¿Quién cree en las autonomías?
Llevamos meses de pelea en la inacabable polémica sobre el papel de los partidos estatales y el de los partidos regionales y nacionalistas. Parece. que unos u otros tuvieran que sucumbir para que la vida política fuese viable en aquellos territorios en que actualmente coexisten ambas especies. Altas autoridades del Estado suelen decir aquello de que «o terminamos con ellos o terminan ellos con nosotros». No hay que aclarar a qué partidos se refieren en cada caso.Parece que todo el mundo se resiste a ser imaginativo. No se dan cuenta de que nuestra experiencia del «Estado de las autonomías» hemos de llevarla a cabo con escasos materiales de importación, ya que los fondos y las normas de nuestros problemas son tremendamente peculiares. Es cierto que incluso en muchos Estados federales. no existen partidos «regionales», pero con ello no se nos demuestra nada más que lo que sabíamos: que somos distintos y que tenemos que obrar en consecuencia.
En Cataluña y Euskadi hay partidos nacionalistas tan influyentes y arraigados que han ganado las elecciones autonómicas en las dos nacionalidades. Pero en las demás regiones se mueven y trabajan otros partidos de igual dimensión que parecen caminar por similar senda de auge y crecimiento. Es el caso del PSA de Rojas Marcos, pero también se detectan parecidos fenómenos en Galicia, Canarias, Aragón, País Valenciano... y hasta en Castilla y León.
Los «centralistas» podrán hacer lo que quieran, incluso el ridículo, si se obstinan en no reconocer una realidad cegadora, les guste o no les guste. Podrán hacer lo que quieran, pero yo les recomendaría que aceptasen esa realidad e intentasen adecuarse a ella, sin atrincherarse en invocaciones retóricas o jeremiacas sobre pretendidas amenazas a la unidad española, más propias de otros tiempos y de otros regímenes.
El centralismo en España es algo tan enquistado durante siglos que, si se le dejase suelto y a su aire, sofocaría sin piedad y en unos meses todos los tiernos brotes autonómicos. El ex ministro Joaquín Garrigues me confesaba algo tan sobrecogedor como sus serias dudas sobre la sinceridad de los grandes partidos de ámbito estatal cuando se declaran autonomistas, y su convencimiento de que muchísimos de sus hombres, en el 'fondo del alma, rechazan el Estado autonómico y no aceptan el hecho de que haya un traslado de poder hacia las comunidades autónomas.
Es posible que el juicio de Garrigues sea certero, con lo que se redoblaría la razón que asiste a los defensores de los partidos regional-nacionalistas, que se convierten así en irreemplazables motores del Estado de las autonomías que se diseña en el título VIII de la Constitución española.
Motores y guardianes. Lo ha dicho -muy oportunamente- el alcalde de Barcelona, el socialista Narcís Serra. Este distinguido hombre del PSC-PSOE ha afirmado que los partidos nacionalistas cumplen una importante función porque «necesitamos esos vigilantes específicos de la construcción del Estado de las autonomías, del que han de ser el test de calidad». Nada menos.
Y que nadie se enfade ni con Garrigues ni con Serra. Lo que se plantea, repito, es un problema de imaginación. Los partidos estatales son imprescindibles para viabilizar una proyección globalizada y solidaria de España toda y de las soluciones a los problemas generales. Pero también es verdad que los partidos regionales o nacionalistas son necesarios para garantizar la «pureza de sangre» de los procesos autonómicos y de la posterior vida diferenciada de las comunidades que se constituyan definitivamente al calor del título VIII.
Unos y otros partidos no solamente tienen que coexistir o convivir, sino también que cooperar unos con otros, tal vez de forma especial aquellos que pertenecen a un espectro ideológico similar. En el futuro, esa cooperación podrá y quizá deberá extenderse incluso al terreno electoral y parlamentario. No es disparatado pensar en candidaturas comunes estatal-nacionalistas o en eventuales acuerdos de cesión mutua' de espacios electorales al mejor situado en cada circunscripción entre dos partidos del mismo sector ideológico, pero uno de ámbito estatal y otro de ámbito regional.
Cuando las comunidades autónomas sean realidades en marcha, cuando haya que concentrar los esfuerzos en la solución de los problemas concretos, entonces tal vez se entenderá mejor la necesidad de la cooperación interpartidaria, entre otras cosas, para evitar, la excesiva disgregación de esfuerzos, el despilfarro de iniciativas, de programas y de equipos de trabajo. Todo ello sin renunciar nadie a sus particulares concepciones del mundo, del país, de las regiones, de manera que unos sostengan directamente las columnas del Estado y los otros se cuiden de la «vigilancia específica» de las comunidades autónomas, que «también» son Estado.
Los partidos estatales han ideado la fórmula de adoptar estructuras descentralizadas en las regiones y nacionalidades, dotándose incluso de nombre distinto al del partido «madre». Hay casos de larga tradición histórica, como el PSUC, partido de los comunistas catalanes, con la fórmula más original de engarce con su partido «madre»- el PCE. Pero hay casos que no terminan de rodearse de una suficiente credibilidad «diferencial», como es el de Centristes de Catalunya respecto de UCD.
Puede decirse que la fórmula descentralizadora entraña al menos un esfuerzo de los «estatales» por acercar sus estructuras organizativas al modelo autonómico de distribución de los poderes del Estado. Esfuerzo loable, pero es bien sabido que la última palabra la pronuncia Madrid.
Eso significa que nunca será posible sustituir el genuino nacionalismo o regionalismo de los partidos de ese estricto ámbito por las organizaciones descentralizadas de los partidos de ámbito español. Ni falta que hace, con tal de que predomine la idea de convivencia y de cooperación, una vez que se supere la primera e inevitable etapa de recelos, de enfrentamientos y de incompatibilidades.
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