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La reforma fiscal, ¿un ademán solitario?

La reforma fiscal -diez proyectos de ley con más de cuatrocientos artículos, que afectan a todos los impuestos que configuran nuestro sistema tributario- nació en el clima democrático y constituyente de 1977, en el entorno de los pactos de la Moncloa, con el apoyo de las fuerzas progresistas del país, en un ambiente de moral nueva, de exigencia ética, de sociedad habitable.Pero la reforma fiscal no era sólo unas leyes, sino un proceso dinámico, una voluntad política; no hay reforma fiscal sin un clima de solidaridad, sin un ataque valiente a todas las formas de ineficacia pública, sin una adaptación puntual a los mil problemas que plantea la transición a un sistema tributarlo verdaderamente europeo, basado en el principio de la transparencia, donde desaparecen las dobles contabilidades y el fraude, y el contribuyente adquiere la convicción de 'lo que realmente le cuesta levantar las cargas del Estado. No hay reforma fiscal si se deja moriría conciencia y el espíritu que la justifican.

Y a este respecto, nadie puede, honestamente, llamarse a engaño. Desde su iniciación, en 1977, se puso claramente de manifiesto, tanto el propósito como el contenido total del proyecto de reforma. Nunca en la historia fiscal española los ciudadanos contribuyentes pudieron conocer con tanta antelación los objetivos perseguidos por el Gobierno en materia tributaria. En enero de 1978 se remitieron a las cortes el conjunto de proyectos de la imposición sobre las personas, y antes de acabar la primavera de ese mismo año, los restantes proyectos. En consecuencia, conviene advertir a aquellos que hoy hablan de una reforma «precipitada», que deberán transcurrir cuanto menos más de cuatro años desde que se dijo claramente cuál era el proyecto global y el momento en que éste quede totalmente ultimado.

Igualmente, se afirmó -y hoy puede constatarse con rotundidad- que la intención medular del cambio tributario que se proponía no estribaba en pagar más impuestos, sino en pagar mejor; es decir, con la justicia que pudiera hacer realidad aquel viejo principio y anhelo de que pague más quien más tenga.

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Los datos hoy ya nos permiten examinar aquella intención con alguna perspectiva; la presión tributaria en conjunto no está aumentando por encima de la existente con el sistema tributario interior y, en consecuencia, puede afirmarse que la reforma no va a costa más dinero a los españoles. Pero ¿se distribuyen mejor los impuestos?

En primer lugar, si se utiliza un indicación tradicional y valioso, cual es el peso relativo o proporción entre los impuestos directos y los indirectos, puede verse que la reforma tributaria está suponiendo simplemente la incorporación de nuestro país al estilo tributario europeo, en el cual los directos e indirectos cubren por mitades el presupuesto, frente a la situación anterior, en la que nuestros impuestos directos únicamente suponían la tercera, parte de la recaudación total.

En segundo lugar, la progresividad impositiva se ha extendido absolutamente a todas las rentas, cualquiera que sea su naturaleza y tamaño, alterando así radicalmente la situación existente con anterioridad, en la cual los impuestos de productos suponían pagos mínimos -en muchos casos, su superiores a la verdadera capacidad tributaria de los sujetos-, que sólo a los contribuyentes con altas rentas les era permitido compensar. A los demás no sólo se les negaba la carta de ciudadanía, sino que además tenían que pagar por ello.

Finalmente, después de la reforma tributaria, todas las rentas -absolutamente todas- se han sometido a gravamen en pie de igualdad, rompiendo así una vieja tradición discriminatoria de nuestro sistema tributario. Por todo ello, creo que se puede y se debe afirmar que, en efecto, la actual distribución de los impuestos puede resultar tremendamente más justa que la permitida por nuestra anterior normativa tributaria, distorsionada por el fraude fiscal. Lo que más molesta de la reforma a los sectores reaccionarios es el serio ataque que plantea contra la evasión tributaria.

Es necesario, sin embargo, ajustar periódicamente las escalas, deducciones Y mínimos exentos al deterioro que produce la elevación de precios, para evitar el fenómeno de la «progresividad en frío», que perjudica más a las rentas bajas y medias; es necesaria la pesada tarea de ajuste, precisión, interpretación, información, que reclama un cambio en nuestro sistema tributario. Ya se sabe que la aplicación de las leyes es tan importante como su elaboración.

Pero la gran opción política de personalizar la imposición directa y tecnificar la imposición indirecta está consolidada.

La forma en que se distribuyen las cargas públicas constituye siempre una opción política con una particular característica: aquellas vías de distribución más encubiertas -inflación e impuestos indirectos-, a las que resulta más insensible el contribuyente y de las cuales las más de las veces no se percata o, al menos, no identifica a la Hacienda pública en ellas, son siempre las más regresivas. Frente a este modelo, que puede permitir un fácil éxito político, yo defiendo la responsabilidad que implica la imposición sobre la renta, que es la que permite conocer exactamente a cada ciudadano el coste de los servicios públicos que debe afrontar y que, en último término, va a pagar. Esta es una opción, nada paternalista y que pone en primer plano la condición de ciudadano de cada contribuyente.

En segundo lugar, hay que entender también, y yo así lo entendí desde el principio, que la reforma tributaria constituía el primer paso en un proceso global de reformas del sector público. Una primera etapa que pasa por la concienciación -y eventualmente, por la irritación, como ahora sucede, de los contribuyentes- y cuyo final no debe ser, como algunos pretenden, la vuelta atrás, sino la marcha hacia adelante, la profundización, que nos lleve a exigir un riguroso control del destino de aquellos fondos públicos. Desde esta perspectiva, pues, cabe poca duda de que el impuesto sobre la renta sitúa al contribuyente en una línea de participación política, que creo importante. Y esto es algo que debe valorarse en todo su alcance, frente a los lógicos problemas marginales generados en su primer año de funcionamiento.

Pero es que además una reforma fiscal no puede ser nunca una reforma aislada. La reforma nació en el contexto de un programa de transformaciones profundas de la sociedad y la economía española, que no se han llevado a cabo, y que siguen siendo necesarias, si este país quiere realmente abordar la crisis, no con palabras y discursos, sino con eficacia. Este riesgo lo denuncié desde la tribuna del Pleno del Congreso, en mi última intervención como ministro, hace más de dos años, cuando dije que «la reforma fiscal no es el único instrumento de legitimación ética de la economía de mercado; necesitamos abordar cambios fundamentales sobre unas estructuras envejecidas». Pues bien, la reforma fiscal ha quedado como un noble ademán solitario en un contexto general de inercia y de qué más da.

Asumo, por tanto, la responsabilidad personal que me cabe, junto a los diputados, funcionarios y expertos que condujeron el conjunto de proyectos de la reforma. Y creo que es necesario apoyar al Ministerio de Hacienda en una tarea que va a durar muchos años. Pero sería triste que nada cambiara, excepto los impuestos, y que el país no entendiera que se trata de generar una dinámica de claridad, de control del sector público, de austeridad en el gasto, de reforma de tanto artificio inservible, de supresión de tantos privilegios y ventajas. Es el futuro de nuestro sistema económico lo' que se juega detrás de los sacrificios de muchos españoles.

Por ello, sería una lástima que todo este conjunto de circunstancias negativas hiciera frustrar otra vez una ocasión histórica, casi irrepetible. Cuando en 1978 se duplicó la recaudación del impuesto sobre la renta, los españoles habían apostado ya a una opción de ciudadanía propia del siglo XX, en un ejemplo de actitud colectiva responsable. Ha pasado desde entonces mucho tiempo. Ahora, mientras en Europa la señora Thatcher se propone como objetivo máximo el limitar el impuesto sobre la renta al 40% de la base imponible, que es el porcentaje español, hay sectores de la derecha española que no se mueven en las coordenadas ideológicas propias de la derecha europea, sino en las mismas que han gobernado este país durante cuarenta años. Una vez más, como siempre, la reforma fiscal es inoportuna, como quizá para algunos la propia democracia es inoportuna. Pero lo que no es oportuno es atender a los gastos públicos con el puro déficit, con el único apoyo de los impuestos indirectos anestesiantes y el fraude monopolizado por unos pocos, ni consentir el desprestigio y la desmoralización del _sector público.

Pongamos atención al conocido rumor profundo que acompaña -por supuesto, en nombre de los más débiles- los ejercicios de la contrarreforma. Todo está preparado para regresar dulcemente al lugar donde: las cosas estuvieron siempre, quizá de donde no se quiere que se muevan, jamás.

Francisco Fernández Ordóñez, ex ministro de Hacienda, autor de la reforma fiscal y diputado de UCD (ala socialdemócrata) por Zaragoza.

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