Las rancheras del repertorio de Rocío Jurado
La cantante Rocío Jurado ha iniciado una serie de galas en la sala madrileña La Riviera, donde interpreta viejas y nuevas canciones de su acalorado repertorio, entre las que descuella esta vez un conjunto de rancheras cantadas con sólida y potente voz.
Habría que ser san Juan Bosco para encontrarse uno, al mismo tiempo, en medio de La Riviera y en medio de Florida Park, al lado derecho de la señora Jurado y al lado derecho de la señora Pradera. La alevosía veraniega produce estos dilemas sangrantes: la misma noche y a la misma hora hacen su presentación en Madrid dos señoras de la canción. Y uno pone en la mano izquierda los socorridos dados, no a la manera excelsa de Mallarmé, sino, a lo sumo, al modo de Pemán.A la orilla del Manzanares, bendecida por Tierno ya hace un año, sopla una brisa casi marina. En la pista se mueven las parejas al son de El Fary y de María Jiménez. Me colocan, sin previa entrega de prismáticos, en las últimas filas de mesas. Un camarero amable se me acerca para paliar la lejanía con una invitación al narcisismo: «Señor Ullán, yo leo sus crónicas. Y me gustan bastante». Por un momento me acuerdo de Vicente Aleixandre, que una vez me contaba, conmovido y antes del Nobel, que un camarero habla ido a verle y a decirle lo mucho que vibraba al leer sus poemas. Pero el recuerdo palidece con la palabra clave: bastante, sólo superlativa en las islas Canarias. ¡Bastante! O sea, no para enloquecer de entusiasmo. Así andamos, muchacho. Gracias por la franqueza nada servil.
Lo privado se anega de pronto. Ya, ya suenan los claros clarines. Y aparece Rocío Jurado, señora, párpados plateados, pechos hiperrealistas, ataviada en lo bajo de anaranjado y negro. Tiene muy mal comienzo: Como yo te amo. Su pionera y pulcra versión del tema de Manuel Alejandro no le llega a la altura de los zapatos a la que Raphael ha urdido luego. Mejor sería que abandonase el campo de batalla, se diese por vencida a contrapelo, conservase las plumas para inviernos más duros. Al público le gusta, sin embargo, y abofetea el cuello de la intérprete con puñados potentes de claveles.
Juegos prohibidos
Ella se anima raudamente y, sin perder la risa quemadora, se pasa en cuerpo y alma al adulterio: «Si llega él / de pronto, / disimula; / quizá yo tenga ya / la boca roja, / pero la luz ayuda; / hay tan poca / que él no notará / que he sido tuya». De los cuernos en la penumbra salta a la célebre confesión: « Lo siento, mi amor ... »No da bien en directo. Pese a todo, sus fieles entran en ese contenido sin continente a tono. Ella alcanza el aplomo radical. Juegos prohibidos con un rojo clavel. Ojeras vespertinas. Rancheras, rancheras, rancheras. Gritan aquí y allá: «¡Viva México!». Petición de palmas. Amaneceres soñados. Memoria de la madre. La señora va desplegando su carnívoro y calenturiento repertorio con sólida eficacia profesional.
Unos espectadores ocupan una mesa, hasta entonces vacía, que se encuentra delante de mí. Dejo de ver a la cantante. Oigo aplausos rotundos y populares alaridos de aprobación. Escucho su potente voz: «Ahora es tarde, señora, / ahora nadie puede / apartarlo de mí...». Pero nadie me ofrece un periscopio.
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