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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Crisis económica, sistema educativo y ciencias sociales

La crisis económica estructural se ha instalado en la vida cotidiana de las sociedades occidentales. La superación de dicha crisis debiera ser la tarea prioritaria de las políticas y de las voluntades, so pena de que los procesos de desintegración social que suscita degeneren en barbarie y, tal vez, en guerra. Ahora bien, el salir de la crisis exige un diagnóstico claro sobre sus causas y unos métodos económica y políticamente adecuados para atacar la raíz del mal. Desde hace unos años han florecido las interpretaciones sobre el origen de la crisis, una vez demostrado que las alzas en el precio del petróleo no eran sino un factor acelerador de la inflación y precipitante de la caída de la tasa de inversión. Obviamente, hay recetas para todos los gustos, pero la mayoría de las observaciones convergen hacia un fenómeno clave: el descenso tendencial de la productividad, entendido no según la ideología interesada en los medios patronales, sino en su sentido técnico, a saber: que se tiende hacia la necesidad de un valor creciente de unidades de capital, de trabajo y de medios de producción, por cada unidad del producto, sobre todo debido al escaso rendimiento de una parte sustancial del sector servicios. Nos permitimos remitir al lector interesado a nuestros análisis publicados sobre el tema para verificar tal afirmación (1), de modo a tomarla simplemente como punto de partida de un razonamiento que intenta relacionar las políticas anticrisis con la reforma del sistema educativo.Económicamente, dentro de las coordenadas actuales de nuestro sistema social, sólo hay dos formas de conseguir un incremento sustancial de la productividad: 1) La sobreexplotación del trabajo, obteniendo más producción de un trabajador al que se le paga menos en salario y en servicios sociales. 2) El incremento de la productividad del sistema en su conjunto, manteniendo e incluso mejorando las condiciones de vida del trabajador, mediante una mayor capacidad de producción del proceso de trabajo, en base a su reorganización social y al aumento de sus componentes técnicos y científicos. En realidad, sólo la segunda solución es políticamente viable, teniendo en cuenta el nivel de organización y la influencia política del movimiento sindical en los países industrializados. Véase, por ejemplo, el vendaval social que asola la isla de la señora Thatcher, con un Partido Laborista que acaba de aprobar un proyecto de programa más avanzado que el de muchos partidos comunistas europeos. Desmontara golpe de parados la delicada trama de relaciones industriales sobre la que reposan las sociedades occidentales (incluida España) es el camino más corto hacia el suicidio como colectividad de convivencia. Por ello asumimos aquí la hipótesis optimista, la de un incremento drástico de la productividad económica del sistema social.

Dificultad técnica

La gran dificultad de esta perspectiva, aun superados los obstáculos políticos, es técnica. En general, suele asociarse el incremento de la productividad por esta vía con la utilización en las empresas de una tecnología avanzada. No es evidente. Porque la automoción de las fábricas, sin otro cambio, no hace sino aumentar el paro, reducir el mercado interno y, todo lo más, espolear la ganancia de algunas multinacionales. El verdadero problema de la baja productividad reside en la necesaria reorganización del proceso de trabajo, en un tratamiento adecuado de la información (no sólo introduciendo ordenadores, sino sabiendo qué hacer con ellos), en la dinamización y racionalización de los servicios, en la desburocratización y descentralización de un sector público más eficaz. En una palabra: la forma de gestionar el capital, el trabajo y los recursos es más importante que su cuantía. Por ejemplo: conservar la energía es tan decisivo como encontrar nuevas fuentes energéticas; dar prioridad a un urbanismo de la ciudad existente y reasignar usos del patrimonio inmobiliario existente puede hacer más por la vivienda que la construcción devastadora y costosa de nuevos polígonos, organizar un vasto sistema de higiene pública y medicina preventiva en barrios y pueblos puede hacer innecesarios muchos complejos hospitalarios basados en carísimo material importado y generalmente infrautilizado; desarrollar la investigación científica puede suponer un ahorro sustancial de las divisas pagadas por la utilización de patentes extranjeras. Todas estas políticas requieren tecnología del «saber cómo», conocimiento, más que cuantiosos recursos. Pero ese conocimiento y ese tipo de tecnología hay que generarlos de algún modo, no pueden ser fruto de intuiciones geniales «a la española». De la misma forma que la importación de estrellas del fútbol extranjero nunca puede rendir los mismos frutos que las horas de entrenamiento, la forma física y la práctica del, deporte desde niños, así también la capacidad de una sociedad para transformar su proceso de trabajo sólo puede desarrollarse actuando sobre su base. ¿Y cuál es esta base? El mejor estudio empírico sobre la productividad de las economías occidentales, el informe Denison (2), la señala claramente: el sistema educativo. La enseñanza es, pese a todos sus límites, el único sector que ha frenado la caída de la productividad, particularmente en los servicios.

Desde luego, el incremento de la productividad social mediante una inversión masiva en la enseñanza y en la formación profesional exige una reforma profunda del sistema educativo, basada en dos ejes fundamentales: 1) La conexión entre todos los niveles de la enseñanza, puesto que es poco útil el concentrar recursos de investigación en las universidades si la EGB no ha desarrollado las mentes capaces de utilizarlos. 2) Una relación muy estrecha entre la formación escolar y universitaria y la aplicación práctica, no en la forma chata y limitada que proponen algunos empresarios. sino relacionando el contenido de la enseñanza a las tareas que va a efectuar el futuro trabajador y a los contextos sociales en que va a desarrollar su actividad.

Relación de la experiencia con el entorno

Por citar el ejemplo que nos es más familiar, las ciencias sociales podrían, en ésta perspectiva, dejar de ser una combinación de elitismo crítico y empirismo técnico, para integrarse como elementos fundamentales en la comprensión del funcionamiento de las empresas e instituciones, de los procesos de trabajo, de las ciudades, de las culturas, de las personalidades, de forma a proporcionar una capacidad de autorreforma en los distintos mecanismos de producción, de gestión y de convivencia (3). Pero para ello haría falta la introducción sistemática de las ciencias sociales en la EGB, de forma que los niños empiecen a ser capaces de relacionar su experiencia de vida con el conocimiento de su entorno social. Haría falta también que en lugar de segregar las enseñanzas universitarias de ciencias sociales en instituciones especiales, torres de marfil que van perdiendo su blancura, se articularan en la enseñanza de las distintas carreras profesionales, produciendo médicos que sean capaces de entender una burocracia, arquitectos que puedan analizar un barrio, abogados que recuerden la historia, ingenieros abiertos al diagnóstico psicológico, así como, recíprocamente, economistas capaces de trabajar tanto en un sindicato como en una empresa, sociólogos susceptibles de reorganizar ministerios y antropólogos dispuestos a investigar los sustratos culturales de las instituciones autonómicas. En fin, para cubrir es los objetivos, haría falta evidentemente una cierta innovación en el contenido de las ciencias sociales, desarrollando instrumentos de conocimiento en ese gran espacio que queda entre los paradigmas de Parsons y las matrices de Leontieff. Es decir, herramientas para una experimentación social capaz de informar las decisiones de gestión.

Y -se dirá- ¿dónde queda lugar para el pensamiento crítico no aplicado? En todas partes, es la respuesta. En todos los estamentos de la sociedad y en todas las profesiones, puesto que ni las ciencias sociales ni ninguna otra disciplina académica pueden tener el monopolio de pensar y de criticar. Más aún, un pensamiento crítico históricamente situado necesita una trama concreta de actuación que le saque de las charlas de café y le confronte con la vida. Lo que, en realidad, es mucho más apasionante, una vez superado el pánico inicial. Salgamos, salgamos a la vida, que el tiempo de crisis siempre ha sido también tiempo de esperanza.

1.Manuel Castelis, The Economic Crisis and American Society, Princeton University Press, 1980.

2. Edward F. Denison, Accounting for Slower Economic Growth, The Brookings Institution, Washington DC, 1979

3. No es cierto que esta perspectiva de la experimentación social aplicada haya sido la dominante de la sociología americana, contra lo que generalmente se cree. Tan sólo algunos de los primeros sociólogos y psicólogos industriales trataron de aplicar sus conocimientos al mundo de la empresa, con escasos resultados, dado el mecanicismo de sus hipótesis. En general, sucede al contrario, que el mundo extremadamente académico de las grandes universidades americanas se aísla de la sociedad y establece sus propios criterios de juicio sobre el contenido, aunque los catedráticos tiendan a ejercer a menudo como consultores de empresas y Administración o a ocupar puestos importantes en la política.

Manuel Castells es catedrático numerario en la Universidad de Berkeley (California).

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