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Identidad lingüística e identidad política

La denominación de las lenguas, sobre todo en los casos en que coincide con las de las ciudadanías de los Estados modernos, está llena de implicaciones ideológicas, aunque generalmente pasionales e ingenuas. Ante la particularidad de los usos, todo el mundo habrá constatado alguna vez que en el caso de la aparente sinonimia -aparente, pero no por eso menos engañosamente consagrada en las leyes- entre las expresiones «lengua castellana» y «lengua española», las preferencias de los hablantes se distribuyen por razones políticas más o menos claras.Dejemos ante todo sentado que a mí no me caben dudas de que la designación conveniente, que tiene rigor científico e histórico, y, finalmente, lingüístico, es «lengua castellana», y que el uso de la designación «lengua española», en los casos de inocencia política, es sólo atribuible a simplificación por ignorancia, a lo sumo tolerable en extranjeros, en extraños a la lengua. Llamar español al castellano es como llamar austríaco al alemán que se habla en el Tirol, o suizo al francés de Ginebra, o nicaragüense al castellano de Managua.

Pero volvamos a la distribución de usos de español y castellano. Descartemos por eso de la inocencia el caso de que en Francia, en Alemania, en Inglaterra o en Estados Unidos se impartan clases de español, y que los departamentos universitarios que agrupan las clases de lengua y literatura castellanas se llamen «de español » y ese sea el nombre de la asignatura, en esos y en otros centros docentes. Si se enseñase el persa en otras instituciones que los especializados institutos de lenguas orientales, quizá le llamasen iraní, ahora que se habla tanto de ese país, donde mayoritariamente se habla el persa.

Que el castellano no puede llamarse español lo indica el hecho de que conviven en territorio del moderno Estado español, en la geografía de la vieja Hispania, con otras lenguas romances o tan antiguas y más antiguas que él. Pero veamos desde qué supuestos numerosos españoles cultos llaman español al castellano. A partir de un principio de imperialismo lingüístico que, por ejemplo, simboliza la Real Academia Española. Dámaso Alonso habla muy convencido de la lengua española y, si no él mismo, muchos de sus contertulios, es probable que crean que la fonética de Madrid debe ser preceptiva para todo el ámbito lingüístico y se permiten modificar la ortografía etimológica de las palabras según les parece que suenen en la calle del Pez.

Ese imperialismo lingüístico es un vicio tradicional evidentemente emparentado con otro tipo de nostalgias imperiales. En el subconsciente de muchas gentes que hablan del español que se practica en la América Latina ondea una bandera colonial. También se dice español por las razones contrarias; así, desde el punto de vista del nacionalismo radical, muchos vascos, catalanes y quizá gallegos llaman español al castellano por voluntad de diferencia, no tanto lingüística, como étnica y política. En cambio, también por razones de matiz político, los simplemente autonomistas en el seno de esas mismas nacionalidades prefieren llamar castellano a la lengua oficial, porque dan por supuesto que la suya, diferente, es también una lengua española; lo que es una indiscutible verdad geográfica.

Los castellanos muy castellanos, los castellanos viejos, sobre todo, prefieren, claro está, decir castellano, y, por supuesto, los que se toman en serio las lenguas y no cultivan manías, también. Así es que en España, ese país que los nacionalistas histéricos de sus naciones periféricas designan con la monstruosa abstracción jurídica de Estado español, llaman español al castellano es, o muy de derechas y muy centralista, o muy extremista y separatista, muy antiespañol, es curioso, y decir castellano es no sólo lo correcto, sino lo moderado y sensato, pese a los académicos y a los fabricantes de diccionarios.

En América Latina, la lengua se llama generalmente castellano. Se llama así, sin excepciones apenas, en los grandes países del continente y en los que tienen una tradición humanística y literaria continua y abundante. Se dice español, en cambio, frecuentemente, en los países de cultura débil o culturalmente colonizados, por contagio del inglés.

Seguramente, la firme implantación de la preferencia por la designación castellano sobre la posible alternativa de español, no se debe tampoco a rigor científico, sino a inconsciente rechazo del pasado colonial. Desde luego, no es probable que tenga que ver con el reconocimiento de que en España existen lenguas distintas del ca.stellano. En las Filipinas, que sólo cambiaron a fin de siglo de bandera colonial, la minoría superstite de castellanohablantes, unas cuantas familias plutocráticas y los chinos de vieja implantación, dicen que hablan español o llaman con nombres propios a algunas formas mestizas sobrevivientes, como el chabacano. Allí no ha funcionado el reflejo de rechazo del pasado colonial, y la verdad es que el castellano no llegó nunca a ser una forma de expresión corriente. Seguramente los ecuatoguineanos llamarán también en el futuro a su lengua europea el español.

El caso de las razones de preferencia entre castellano y español como nombre de la lengua en que escribió Góngora, se repite con otros matices en cuanto a la manera de nombrar a la que practicaron Llull y Ausiás March. Recientemente se han publicado sendos reales decretos estableciendo la obligatoriedad de la enseñanza de las lenguas nacionales en el reino de Valencia, al que parece que hay que llamar País Valenciano, y en las islas Baleares. En un caso se habla de la enseñanza de la lengua valenciana, y en otro, del catalán en su «modalidad insular». No se dice mallorquín, se supone que para no herir la susceptibilidad de los habitantes de las otras islas Baleares, y probablemente se excluye balear porque eso no tiene tradición.

Catalán de las islas o catalán balear parece una designación bastante sensata y parece razonable que se quiera evitar la palabra dialecto, porque tiene, no se sabe por qué, una connotación despectiva, aunque el catalán que se habla en Cataluña sea también un mosaico de dialectos. El dialecto mallorquín y sus variantes en otras islas es una lengua fuertemente diferenciada por la morfología, la particularidad léxica y, sobre todo, por una fonética generalizada y congruente, pero, evidentemente, es catalán de todos modos. Los baleares, pese a las cuentas históricas que tengan pendientes con los catalanes, parecen haber comprendido que una cosa es la lengua y otra la identidad histórica y política. Los valencianos, no. A pesar de que el valenciano es un dialecto menos diferenciado y, sobre todo, más emparentado que el mallorquín con otros dialectos del catalán que se hablan en el territorio de Cataluña, reivindican para su lengua un nombre propio que sólo le correspondería si se tratase de un romance particular. Al contrario que los mallorquines, los valencianos incluyen el nombre de su lengua en el pliego de cargos históricos que esgrimen contra un pretérito hegemonismo catalán. Se trata en gran parte de una respuesta al desmedido catalanismo de los partidarios de Els Països Catalans, que confunden injustificablemente lengua y nacionalidad. El reino de Valencia, de lengua catalana, no fue nunca de administración catalana, y fue siempre a partir de la repoblación, después de, la conquista de El Rei En Jaume, un país singular con cultura propia, que se expresa en catalán dialectalizado por el origen dialectal de sus pobladores y por presiones e injerencias de otras lenguas preexistentes o instaladas a su alrededor. Y, posiblemente, por otras razones más sutiles. Pero lo cierto es que llamarle valenciano al catalán de Valencia es un hecho político, y llamarle catalán, también.

La tendencia a confundir lengua y nacionalidad, y, consiguientemente, a politizar en cualquier sentido el hecho lingüístico, como si fuera el único y exclusivo portador de la ídentidad cultural, está sumamente generalizada, y es muy de lamentar en una etapa histórica en la que coinciden una serie de renovación de las ciencias del lenguaje y, a consecuencia de la crisis de los modernos Estados burocráticos, que no han conseguido en unos pocos siglos la integración de las nacionalidades medievales o más antiguas, las reivindicaciones prácticamente universales y sin ninguna excepción justas, de las nacionalidades sojuzgadas bajo la idea de Estado nacida con la Edad Moderna, exportada por la colonización europea y persistida en la descolonización. La lengua es un componente esencial de la nacionalidad, pero la confusión sin matices entre lengua y nacionalidad, y la consiguiente manipulación política del hecho lingüístico, son estúpidos y peligrosos errores.

es editor, literato y escritor catalán.

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