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El Estado francés piensa pasar a manos privadas la tarea de animación cultural

Las llamadas por su fundador, André Mairaux, «catedrales de nuestro tiempo», se encuentran al borde del fracaso: las Casas de la Cultura, instrumento básico de la política cultural francesa de la V República, atraviesan una crisis que revelaría la intención del Gobierno actual de pasarle al sector privado la tarea de la animación cultural. El déficit económico seria el pretexto para que el Estado giscardiano renegara del gaullista, que simbolizó el autor de La condición humana

Las Casas de la Cultura, imitadas aún en España, fueron la creación más espectacular de Malraux durante los nueve anos que fue ministro del general De Gaulle. Esas «fábricas de sueños», en la mente del escritor-ministro «deben hacer por la cultura lo que la III República hizo por la enseñanza: cada hijo de Francia tiene. derecho a cuadros, al teatro, al cine, de igual manera que tiene derecho al alfabeto». Cuando en 1961 inauguró el primer ejemplar en Le Havre, con aquella voz suya, rota, y con su gesto y su expresión de desesperado lírico, sentenció: «Un día se dirá que todo ha empezado aquí».Con estas casas se trataba de democratizar la cultura, de descentralizar la acción y los centros de acción cultural, de hacer llegar las expresiones creadoras a todos los rincones de Francia.

En una frase, se trataba de no tener que viajar a París para oler la cultura.

Las actividades de las Casas de la Cultura se desarrollan en torno a tres ejes: animación, creación y difusión. El teatro resulta su actividad principal, pero también se organizan conciertos, exposiciones, festivales y manifestaciones diversas. A la creación de una Casa de la Cultura le precede un período de examen y reflexión sobre el entorno. La gestión corre a cargo de una asociación sin «fin lucrativo». La financiación se funda en la paridad entre el Estado y las municipalidades. Malraux prometió una Casa de la Cultura para cada uno de los 95 departamentos franceses, pero el sueño se limita a las dieciséis que funcionan actualmente.

En un primer tiempo, las casas contaron con el entusiasmo de todas las partes interesadas. Pero no hizo falta mucho para que surgieran los detractores, que empezaron a ver en estos centros las oficinas de los revolucionarios que llevaban a cabo un compló contra el orden. La incompatibilidad de su misión esencial («creación y difusión») favoreció las batallas estérilizantes.

En efecto, cuando se incita a la creación no es fácil exhibir una rentabilidad de difusión. A las Casas de la Cultura se les ha reprochado también el no haber sabido llegar a las clases más desfavorecidas (sólo el 3% de obreros está entré los que acuden). Los sindicatos, los tecnócratas de la cultura, los funcionarios, los creadores, cada uno según su óptica, ha practicado la demagogia sin pudor para predicar su democracia cultural.

En suma, una cosa es definir brillantemente una «cierta noción de la cultura», como lo hizo Malraux, y otra, mucho más peliaguda, llevar a la práctica esa idea.

Con la llegada del Estado giscardiano, el liberalismo que patenta su acción global también parece afectar al dominio cultural. La última reforma de la enseñanza, eliminando de las universidades de provincias todas las disciplinas «no rentables», tiende a favorecer los centros universitarios de «alto nivel», comparables a los extranjeros, según explicación oficial. Todo ello, como en el caso de la enseñanza universitaria, que se había extendido por todo el hexágono galo, frena la descentralización cultural y se revela como una vuelta triunfal del centralismo.

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