme, malévolamente, en la intención de los parecidos. Así es que me puse bajo del brazo a Galdós, al conde de Romanones, a Josefina Carabias, a Estévanez, a Ricardo de la Cierva, a Montero Ríos y a mi propio archivo personal de esa década, y me puse a leer más minuciosamente y a escribir esa década. Así es que he estado viviendo dos destronamientos, la liquidación de la I República y la I Restauración. He analizado el esfuerzo inútil y admirable del rey más constitucional que ha tenido este país, y que fue Amadeo de Saboya, con un bipartidismo comido de ambiciones pequeñas y carente de imaginación creadora que fatigó al rey, hasta el punto de abandonar voluntariamente el trono, y que nos llevó a una fórmula más radical de la democracia -la República-, con la aparición de las autonomías, que fue aquel federalismo utópico de Pi y Margall que puso a toda España en combustión y que acabaría con aquella famosa invitación del general Pavía para que abandonaran el Parlamento los señores diputados y se invitara a una «operación puente» que llevaría a la restauración de Alfonso XII, a un bipartidismo más serio y a una democracia más gobernada, más armada, que duraría hasta 1923. No entro en el juicio de esta primera Restauración en sus políticos. A mí no me gusta. Pero lo que resulta evidente es que se fraguó una democracia donde los conspiradores, los demagogos, los federalistas improvisados sin una idea del Estado, los agitadores, tuvieron menos que hacer. La gran trifulca histórica que empezaría después de la guerra de independencia quedaba contenida, y solamente eran imprevisibles los ácratas.El parentesco me resultaba estremecedor cuando lo acercaba en las palabras, y en los comportamientos, a la época actual. Tras la muerte del almirante Luis Carrero, con la ancianidad de Franco al fondo, comenzaba otro pro ceso constituyente en nuestro país. Ibamos abiertamente a la apertura de aquel régimen de restricciones políticas, cuya única salida no era otra que la democracia. Esta homologaría dos cosas: al país con Europa y con las democracias de Occidente, y a la Corona con la institución monárquica europea. Carlos Arias Navarro, el primer presidente de la transición, fue tímido en sus modos políticos. El Rey necesitaba ir más deprisa y más lejos. La ley de reformapolítica de aquel otoño de 1976 abría las puertas a la democracia en 1977. Pero entonces empezó, exactamente igual que en los comienzos de aquella década del siglo XIX, el sucio trapicheo político, la escalada de las ambiciones personales, el apresuramiento de las nuevas casacas, la pasión de distribuirse el botín, la elección de personajes de tercera -como decía el célebre activista republicano Estévanez- en virtud de esa cínica o realista aseveración de que el país era de tercera, y de negociar hasta la respiración, en lugar de una reflexión para armar una situación diferente. Un Rey de probada afición constitucional, como el actual, ha tenido que ver estos años a los políticos de la transición exactamente de la misma manera como los veía Amadeo de Saboya: con paciencia y con asco. Aunque se marchó Amadeo, tal vez porque era una familia reinante improvisada en nuestro país por el general Prim, mientras que el Rey actual pertenece a una dinastía de varios siglos. Y su deber es aguantar.
Cuando apareció la I República, que era una democracia con más grados que la anterior, estalló el federalismo, eso que constituye ahora mismo nuestro primer problema. El honesto e imaginativo Pi y Margall había ideado sobre el papel hasta quince Gobiernos peninsulares con sus quince Parlamentos. Pero le salió inmediatamente el célebre Tonete de Cartagena, el Gobierno de Béjar, y hasta el autonomismo gallego incluido en el imperio británico. Entonces también lo vasco, lo catalán y lo andaluz estaban en carne viva. Un catalán, Figueras, salió corriendo desde la presidencia de la República a Francia asustado de esto. Emilio Castelar diría aquellas célebres palabras: «He trabajado veinte años para traer la República; pero si la República es todo cuanto estamos viendo, que Dios me perdone y la historia me olvideni.
Rojas Marcos acaba de decir que está dispuesto a pactar con el diablo por la autonomía plena de Andalucía. Suárez viene pactando con el diablo desde 1977 para su supervivencia. Todos están aquí pactando con el diablo para sus pretensiones. Por la propia semántica del término, y fuera de toda consideración religiosa, el dl'iablo es siempre un ser nada deseable. Pero como todos los que van a pactar son diferentes, y hasta antagónicos, resulta que todos vienen a ser diablos para los demás. Pues así estamos. Este relato histórico ya va teniendo un título: «Los aliados del diablo».
Cien años después de aquel proceso constituyente nos era exigible, cuando menos, saber el federalismo que podríamos servirnos de acuerdo con la experiencia histórica, las circunstancias económico-sociales y culturales presentes y el mundo de nuestro alrededor. La indigencia intelectual de nuestros políticos en estos asuntos es grandiosa, y por eso lo que hacen es ir a rerriolque de los acontecimientos con la grave filosofía de ir tirando. Madrid, como denominación geográfica y política del Estado, aparece cercado por esos nuevos Tonetes cartageneros -aunque sin su poder y sus excesos- llamados Garaikoetxea, Pujol o Rojas Marcos (porque lo de Galicia todavía es una abstracción y lo del País Valenciano es una falla). Pero, en cierto sentido, los que cercan Madrid, y cualesquiera que fu eran sus pretensiones, hacen una demanda razonable piara que Madrid conteste de una vez cómo es el Estado con todos ellos dentro. Pero Madrid no contestará. En la primavera pasada tuvo lugar una moción de censura al Gobierno, que es un hecho natural en unadernocracia corriente, y que aquí se estimó como unfasto, porque carecemos de aclimatación democrática. En tonces el Gobierno se quedó solitario en el Parlamento, con sus votos rampantes de una minoría mayoritaria. El presidente vio entonces muy cerca el aviso. Su preocupación no fue otra que al canzar por todos los medios los votos necesarios para sobrevivir. Otra vez se me aparece el siglo XIX en la cabeza, a través de la «pequeña política». Lo importante para aquellos políticos del XIX y para éstos de ahora era so brevivir, independientemente de lo que pase en la nación. La única tabla de salvación del presidente Suárez de mayo en adelante no era otra que la de embarcar con él a sus sitiadores. Todos en la misma balsa. Pero ¿dónde va a ir con ellos, si no sabe todavía a estas alturas cómo es el Estado? Los que se embarquen será para pedir, y Suárez no puede hacer otra cosa que dar, porque es la única manera de caminar juntos. Pero ¿qué se pide y qué seotorga? Este no es un camino serio para asegurar el sistema político y afrontar después los otros problemas graves. Cuando lo que se tiene delante, prioritariamente, es fabricar el Estado y hacer el desarrollo constitucional, lo juicioso no es otra cosa que proseguir el tiempo constituyente, porque este proceso no ha terminado con la promulgación de la Constitución. Un proceso constituyente exige una avenencia par lamentaria básica, y el partido en el poder no puede sobrevivir haciendo crónico el pasteleo político, porque esto se acaba un día, y los socialistas -que son la segunda fuerza del país- son razonablemente radicales y obstinados. La situación demanda con urgencia un árbitro. Hemos tenido ciertamente
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mala suerte en este período de transición hacia un restauracionismo democrático; era un primer rodaje a alto nivel de la función pública de muchos políticos del centro y de la izquierda; era un afán angustioso de supervivencia, con todos los ridículos y oportunistas maquillajes necesarios, de otros políticos sin relieve que venían de atrás. Era el precio político que había que pagar de un largo destierro de organizaciones políticas, que habían promovido en ese transcurso vocaciones jóvenes en la prédica e inexpertas en el servicio del Estado, y las más maduras estaban desambientadas de un país del que habían faltado cerca de medio siglo. Los fervorines de la oposición nunca fabrican nada, como no lo fabricaron los entusiastas e iracundos ciudadanos de la Revolución Francesa. El Caso es que la distonía entre libertad y bienestar, cosa que no se produce en las democracias estables, aquí ha vuelto a repetirse, y la democracia ha venido acompañada de crisis económica -no solamente la no imputable exterior-, de paro, de violencia, de pies fríos y de cabeza caliente. Igual que en el pasado. Este cuadro no inhabilita el sistema político democrático, porque no hay otro mejor en las postrimerías de este siglo; pero procede este reconocimiento de lo que nos sucede a los españoles, aunque no sea más que con la ilusión de la enmienda, ya que el propósito no se ve.
Cien años después de aquellas turbulencias del siglo XIX estamos haciendo en muchos asuntos puro espiritismo histórico. No nos queremos enterar que la democracia no funciona si no es «gobernada» como reclamaba Madariaga; que su eje capital es el bipartidismo -aunque existan otras fuerzas minoritarias-, pero este bipartidismo no debe ser montaraz ni pastelero, sino justificado en programas concretos y transparentes; que el federalismo necesita la convergencia política global -a falta de concentración política, como en Alemania y Estados Unidos-, porque, de lo contrario, es independentismo; que el modelo económico debe ser uno y no varios, para que las alternativas de poder no se propongan transformar la sociedad cada cuatro años, y que los partidos ni deben ser burocracias dictatoriales ni deben tener personajes vitalicios o Mesías a su frente. Finalmente, la democracia se hace desde abajo, y no se fabrica en los burós o en los comedores reservados e indecentes de los pactos para la supervivencia política.
Mira por dónde el autor dramático que buscaba a La dama de las patillas se metió donde debía, que era en la expresión de un tiempo y de sus personajes. Tampoco esto es extraño que lo haga un escritor político. Echegaray estrenó una comedia siendo ministro, y Abelardo López de Ayala, presidente canovista del Congreso y haciendo en aquel tiempo de brillante Landelino Lavilla, estrenó su célebre drama Consuelo. Al final, el teatro y la política tienen bastante parentesco.
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