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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las autonomías y la Administración

SÓLO la voluntad de no ceder terreno electoral al adversario puede explicar la oscuridad y confusión de las llamadas ofertas autonómicas del Gobierno y de la oposición socialista. En verdad, casi todas las preguntas son posibles en este terreno. ¿Quiere el Gobierno reforzar la persona lidad de las nacionalidades históricas o se propone, más bien, debilitar su identidad igualándolas con otros terri torios? ¿Se trata de revisar a la baja lo ya negociado con vascos y catalanes o de modificar al alza los futuros regímenes autonómicos acogidos al artículo 143? ¿Qué es el proyecto de Estado de las autonomías: un federalismo vergonzante o una descentralización administrativa re bautizada? ¿Qué esgrime el Gobierno: el palo o la zanahoria? ¿Qué se esconde tras la fórmula esotérica de las leyes «horizontales», «sectoriales» o «competenciales»? ¿Y quiénes de entre los ciudadanos entienden una cosa así, y para qué vale? A fuerza de tecnicismos acabaremos con la vida política. El mundo occidental conoce países de vieja tradición federal, como Estados Unidos, y naciones que, como Alemania, recuperaron recientemente esa antigua condición suya. Tanto en uno como en otro caso, el federalismo se ha tenido que ajustar a nuevas circunstancias económicas, técnicas y políticas, en las que muchas decisiones y normas de carácter general influyen más intensamente que en el pasado sobre la vida global de las comunidades. La vía de ajuste es un forcejeo entre la Constitución real y la Constitución formal, que suele resolverse espontáneamente en una red de acuerdos y mecanismos de cooperación. La clásica división de funciones del Estado queda así modificada parcialmente por la participación en la elaboración de las decisiones de las instituciones locales. Por ejemplo, los programas de actuación de naturaleza federal se discuten primero en las Cámaras de representación territorial, y su puesta en práctica se negocia después con los Estados que van a ejecutarlos. El problema de nuestro gaseoso Éstado de autonomías no es sólo la ausencia de tradiciones federales y el incomprensible desaprovechamiento como Cámara territorial del Senado, sino que también se desaprovecha ahora la oportunidad de transformar la estructura del Estado para hacer lo propio de una vez con la de la Administración. No se trata sólo de ceder competencias del centro a la periferia, sino también de suprimir intervenciones, tanto en el centro como en la periferia. En efecto, el traslado, como si de la Cibeles se tratara, de la faramalla de atribuciones de los ministerios madrileños a los ministerios de las comunidades autónomas puede desencadenar un caos de formidables proporciones. La cesión a los organismos de autogobierno de las funciones intactas de la Administración central puede engendrar un aumento del intervencionismo, aunque sólo fuera por el placer que el nuevo poder produciría a quienes lo ejercieran, un desmesurado incremento de los gastos públicos corrientes para el mantenimiento y crecimiento de los nuevos microestados y una incordiante semiparálisis de la vida social. Antes de determinar qué competencias son transferibles, no vendría mal eliminar previamente todas las intervenciones entorpecedoras e inútiles.Sin embargo, la segunda lectura constitucional no presagia nada bueno al respecto cuando anuncia la posibilidad de que cualquier nueva comunidad autónoma pueda dotarse de un esquema organizativo paralelo al previsto para las nacionalidades históricas. Navegando sin brújula ientre el federalismo y la descentralización, la solución del café para todos, que incluye los azucarillos de un Gobierno, un Parlamento y un tribunal propios, se da de bruces con la economicidad del Estado de autonomías, para emplear el feo neologismo ideado por el presidente Suárez, y priva de autoridad moral al Gobierno para exhortar a los ciudadanos a la austeridad. Ese esquema amenaza con no significar otra cosa que la indiscriminada transferencia de competencias ministeriales, quizá aumentadas en puntillosidad intervencionista, a los Gobiernos autonómicos y la invención de tareas y deberes para Parlamentos autonómicos en principio ociosos. Algo así como la calcomanía de una misma imagen distribuida por el mapa de España.

Es urgente que el Estado deje de meter el palo entre las ruedas de la vida social y quéla Administración transfiera competencias concretas -desde ciertas autorizaciones administrativas hasta buena parte de los asuntos relacionados con la educación- a centros de decisión autonómicos y locales que las aproximen a los ciudadanos. Pero la descentralización y los recortes al intervencionismo poco tienen que ver con la sustitución de una Administración central por diez o quince Administraciones territoriales igualmente absorbentes, también centralizadoras dentro de su área, tendencialmente orientadas a la ampliación de su ámbito de poder y de las nóminas de funcionarios, procesos estos últimos que siempre marchanjuntos.

Tampoco guarda relación lógica con el Estado de autonomías las exigencias de ayudas económicas o planes especiales para el Norte o para el Sur. Estos son asuntos que tienen que discutir las Cortes Generales. Porque además las instituciones de autogobierno y la descentralizacón administrativa, tanto más útiles cuanto más renuncien los nuevos centros de decisión a imitar el nefasto modelo hiperintervencionista del pasado, pueden servir para muchas cosas, pero nunca para producir el milagro de los panes y de los peces.

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