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El palacio de cristal

En el reciente debate parlamentario hubo, por lo visto, una referencia de un diputado canario a la cuestión de los ordenadores electrónicos aplicados al control del orden público y el recuerdo de unas siniestras palabras pronunciadas, en efecto, por un alto funcionario alemán, que, pavoneándose de la efectividad de dicho control, declaró hace unos meses que ya se conocían perfectamente los nombres de los eventuales delincuentes y sólo se estaba a la espera de que delinquieran. Y no he oído ni leído en ninguna parte que a sus señorías se les pusieran los pelos de punta, pero claro está que esto es una cuestión de sensibilidades y de «filosofía», como se ha aprendido a decir por estas fechas, incluso cuando se trata del transporte por carretera.Dostoievski, sin embargo, murió angustiado por su propia intuición y su propio temor de que los hombres acabarían por ser encerrados en un «palacio de cristal», con paredes transparentes, por tanto, de tal modo que ninguno de sus actos, pero tampoco ninguno de sus pensamientos ni de sus deseos pudiera quedar oculto. Y, naturalmente, se comprende que tal sea el desideratum de un sátrapa o de un inquisidor, sólo que, si se logra, el hombre habrá desaparecido como tal y estaríamos ante una mera cuestión de cría y gobernación de ganado. Tal ha sido siempre la ilusión de todo régimen tiránico y, ahora, parece que va a convertirse en realidad del todo.

Y digo del todo, porque realidad parcial ha sido desde siempre. Siempre ha habido seres humanos definidos de antemano como malvados, inconformistas, herejes, subversivos o como quiera llamárselos, de los que se suponía, por principio., que eran delincuentes, y, a veces, como en el caso del funcionario alemán de que hablaba más arriba, sólo se esperaba a que delinquieran de hecho para que las leyes cayeran sobre ellos. Es más, estaban destinados a delinquir, no podían hacer otra cosa, eran el delito personificado por el simple hecho de tener la tez de otro color, pertenecer a otra casta, conservar específicos rasgos culturales, poseer una cierta inclinación a pensar, en vez de aceptar las cosas «como son», o ser miembros de otro país. El maestro fray Luis de León, que era ex illis, es decir, de estos definidos como malditos, se llamaba a sí mismo y a los suyos «ganado roñoso» y «generación de afrenta que nunca se acaba».

Para que esta condición de roña y afrenta no se olvidase, en esa época del maestro fray Luis, antes y después, se colgaban en las iglesias los sambenitos o chamarretas de los que habían sido condenados o se escribían sus nombres en ropas y tablillas, que llevaban el mismo nombre de sambenitos, y, así, todo el mundo sabía a qué atenerse respecto al asunto: todo el clan familiar y de amistades del sambenitado quedaba bien definido, y todo el mundo sabía que, en cualquier momento, cualquiera de ellos podía volver a delinquir. Sólo que, claro está, si hubiera habido entonces cerebros electrónicos, las cosas hubieran sido no sólo más «científicas» -lo que hubiera hecho las delicias de los admiradores del «progresismo» jurídico y penitencial de la Inquisición, que los hay-, sino más efectivas. Los procesos se hubieran aligerado extremadamente por lo pronto, porque no hubiera hecho falta gastar tiempo y dineros en informaciones o preguntas sobre ascendencia, costumbres, recordación de palabras que se habían dicho, etcétera, y, además, se hubieran ahorrado metros de tela en los propios sambenitos, corozas, rodelas de colores, estrellas y demás signos de infamia. ¡Qué alivio para el gasto público! ¡Qué comodidad incluso para el inculpado, que a veces no recordaba! ¡Qué eficiencia al marginar toda pasión humana de «mal entendida piedad» por parte de testigos e informadores!

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Cuando la expulsión de los moriscos, por ejemplo, el conde de Salazar, encargado de la cuestión, al recibir de los obispos informes inmejorables sobre la cristiandad de muchos de ellos, les explicó a sus ilustrísimas lo que en realidad deberían entender por un cristiano: el que comía tocino y bebía vino, y nadie más, sin más ringorrangos de recepción de sacramentos, vida de piedad, fe y otras zarandajas. Tenía una mente «informática» el citado conde y quería que los obispos funcionaran como «máquinas tontas», como los ordenadores a quienes no puede suministrárseles más información que blanco-negro, sí o no; y la expulsión se realizó con estos criterios.

También los americanos, hace unos años, introdujeron en un ordenador criterios de esta luminosa simplicidad para averiguar qué clase de literatura estaba contagiada de marxismo, y resultó que, naturalmente, los best-sellers no lo estaban, pero sí la Biblla, Shakespeare, Dante, etcétera. No sé si los señores del Kremlin se habrán enterado y no habrán incluido ya en sus famosas enciclopedias todas estas influencias de su credo que los aniericanos acaban de descubrirles. ¿Ha introducido ya el KGB los ordenadores para su labor? No lo sé, pero tendrá que darse cuenta, en seguida, de que estos adelantos son mucho más económicos que la inquisición de artesanía, como vengo diciendo.

Una pregunta queda en el aire, sin embargo: ¿cómo defendernos, entonces, del terrorismo y de una delincuencia común cada día mas agigantada en esta civilización de masas y de megápolis? Y esta pregunta nos lleva a otra mucho más amarga: ¿Es posible la libertad en esta civilización? No es fácil responder a ninguna de las dos, pero sí a esta otra tercera, que en último término va más allá y resume toda la aventura del «palacio de cristal» dostoievskiano, en la que el hombre se juega su propia esencia, y que fue formulada por Aldous Huxley en los pasados sesenta: «¿Para qué servimos? ¿Para carne de cañón? ¿Para consolidar el poder de: los que nos gobiernan?» La contestación ha de ser rotunda: ¡Claro está que no! Aunque el ordenador diga lo contrario.

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