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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Científicos y filósofos: nueva alianza

No se trata de acuerdos más o menos secretos entre un equipo más o menos gobernante y una minoría más o menos nacionalistas -¡meigas, fora!-, sino de algo serio, que intentaré exponer con la mayor claridad: la alianza entre ciencia y filosofía, ramas humanas de indagación que en los últimos siglos han discurrido separadamente, cuando debieran juntarse para averiguar quiénes somos, cómo somos y toda la serie de cuestiones metafísicas.En uno de los últimos grandes libros filosófico-científicos, El azar y la necesidad, escrito por una persona que reunía ambos saberes, Jacques Monod, concluía, después de exponer los progresos teóricos de la biología molecular: «Se ha roto la antigua alianza. El hombre sabe, en fin, que está solo en la inmensidad indiferente del universo, del que ha emergido por azar».

Esto, hace diez años. Ahora, Ilia Prigogin, premio Nobel de Química en 1977, e Isabelle Stengers, filósofo y miembro del equipo de Prigogin en Bruselas, nos ofrecen otro libro capital, comparable en importancia al de Monod o a Antropología cultural, de Lèvi-Strauss, que data de 1958.

Al tiempo que desmontan todo el andamio de ideas científicas heredadas, los autores predican con el ejemplo por una alianza posible y necesaria entre ciencia y filosofía. Y aunque admitan, como Monod, que el hombre está solo en el universo, demuestran que no es una soledad fatal: el hombre no está sometido a un orden mecánico; es capaz de creatividad y de orientar su destino de forma imprevisible.

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El ensayo de Ilia Prigogin, titulado intencionadamente La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, es importante también porque demuestra que la ciencia clásica no es la ciencia, única y con mayúscula, sino un sistema cultural ligado a un período determinado de la historia; igual que Pierre Francastel había analizado, en 1951, que el arte clásico, basado en la perspectiva y en la restitución de las apariencias sensibles, estaba ligado a las formas sociales del renacimiento europeo. En el siglo XX, en ambos casos, los postulados que se tenían por definitivos se están desplomando.

Ilia Prigogin e Isabelle Stengers reconocen que la idea de un mundo centrado en el hombre se desvaneció cuando Galileo, y luego Newton, establecieron sus leyes físicas, pero se elevan contra el pesimismo de Jaeques Monod. Se puede establecer una nueva alianza, dicen, que reconcilie al hombre con el mundo, que lo sitúe en su verdadero lugar de elemento activo, que reacciona como los demás elementos del universo; ellos (Prigogin y Stengers) plantean de otro modo el problema de nuestra situación en el universo: no somos observadores objetivos, distanciados, frente a «una naturaleza indiferente que considera equivalentes a todos los estados; una naturaleza sin relieve, amorfa y homogénea, la pesadilla de una insignificancia universal».

Esta es la naturaleza de la dinámica clásica expuesta por Newton. Todo en nuestro universo son trayectorias regulares y previsibles, sin sorpresas; el cielo estrellado e inmutable que contemplaba Kant, al tiempo que sentía en su propio corazón la presencia exigente y tranquilizadora de una ley moral.

Los presupuestos de la «ciencia clásica» se resumen en la convicción de que el universo es simple y que está regido por leyes sencillas. Dicho de otro modo, que la naturaleza es totalmente previsible y manipulable por parte de quien sepa preparar sus estados.

Ahora bien. Apoyándose en pruebas irrefutables, Prigogin y Stengers demuestran que esta interpretación del mundo no es siempre cierta. Hay momentos y casos en que los caminos de la naturaleza no pueden ser previstos con exactitud, en los que la parte del accidente es irreductible. La ciencia clásica, que encerraba a la naturaleza en la coherencia mecanicista de un autómata se ha visto impugnada por una serie de descubrimientos, en particular los del equipo de Bruselas que dirige Prigogin, donde se comprobó, lejos del estado de equilibrio térmico, la aparición de fenómenos aleatorios e imprevisibles. pero estructurados. Es lo que Ilia Prigogin denomina las estructuras disipativas.

La «nueva ciencia» suprime la distinción considerada como irreductible entre los fenómenos naturales, inmutables en sus leyes, y los fenómenos propiamente humanos, desconcertantes en sus desarrollos, en los que los efectos no parecen proporcionales a las causas. De esta forma, la ciencia coincide con el resto de las cienclas humanas, y, en particular, con la historia.

Ilia Prigogin e Isabelle Strengers señalan que los descubrimientos de Einstein, de Niels, de Bohr, atestiguan que, tanto en lo macro como en lo microscópico, reina la irreversibilídad. La entropía, es decir, el gasto de energía y su degradación hacia el equilibrio de la muerte va acompañada, un poco al azar, de las fluctuaciones, de la emergencia súbita de equilibrios locales, complejos, multidireccionales y creadores. Ya no se puede comprender la vida, ciertos fenómenos químicos, la constitución de las sociedades animales y humanas en los términos del determinismo clásico. Hay que hacer intervenir las nociones de azar y de probabilidad, no que las herramientas científicas carezcan de la precisión necesaria para llegar a las causas, sino porque la naturaleza se mueve en un terreno incierto.

La física de las partículas descubre procesos que se desarrollan a parfir de bifurcaciones, de fluctuaciones, de cambios de equilibrios producidos por singularidades aleatorias.

La termodinámica demuestra que el carácter controlable no es natural, que resulta de un artificio.

Incertidumbre, imprevisibilidad, es lo que la biología moderna discierne también en el ser vivo, como así la física contemporánea en la bóveda estelar.

Según la ciencia moderna, basándose en experimentos termodinámicos, el hombre no es un ser excepcional dentro del universo, un observador separado del cosmos, es análogo al mundo, destinado, como él, a la muerte y a la degradación, pero también a las creaciones fulgurantes y al enriquecimiento de la realidad. Es, como la naturaleza, inventivo, incierto e imprevisible, creador, y se manifiesta en la elaboración de la cultura y de los diferentes aspectos de la vida social.

La ciencia moderna se basa en estos presupuestos, radicalmente diferentes de los de la ciencia clásica, aportándonos una melodía optimista en estos tiempos de tantos hundimientos. Abre la vía a la imprevisibilidad. Rehabilita a los filósofos, despreciados por científicos, que pensaban que ninguna experiencia vivida podía competir con lo que legislaba su disciplina.

En este nuevo contexto, la filosofía recobra una función de la que había sido despojada. Bergson, Lucrecio, Hegel, tenían razón. Intuyeron lo que podía ser el mundo, ante la sonrisa sarcástica de los físicos clásicos; los de hoy empiezan a tratar con respeto los sueños de sus mentes. En su libro, Prigogin y Strengers abogan por «la fecundidad de las comunicaciones entre los interrogantes filosóficos y científicos; por que dejen de ser compartimientos estancos o se vea destruida por unas relaciones de fuerza». Creen en la observación de Lamarck: «La ciencia sólo progresa gracias a la filosofía».

Hasta ahora había antinomía entre la ciencia y filosofía. Tal vez lleguemos a ver el día en que ambos términos se junten y no nos veamos obligados a elegir entre una filosofía anticientífica -o al menos, ignorante de los problemas que plantea la ciencia- y una ciencia alienante o, cuando no, desconocedora de las reacciones humanas.

¿Por qué los conceptos de espacio y de tiempo elaborados por la experiencia práctica de la antigua Grecia, o de los físicos del siglo XVII, convendrían a la descripción y a la explicación de fenómenos y de objetos cuya existencia no podían imaginar? Esto es cierto también en lo que se refiere a la filosofía: la «nueva alianza» está fundada en el reconocimiento de una complementariedad. Ya en 1960, Merleau Ponty escribía: «El recurso a la ciencia no tiene que justificarse: cualquiera que sea la idea que nos hagamos de la filosofía, su misión consiste en elucidar la experiencia, y la ciencia es un sector de nuestra experiencia ... ;es imposible rechazarla de antemano con el pretexto que trabaja en el sentido de ciertos prejuicios ontológicos: si verdaderamente se trata de prejuicios, la ciencia misma, en su vagabundear por el ser, hallará el momento de refutarlos. El ser traza un camino a través de la ciencia como a través de toda vida individual. Interrogando la ciencia, la filosofía ganará, pues descubrirá ciertas articulaciones del ser que le sería difícil advertir de otra forma».

Habrá que ver el mundo con una nueva óptica. Como, por ejemplo, revisar la síntesis ente la ciencia clásica y los primeros balbuceos de las ciencias humanas, de la economía, iniciada hace más de un siglo por Marx y Engels. Eso, entre otras muchas cosas.

Como dijo Claude Bernard: «Nuestras ideas no son más que instrumentos intelectuales que nos sirven para comprender los fenómenos. Hay que cambiarlas cuando han cumplido su papel, de la misma forma, que se tira un bisturí cuando ha servido demasiado tiempo».

Ramón Chao es periodista, escritor y músico. Dirigió, durante su exilio en París, los programas en castellano de Radio France.

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