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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La planificación económica en una sociedad democrática / 1

Antes de entrar en el tema de la planificación en una sociedad democrática, subrayaría la situación económica general, difícil, y que genera y transmite tensiones a todo el contexto internacional, más allá de la mera dimensión de una crisis económica. Estamos ante una crisis de envergadura, de transformación general, ligada al problema de los límites al crecimiento -económicos y demográficos- y a su marco ecológico y de cambio de una civilización que se ve amenazada por muchos conceptos.Los síntomas no voy a calificarlos personalmente. La revista Time, hace pocas semanas, aportaba algunos testimonios de interés. Robert Lakechman, conocido biógrafo de Keynes, ponía de relieve que si hay algún hecho económico relevante en estos momentos es el declive de la vitalidad del capitalismo y de los capitalistas. Y ahí tenemos a Iacocca, antiguo mago de la Ford, contratado ahora como presidente de la Chrysler para superar sus problemas, que nos dice, textualmente, que «la libre empresa se está yendo al infierno». O un maestro de economistas, como Tibor Scitovsky, mucho más templado, subraya que el problema es de vitalidad y adaptabilidad del capitalismo, y que el sistema se está calcificando en sus articulaciones.

Y es que efectivamente algo ha cambiado. La sociedad norteamericana no es lo que muchos liberales pretenden demostrarnos. "En 1929, el gasto público en Estados Unidos no llegaba al 10%; hoy supera el 33% del producto nacional bruto. En 1929, las transferencias del sistema de seguridad social a las familias apenas alcanzaban el 3 %; hoy pasan el 20%, del PIB, y en la ciudad de Nueva York hay más de un millón de personas viviendo de la beneficiencia.

Y los propios Estados Unidos, que fueron los artífices del Fondo Monetario Internacional, en Bretton Woods, en 1944, rompieron ese sistema y, a través de su balanza de pagos (por Vietnam y por las ambiciones de sus grandes multinacionales), transmitieron al mundo su inflación, y así crearon las bases de la crisis energética y de los demás problemas subsiguientes, que hoy padecen, en mayor o menor medida, 150 países y 4.500 millones de personas.

Desde luego, no voy a caer en el error de decir que todo marcha mal en el Oeste, y que, en cambio, no hay novedad en el Este. En cierto modo, es un consuelo para no pocos en los países capitalistas apreciar cómo las economías centralizadas también están en crisis. Los crecimientos de la productividad prácticamente han caído a nivel cero. En uno de los últimos discursos ante el Soviet Supremo así lo reconocía Breznev, sin que plantease soluciones inmediatas y verosímiles. Y si bien es cierto que la inflación en los países del Este es menos espectacular que los dos dígitos que ya a nadie extrañan en Occidente, la verdad es que el proceso inflacionista se contiene, en apariencia, con métodos políticos y con artificios económicos, pero sin poder evitar que de tiempo en tiempo se produzcan «explosiones de precios», con aumento del 50% al 200% en algunos sectores.

La excepción más visible y admirada quizá en el panorama mundial, y conviene señalarlo, por lo que también pueda tener como aprendizaje, es Japón. Cuando, hace meses, unos periodistas preguntaban al primer ministro nipón «¿Cómo marcha la crisis?», el jefe de Gobierno se sonrió y se limitó a contestar con una interrogación irónica «¿A qué crisis se refieren ustedes?». Porque, efectivamente, la tasa de crecimiento en 1979 fue del 6,5%, y la inflación se quedó en un 4,8%, envidiable casi para los propios suizos. Pero el caso de Japón no parece un ejemplo exportable, por razones que nos llevaría mucho tiempo detallar, y para las cuales tendríamos que remontarnos a las prácticas feudales de los Tokugawa, que aún persisten en muchos zaibatsu. Pero, sobre todo, lo que se plantea a efectos de comparaciones internacionales es si la expansión va a poder seguir en Japón, si el proteccionismo mundial que hoy se cierne para muchas de sus exportaciones va a permitir o no que siga el experimento de un Japón en rápido crecimiento en medio de una crisis generalizada.

Las recetas económicas

Después de la anterior visión panorámica de lo que está sucediendo en la economía mundial, cabe preguntarse sobre las medidas que se proponen para salir de la crisis, para superar los efectos de un declive económico, que dura ya siete años.

Por un lado, desde la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), el club de los ricos, como tantas veces se le llama, se ofrece una mezcla de estabilización y de Keynes. Se proponen restricciones en la oferta de dinero y en el crédito para hacer posible así una disminución del consumo y un aumento del ahorro, con toda clase de incentivos para la inversión. Se propicia igualmente un control más severo del gasto público, para evitar el derroche, y el tratamiento de los problemas energéticos se plantea abordarlo de forma directa, con precios reales para el combustible, y poniendo el máximo de énfasis en la energía nuclear.

Pero este tratamiento a corto plazo de lo que es un problema estructural, a largo plazo no da resultado. Hasta el punto de que la propia OCDE ha tenido que reconocer el fracaso de sus reiteradas predicciones, de que el final de la crisis estaba a la vuelta de la esquina. No ha sido así.

Una segunda opción ante la crisis es la pretendida vuelta al liberalismo. Es lo que defienden Milton Friedman y sus discípulos de la Universidad de Chicago, al proponer que las decisiones las tome el mercado, en vez de adoptarlas la Administración, la cual, según estos neoliberales, no genera sino despilfarro. Pero, ¿qué hay de posible en ese mundo desestatificado? ¿Es una nostalgia más que una esperanza? Lo cierto es que en sociedades maduras, donde el sindicalismo se halla muy desarrollado, donde la economía mixta es una realidad, donde el Estado benefactor funciona desde hace años, todo el planteamiento de vuelta al liberalismo es un intento imposible de volver a algo que ya pasó. Haría falta una dictadura para introducir ese liberalismo. Y eso es lo que está sucediendo en Chile, que es el único país donde parece estar funcionando semejante experiencia, la de los llamados Chicagos Boys, los discípulos de Friedman, que ayudan a Pinochet y que tienen manos libres para imponer por la fuerza la pretendida libertad de mercado. De esta forma, el liberalismo acaba por convertirse en conservadurismo autoritario.

Hay una tercera posibilidad en el modelo socialdemócrata. En este caso, el intento consiste en la negociación tripartita, entre empresarios, trabajadores y Gobierno, con el objetivo de conseguir una cierta estabilidad, una correlación precios-salarios, un margen de cogestión, de participación obrera en las decisiones. Esto es lo que sucede en Alemania y en los países encandinavos. donde hay que señalar algunas experiencias, todavía modestas, de acabar con la monotonía del trabajo de las cadenas de montaje. Pero, como dice Jacques Attali, estas políticas en la fase actual de crisis tienen un coste social alto en términos de paro. Y podíamos agregar que no generan distensión a nivel internacional, ni cambian las condiciones de vida, que siguen siendo las mismas, aceptándose transgresiones importantes del medio ambiente. Y, sobre todo, tienen su ámbito muy reducido: los países del centro y del norte de Europa, donde los niveles de bienestar alcanzaron cotas elevadas en la fase anterior de crecimiento acelerado, que, en buena parte, fue posible gracias a la fuerza de trabajo importada a bajo coste.

El caso de España

Ahora vamos a concretar más nuestro análisis, refiriéndonos al caso de España. ¿Qué sucede en España? ¿Cuál es nuestra situación ante el panorama que se nos ofrece y en relación con esas medidas que se proponen según los países y según las tendencias ideológicas?

A la hora del diagnóstico hay dos posiciones extremas: una viene a decir que toda la crisis se debe a factores exógenos, que la inflación es importada y que los problemas son también importados; que estamos en medio de la crisis mundial, y que no cabe sino resignarse hasta que las «locomotoras» (se llamen Estados Unidos, Japón o Alemania Occidental) se decidan a arrastrar el mercado internacional. Sólo entonces España vería resolverse sus problemas semiautomáticamente.

Otra posición extrema es la que se atreve a afirmar que la crisis es básicamente española, que se debe a la política económica seguida. Y tras ese planteamiento general, se dan dos variantes en cuanto a la razón de fondo: la que podríamos llamar actitud reaccionaria no se recata en su contundencia «democracia igual a crisis; la crisis la ha traído la democracia». Mientras que la posición «progre», en mi opinión también equivocadamente, polariza su actitud en la dirección de que «toda la crisis proviene de la herencia del régimen anterior».

La situación es mucho más compleja y necesita el examen de algunas magnitudes y tendencias bien expresivas.

La caída de la inversión desde 1975, desde el primer año en que de verdad se manifestó la crisis, ha espectacular. España invertía en la fase de auge de la onda larga un 24% de su producto interior bruto. En 1979 habrá invertido no más del 18%. Y esa diferencia de seis puntos son unos 750.000 millones de pesetas que se retiran de la inversión: 3/4 de billón de pesetas; unos 80.000 puestos de trabajo que se dejan de crear; los 200.000 restantes, que en un año desaparecieron en 1979 en la carrera ascendente del paro, son resultado de la contratación productiva y del proceso de sustitución de hombres por máquinas y de cerebros por ordenadores.

La situación en lo que refleja el indicador de viviendas construidas no es más optimista. En el año anterior al comienzo de la crisis, en 1974. las viviendas en construcción eran 450.000; en 1979 habían caído a 282.000 (el 38% menos de actividad).

Los precios, en cambio, entre 1973 y 1979, se han multiplicado por tres; el índice cien del año 1973 ha pasado a 313 en 1979. Esa subida, ¿a qué se debe? Algunos han intentado medirla. Se ha hablado de que podría estar entre un 251 y un 50% el efecto del precio de los crudos, según los países; la incidencia de los costes salariales y de la seguridad social habría que discutirla mucho; como también el bajo nivel de actividad económica tiene su impacto, pues la contracción genera costes medios muy elevados.

Entre los más importantes factores inflacionistas deben citarse, asimismo, el desastre del sector público, con una Administración central que no funciona, y una empresa pública abandonada a su suerte. Otros se fijan en las huelgas, sobre las cuales habría que traer a colación algunas cifras objetivas. En el periodo 1976, 1978 se perdieron de media 13,2 millones de jornadas de trabajo por año; un día de «fiesta patriótica», en la situación anterior, producía la misma disminución de horas de trabajo. Se ha exagerado, pues, en este tema, como lo demuestra el hecho de que habiendo tantas personas interesadas en medir las huelgas, nadie parece interesarse por medir la recuperación del trabajo después de terminadas.

Sin duda, los altos costes financieros también contribuyen a la inflación. La libertad de tipos de interés decretada en julio de 1977 hizo pasar los precios medios del dinero en España del orden del 12% a un 18% o 20%. Elevación que significa un elemento más en el helicoide de la crisis y de la inflación.

Todo ello tiene su resultante en el paro. Las últimas cifras del Instituto Nacional de Estadística lo sitúan por encima del 11% de la población activa, un récord a nivel europeo si se descuenta Portugal. Es el célebre 1.500.000 parados, cifra que también habría de estudiar con detenimiento para ver si efectivamente corresponde a la realidad o si la realidad es todavía más grave.

Otro indicador importante: la situación de reservas internacionales. Su nivel era de 13.000 millones de dólares a finales de 1979, y la previsión para 1980 nos dice que los resultados de la balanza de pagos mermarán la reserva en el orden de 3.500 millones. La «solución» del Gobierno podría ser sencilla. Si tenemos 616 millones de dólares en oro, calculados a un precio de 42 dólares la onza, simplemente ajustándola con el multiplicador de diez para ponerlo a 420, de la noche a la mañana la reserva aumentaría automáticamente, a efectos contables, en 5.500 millones de dólares. Así. se terminaría, en 1980, mejor que en 1979; con una simple operación contable de revalorizar oro. Pero no pasaría de ser una operación contable, porque los problemas de la contracción real de la reserva estarían ahí, acechando al proceso de desarrollo industrial.

Ramón Tamames es catedrático de Estructura Económica de la Universidad Autónoma de Madrid.

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