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Democracia varada

La pregunta es simple, pero no ociosa: ¿tan imposible resulta racionalizar la política española para hacerla salir de un impasse que lleva camino no ya de convertirse en crónico, sino que puede dar al traste con la misma existencia de la democracia? No nos engañemos: la desmoralización cunde, con o sin razón, y eso es ya más grave que filosofar sobre el desencanto. Lo cierto es que en estos momentos preotoñales la política parece incapaz de ofrecer respuestas concretas y verosímiles a los problemas que la ciudadanía siente como tales, y se desborda y toca fondo en rocambolescas historias, o historietas, de trajines de crisis y de baronías. En este sentido, el mes de agosto de 1980 muy bien podría pasar a la historia del auténtico disparate nacional. Las declaraciones de los políticos profesionales en traje de baño no han escatimado al curioso y estupefacto elector todo un cúmulo de insustanciales naderías, de rumores de intrigas, de demagogia barata y, cómo no, de irritantes autocomplacencias y frivolidades. Las merecidas vacaciones no deberían ser un pretexto para despojarse del sentido común. Y este verano se han dicho muchas tonterías, demasiadas, en un contexto político y social que no está para bromas. Y ni la cabeza de la estatua de Claudio, ni la ducha «mil usos» de Múgica, ni la beatificación política del desdichadamente desaparecido Joaquín Garrigues, ni la osadía de los empresarios «vetando» posibles sustitutos a Abril, entre otras cuestiones, han contribuido precisamente a elevar la temperatura de seriedad que los tiempos exigen.Con la rentrée tampoco ha habido suerte. Henos aquí de nuevo metidos en los vericuetos insondables de una nueva crisis cuyos objetivos permanecen en el secreto del sumario. Se sabe que UCD cree necesitar una más confortable mayoría parlamentaria. Se supone que para evitar que los socialistas repitan su jugada de la moción de censura. Ahora bien, ¿sobre qué bases se fragua el acuerdo con la Minoría Catalana o con otras minorías? Todo parece indicar que, de saberlo alguna vez, será de forma indirecta, a través de las sucesivas votaciones en el Congreso. La naturaleza y el meollo del acuerdo, y el lógico juego de mutuas compensaciones, se sustraen al conocimiento y a la discusión públicas, y todo queda en conversaciones que mayoritariamente ya ni siquiera son de salón, sino telefónicas. No nos va a quedar ni el consuelo, habitual en cualquier latitud democrática, de los flashes y las cámaras inmortalizando el momento en que Suárez y Pujol, o Suárez y Fraga, así está de amplio el abanico, se estrechen las manos para sellar el pacto. Reconozcamos que el «pacto telefónico» introduce en los usos y costumbres de los acuerdos parlamentarios de legislatura sustanciales novedades de procedimiento. Y los electores que llevaron a estas fuerzas políticas al Gobierno o a los escaños del Congreso, como suele decirse: a la «luna de Valencia». Cada vez está más claro que la democracia en este país va para largo.

Pero es que además nadie ha explicado hasta el momento para qué quiere el Gobierno esa mayoría parlamentaria. Parece, por lo menos, dudoso que desde ella pueda abordarse ninguno de los problemas básicos de la situación política (crisis económica, terrorismo, autonomías y desarrollo constitucional) con posibilidades de éxito. Los cuatro exigirían algo más que acuerdos legislativos entre fuerzas más o menos homólogas. A menos de que se elija por el camino de enmedio de la total derechización de la política española y el trágala a una izquierda que tiene 150 diputados y más del 40% de los votos populares. Los peligros de diversa índole que arrastraría esta actitud no son dificiles de imaginar. Por el contrario, el Gobierno, cuando lo haya y ejerza, sabe que esos problemas clave pueden necesitar muy pronto una especie de «pacto de Estado» entre las fuerzas políticas mayoritarias. «Pacto de Estado» que no sería la vuelta al fenecido consenso ni a unos nuevos acuerdos de la Moncloa, sino el ineludible retorno al espíritu que hizo posible la Constitución. Naturalmente, si es que lo que se persigue es no ya consolidar la democracia, sino, pura y simplemente, hacer a ésta posible. Pensar que a golpe de mayoría mecánica en el Parlamento se va a sacar al país del actual bache es dar muestras de una miopía política que, por lo demás, no sería ni nueva ni sorprendente. Como lo sería también creer que después de marginar y, dentro de lo posible, humillar a la oposición ésta asumiría dócilmente el papel de bombero.

En fin, cada día es más evidente, y sin hablar de situaciones de emergencia que en algún tema, como el del paro, ya no son una posibilidad, que el juego político entendido como un balanceo de pactos, cambios ministeriales y escarceos Gobierno-oposición, que hace abstracción de la situación real del país e intenta imitar, con escasa fortuna por cierto dado las profundas diferencias de talante y los notables lapsos democráticos en los usos y costumbres del ejercicio del poder, lo que sucede en otros países de nuestra área con una mayor estabilidad y raigambre de las instituciones, no va a ser capaz de encarrilar la democracia hacia horizontes más despejados. Si las cosas siguen así, los previsibles acuerdos de legislatura no serán sino un nuevo parche que añadir a la larga serie de ellos que jalonan, con cierto aire patético, los últimos dieciocho meses de gobierno de Suárez. No hace falta ser ningún lince para adivinar lo que va a suceder en las próximas semanas: somera «remodelación» del Gabinete y presentación al Congreso de un plan de prioridades de gobierno que será aprobado con el apoyo de los votos de Convergencia y, muy posiblemente, los de Coalición Democrática. Después de esta supuesta jugada maestra, ¿qué queda en la chistera del jefe del Ejecutivo? Y, lo que es más importante, ¿alguien cree de verdad que ahí está el inicio de esa recuperación que por momentos va resultando más imprescindible? No, no se trata de creer que las cosas no tienen solución. Muy por el contrario, la democracia es el único sistema capaz de resolver nuestros problemas. Pero una democracia no, varada en los estériles recovecos de una politiquería que se empecina en no querer ver más allá de sus narices. Y por ahora, y desdichadamente, en eso estamos.

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