_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Se impone otro método de juego

En ocasiones, recibo, cordialmente, algunas reticencias -y excesivos elogios- en relación con lo que advierten en mis artículos «de cierta obsesión por Suárez». Podría parecer verdadera esta obsesión si no fuera explicada, pero una vez que lo explique, el término obsesión resultará injustificado.Tengo el privilegio personal e histórico de haber conocido a Adolfo Suárez cuando empezaba a andar en una vocación política que no tendría fin. Marañón habría escrito de Suárez «Patología de una vocación», sin otro ánimo de indagación y de diagnóstico como el del conde duque de Olivares. A la política habíamos ido algunos por desconocidos estímulos literarios y de afición cultural por la Historia. Yo andaba inquieto en mi adolescencia, entre socialistas y cristianos, sin encontrar sitio, y me sonaba mucho la libertad, la justicia y ese vago, y patético, y sublime, y orgulloso de lo español. Adolfo Suárez es de Avila, y yo también, pero el presidente es de tierras altas, y yo soy de la llanura. Mi itinerario era hacia la tierra llana, y el suyo, a la montaña. Las razones únicas de Adolfo Suárez en la política no eran otras que alcanzar el poder. Ese ha sido su gran itinerario. Mis razones estaban seriamente y emocionalmente implicadas en la literatura, en la Historia y en el pensamiento político. Naturalmente, Adolfo Suárez era un político, y yo un escritor.

Seguí todo su ameno recorrido; su padrino político fue otra carrera fulgurante hacia el poder en el antiguo régimen, pero mejor equipado; en lo profesional corrió en poco tiempo desde una fiscalía modesta, en Castellón de la Plana, a la gran Fiscalía del Reino, en el Tribunal Supremo; de gobernador de Avila -que era una provincia de entrada- hasta ministro secretario general del Movimiento -con toda justicia-, y si no se hubiera matado en Villacastín, habría desempeñado un papel decisivo en la transición hacia la democracia. Adolfo Suárez estaba a su lado, y a su sombra, en la tensión de la esperanza hacia su propia carrera política, y sus relaciones con Fernando eran casi familiares. Adolfo Suárez descubrió en seguida lo que estaba al alcance de todos, yque no era otra cosa que donde estaba verdaderamente el centro del poder no era en Alcalá, 44, la sede del Movimiento, sino en Castellana, 3, el palacio del almirante Carrero y del superministro Laureano López Rodó. Y en aquella burocracia se incluyó, simultaneándola con la otra. Su gran pasión -que me parece legítima- fue esa, mientras que la mía, necesariamente, se iba por el periodismo, por la novela y por el teatro. En la política estuve de otro modo, porque mi profesión estaba en ella, como están los peces en el río, pero yo no era el agua.

La literatura me dotaba a mí de sarcasmo, y no me fabricaba para el servilismo o la lisonja. Por eso, en nuestras vidas había afecto y no concurrencia. Yo tenía de la política la idea filosófica, y jurídica, y poética, y económica, y social, o lo que se quiera, mientras que Adolfo tenía de la política solamente el sueño de ser ministro, y hasta cosas más altas. Para mí. la política era un libro, y para Adolfo, un sillón. Podría contar cosas de nuestras relaciones antiguas, que serían muy expresivas, sobre la personalidad de Adolfo Suárez. Eramos los dos parlamentarios por Avila, pero yo, a la manera como lo quiso ser Larra en aquel Gobierno de Isturiz, y Adolfo Suárez, porque ese era un recorrido necesario para llegar donde se proponía. Y como no nos estorbábamos, fuimos amigos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Cuando alcanza Adolfo Suárez la cima sorprendente de su carrera política -sorprendente por lo inesperado y veloz-, yo estaba en la menos involucrada situación con cualquier cosa y lucía verdaderamente mi independencia personal y mi libre juicio de los hechos y de los personajes políticos. Tenía conmigo el privilegio de haber estado muchos años sentado en butaca de platea en el antiguo régimen, y mis lecturas predilectas habían sido las de los dos últimos siglos, sin excluir ningunaparcela, y desde entonces no he hecho otra cosa que estar cerca de lo que su cedía, con el valor y la emoción de quien tiene una larga afición a la Historia. A mí no se me podía enredar fácilmente, orientando mis observaciones a pistas falsas, y las gentes del poder -por muy altas que estuvieran- nunca me han deslumbrado. El protagonista de la gran aventura histórica de 1976 era el Rey; el Rey había ele gido un intérprete perfecto para lo que quería hacer en un tiempo determinado, y éste no era otro que Suárez; tenía que ser un hombre «que no pensara» -como decía Torcuato Fernández Miranda-; que no tuviera creen cias superiores a la política, que fuera joven y que tuviera ambiciones; el complemento de todo esto tendría que ser que tuviera agrado personal, simpatía social, capaz de engañar al lucero del alba, y aparente humanidad y modestia. En todo esto, Adolfo Suárez era un arquetipo. Las cosas como son. Por eso fue elegido por el Rey. Otro personaje fue Torcuato Fernández Miranda, que venía de la larga compañía al Príncipe, y al Rey como profesor; en el antiguo régimen, solamente el almirante Carrero le consideró como merecía, y tendría que hacer el desmantelamiento del régimen desde el régimen mismo, y para esto era necesario el prestigio y las condiciones jurídicas e intelectuales del profesor. Y un cuarto intérprete fue -en la sombra- el Ejército, que es quien garantizaba el cambio desde la legalidad y aseguraba la paz. Su expresión exterior era Gutiérrez Mellado. El Rey sabía que recibía de las Fuerzas Armadas la lealtad, la fidelidad y la disciplina. Y fuera de todo esto, el coro de las tragedias griegas, con personajes de mayor o menor interés. Fuera de este cuadro, todo es anécdota política, y se sabe -porque es el testimonio de la Historia- que la izquierda fue invitada a entrar precisamente para hacer la democracia. Sin la izquierda no se podía hacer. Todo esto, sin perjuicio de que la izquierda estuviera desde hace vanos anos ejerciendo una presión variada sobre aquel régimen, pero sin una sola posibilidad de echarlo abajo, o de destruirlo. Si yo hubiera tenido otra preocupación principal que ésta, y no hubiera sabido dónde estaba localizado el poder de decisión, habría hecho comentarios o crónicas divertidas -y los he hecho en aglunas publicaciones-, pero la exigencia de un escritor político serio, sólo en el espacio, a la manera de un lobo solitario, lo que debe saber siempre es la situación del cosmos de la política; escribía con la brújula. Si me ocupo frecuentemente de Suárez es porque está jugando en una gran parte el gran papel de la Historia presente. Su Gobierno y su partido son menos importantes que él. Le está pasando lo que a Franco con el antiguo régimen. Las grandes decisiones políticas de estos años no han pasado por otro lugar que por su despacho, y lo que no he querido ser nunca -por esta convicción del papel de Suárez - es un cronista de sociedad. O me ocupo seriamente de su persona, de lo que se ve y de lo que, no se ve, o haría eutrapelia política. Frente a las obsesiones eróticas con Súárez, donde la líbido y la masturbación con el presidente se comprueban en algunos periodistas, yo mantengo la obsesión crítica, que no es -como he dicho- la de descalificación o de hostilidad, sino sencillamente la de que a mí no me pone cachondo. Yo estoy en mi sano juicio.

Hasta las elecciones al Parlamento del País Vasco y de Cataluña, y hasta el 28 de febrero de 1980, en el suceso de Andalucía, Adolfo Suárez seguía siendo un presidente fuerte, aunque no tan fuerte como el anterior a las elecciones municipales de 1979. Ese día perdió una gran parte de su base electoral fabricada en el Ministerio del Interior. Romero Robledo que resucitara ya no podría hacer mucho. Su partido, que es quien regenta el poder, ya no tiene tampoco -tras un monumental descalabro- ni Cataluña, ni el País Vasco, ni Andalucía. Solamente con esto, ya no se puede ser titular del Gobierno de la nación. Pero, después de la moción de censura de los socialistas en el Parlamento, recientemente, y sin haber tenido otra asistencia en el Congreso que la de su partido en solitario -que es una minoría mayoritaria-, su situación es de una precariedad angustiosa. En esta situación Adolfo Suárez no puede gobernar, ni es posible hacer el desarrollo constitucional. Esta ya no es solamente una situación de precariedad política o de debilitamiento personal, esta es la situación de un náufrago, y la repercusión de este acontecimiento, ya no es solamente personal, sino colectiva. Sus avatares personales -aunque sea tristedebe soportarlos él solo, pero no el pueblo español. Un político clásico habría dimitido, pero Adolfo Suárez es otra especie de político. Su atmósfera es el poder, y o la respira o se ahoga. Por eso alguien tendrá que decirle alguna vez que el poder no es el aire, y que debe acostumbrarse a respirar como los demás mortales.

Ya estamos afectados todos los españoles desde el momento en que la acción de gobernar resulta iniposible o escasa. Objetivamente, y claramente, estamos ante una situación de crisis profunda. Sus soluciones no son más que dos: o suspensión de las Cortes actuales, con todo el descrédito que supondría para la democracia hacerlo a poco más de un año de las últimas elecciones generales, o crear una nueva mayoría parlamentaria mediante consenso global para hacer el desarrollo constitucional, dejando libre al control de la oposición los actos de gobierno. Este podría ser, entre otros, un mecanismo para seguir adelante.

Se están exhibiendo tres temas principales para una acción política que no puede demorarse: el hecho autonómico, la situación económica con todas sus consecuencias, incluida la del paro, y el orden público. Entre todas ellas -y con ser las tres muy graves- hay una que requiere la máxima prioridad y necesitaría que alguien no tuviera este año vacaciones parlamentarias, o de gobierno, para afrontarla y resolverla cuanto antes; me refiero al hecho autonómico. Todas mis noticias son que Jordi Pujol, en su visita a Madrid, se ha llevado afabilidad, o lo que es lo mismo, los pies fríos y la cabeza caliente. Por eso ha diferido el optimismo hasta más adelante. Lo del País Vasco es mucho peor. Los vascos hace tiempo que están echando un pulso al poder central, primero mediante su alejamiento del Parlamento en virtud de una legislación aprobada que, según sus opiniones, contradice el propósito de la autonomía o del autogobierno, y ahora, con otros aspectos referidos a las áreas financieras. La autonomía vasca tiene más grados que la otra, e incluso su composición -sus fuerzas, políticas- califican la situación de muy delicada y grave. Andalucía tiene su espina clavada y ulcerada del 28 de febrero, y a continuación por las últimas votaciones parlamentarias referidas al referéndum, mientras que otros proyectos de autonomía empiezan a cobrar acción o actividad. Ningún sistema político, sin el Estado dentro, puede calificarse de tal sistema. No existirá tampoco democracia si ésta no fuera más que una envoltura de pluralismo y de libertades, y no tuviera el Estado en su seno. En estos momentos, nuestra democracia no tiene Estado, estamos viviendo de las ruinas del Estado antiguo, con unas voladuras y unos parches sobre la marcha que no configuran jurídicamente la realidad, y establecen el desorden general. Los proyectos de «Estado de las autonomías» anunciados por Adolfo Suárez y por Felipe González en el Congreso, no son otra cosa que meros bocetos, o vagas y apremiantes intenciones. Por lo pronto, ya han sido rechazados por los catalanes y los vascos. Y tampoco han complacido a nadie. Un «Estado de las autonomías», que es el nuevo Estado de la democracia, no puede fabricarse ya de otro modo que sentando a la mesa a la totalidad de las fuerzas parlamentarias representadas por sus jefes directos y sus expertos, y concluir con un pacto que ponga fin a esta situación. El árbitro y el moderador de esta situación, o de ese pacto -en el supuesto de que hubiera discrepancias insalvables-, no puede ser otro que el Rey, de acuerdo con lo que la Constitución previene. Este es el acontecimiento básico para echar a andar. Pero seguramente tendría que precederle ese nuevo Gobierno de gran mayoría que posibilitaría una mejor disposición alrededor de esa mesa histórica. Nuestro pretendido federalismo tiene todos estos inconvenientes: 1) no tenemos tradición histórica federal; 2) las autonomías tienen a tener partidos propios (casos catalán y vasco), y ello dice que la política va a estar centrifugada, y no centralizada como en Estados Unidos o en Alemania; 3) cada autonomía es original, no es parecida a las otras, y entonces el Estado sería algo así como un mosaico morisco; 4) la realidad económica no es homogénea, sino heterogénea, y así, la solidaridad carece de fórmulas; 5) la figura del Estado no es el producto de lo que queda tras un desplazamiento de competencias, sino que previamente es una identidad histórica, un territorio jurídico y una reserva básica de competencias.

Frente a todo esto, el presidente del Gobierno es débil, el Gobierno está desorientado, el partido en el poder está minado, el Parlamento es un campo de batalla y el mundo exterior ha cambiado los abrazos por el desdén y ha bajado la barrera a nuestros intereses. Se impone otro método de juego. Por donde vamos no hay salida.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_