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Reportaje:

El hijo tonto o el déficit permanente

Más de uno asegura, y casi nadie desmiente, que el conde de Fenosa solía repetir: «La Toja es como si yo tuviera un hijo tonto. Tengo que permitirle todos los caprichos». El descubrimiento de tal tontería seguramente fue tardío, porque el 3 de abril de 1903, al fundarse la sociedad anónima La Toja, propietaria de la isla, todos se las prometían muy felices con las posibilidades comerciales de semejante paraíso. La realidad, por desgracia, se ha mostrado más dura y duradera: el déficit económico, confesado sin rubor por los responsables, es parmanente.Pese a ello, la fama de La Toja, como la espuma de su célebre jabón, no ha dejado de crecer con el tiempo y sus trajines. Cuenta la leyenda que un burro repleto de llagas fue abandonado por unos aldeanos en la isla para que allí muriese en paz. Al cabo de los meses, el burro, agasajado por los vahos de las aguas termales, reapareció más reluciente y limpio que Platero. Hoy llegan más de mil agüistas al año para sumergirse en el balneario hidrotermal, cuyas propiedades curativas se dicen absolutas en casos de artritis.

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La isla de La Toja: un aburrimiento de lujo

Pero no sólo de agua hirviente vive La Toja. En 1907 se inauguraba el Gran Hotel, que ha ido experimentando reformas sucesivas y que hoy luce, entre colores blancos y amarillos, sus orgullosas cinco estrellas. Hay otros dos hoteles: el del Balneario (una estrella rancia) y el Louxo (cuatro estrellas pálidas). Diversos chalés y apartamentos completan las posibilidades de alojar a las buenas familias pudientes, aunque agüistas modestos se albergan en pensiones de El Grove.

Una capilla de conchas marinas permite a las parejas de fogosos y trepadores excursionistas trazar románticos mensajes con bolígrafo o navaja. Vendedoras de collares, ataviadas con trajes gallegos, asaltan con gracejo melodioso al que pasa. Los hay que pasan de largo. Para zambullirse en la piscina olímpica, en el casino, en la sala de máquinas tragaperras o en el campo de golf. No falta aquí ningún detalle lúdico. Es como un lujo eterno para sólo cuarenta días de lleno completo al año. Por fortuna, de cuando en cuando hay una boda postinera o una primera comunión, un desfile de modelos o algún viaje de fin de curso. Ahora se espera una reforma a fondo del balneario, así como la construcción de una sala para congresos, con lo cual, en la baja temporada, cabría asegurar una asistencia capaz de sanear el panorama.

Todo este remolino comercial se asienta sobre un paisaje espléndido y tranquilo, capaz de disipar hasta el más pertinaz de los insomnios. Frondosos pinares y una mar en calma, salpicada de barquichuelas y mejilloneras, apoyan el apunte invariable de Ramón y Cajal: «Temperatura siempre primaveral bajo un cielo límpido y brillante». Bajo ese cielo, el tedio costoso de familias señoriales que a menudo confunden el sano aburrimiento con el fondón letargo.

Es, en definitiva, un ámbito proustiano mecido por una melodía de Julio Iglesias. Los pescadores de El Grove contemplan el reducto embriagador con una mezcla de fascinación, agradecimiento y repulsa. Es lo inalcanzable. Es la ofensa a su vida sudorosa. Son también las migajas nutricias para sus hijos, uniformados y sonrientes, en medio de un soñado trampolín.

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