Medio mundo vive en las ciudades
Durante décadas, poetas, profesores y urbanistas han abominado del crecimiento de las ciudades. Estremecidos ante las «satánicas y tenebrosas fábricas» que ensucian el escenario urbano, los poetas han cantado los placeres bucólicos del campo. Urbanistas y profesores han exaltado las ciudades pequeñas, pidiendo por doquier que se desvíe el crecimiento industrial o de cualquier otro tipo desde las grandes aglomeraciones urbanas hacia las ciudades pequeñas (mientras la mayoría de ellos viven en las grandes áreas metropolitanas).Sean o no siniestras, las ciudades constituyen una parte fundamental de nuestro mundo. En realidad se puede profetizar dos cosas acerca de las ciudades del Tercer Mundo: primera, su población seguirá en aumento; segunda, la gestión urbana seguirá siendo, en general, poco adecuada, como sucede en la actualidad. Así pues, nuestros profetas de ruinas y desgracias, nuestros poetas, profesores y urbanistas, que tan frecuentemente nos advierten del rápido deterioro de las ciudades, van a tener la satisfacción de estar en lo cierto.
Antes de claudicar frente a este pesimismo absoluto debemos recordar que llevamos muchos años oyendo estas sombrías profecías. Némesis ha estado siempre a la vuelta de la esquina. ¿Nos hallamos finalmente en medio o al borde de una aguda crisis urbana? ¿O acaso lo que sucede es que nosotros, miembros de clases altas y medias, nos inquietamos por nuestras ciudades (hemos llegado, sin más, a considerarlas como nuestras) porque han sido invadidas por masas de pobres, cada vez más visibles? Hace sólo dos décadas, los pobres eran mucho menos molestos, existía un auténtico apartheid clasista. Hoy, los pobres de las ciudades viven hacinados en chabolas situadas entre lujosos apartamentos y se cruzan constantemente en nuestro camino.
Lo que ha sucedido, obviamente, es que la gente pobre procedente del campo ha seguido llegando a las ciudades durante años, en busca de una vida mejor. Es evidente que no podemos relegarlos a las áreas rurales y mantener las ciudades como si fueran oasis de opulencia en medio de un paisaje nacional inhóspito y reducido a la miseria. Los aldeanos permanecerán en sus pueblos sólo en el caso de que su vida en el campo sea tan atractiva como en la ciudad.
La emigración rural no es, por tanto, un desastre permanente, como se nos ha venido diciendo. Se trata de una búsqueda natural de equilibrio en una situación desigual. Sin embargo, no deja de ser un motivo de preocupación: ¿debemos permitir que nuestras ciudades se conviertan en campos de concentración congestionados y sucios, donde las condiciones son peores que en las aldeas? ¿Podemos sentirnos satisfechos con esos guetos urbanos en los que la gente pobre no siempre dispone de agua potable para beber, donde las basuras se amontonan, donde no existen servicios de saneamiento y donde reina la delincuencia?
A menudo, los planes urbanísticos se diseñan según una escala invertida. Veamos qué puede hacer un urbanista. Uno piensa que si la administración local no puede dar prioridad a las necesidades de los pobres, lo mínimo que puede hacer es intentar que todos los ciudadanos tengan acceso a los servicios municipales. Esto sucede raramente. Las áreas más pobres de una ciudad son, por lo general, las más sucias, no porque los pobres carezcan de hábitos de limpieza, sino porque se ven obligados a vivir hacinados.
Tomemos como ejemplo el caso de los transportes. Los administradores de nuestras ciudades destinan gran parte de sus esfuerzos y más aún del presupuesto municipal a la mejora del sistema. viario: abren más calles, las arreglan y ensanchan y regulan el tráfico para que los coches puedan circular a mayor velocidad. También en este caso se dedican sumas desproporcionadas de los ingresos municipales para comodidad de un número relativamente reducido de personas.
El malestar urbano de las ciudades del Tercer Mundo se convertirá inexorablemente en una crisis, a menos que nuestros urbanistas y políticos locales empiecen realmente a administrar para el conjunto de la población.
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