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La luz en los ojos

Fernando Savater

Los teóricos del poder y de la lucha contra el poder no suelen hacer otra cosa que dar nombre más o menos afortunado a mecanismos que los poderosos de cada época han conocido en su entraña misma. Ningún príncipe ha aprendido nada de Maquiavelo, salvo la utilidad de fingir indignación contra él, como mostró Federico de Prusia. Antes de que Guy Débord predicase contra la «sociedad del espectáculo», los hombres de estado ya conocían a fondo las ventajas políticas del espejismo y los usos sedantes de la fascinación. Así debe ser, por otro lado, porque el ave de Minerva tiene la algo fastidiosa costumbre de no volar hasta que el sol ha recorrido todo su ciclo diurno. O, por decirlo de modo más sutil y malévolo, al teórico suele convenirle la definición que Ambrose Bierce daba del barómetro: «Ingenioso y utilísimo instrumento que sirve para indicar el tiempo que hace». Volvamos al espectáculo. Nuestros gobernantes ya han aprendido todo lo referente a él, tras sus primeros aleteos algo menesterosos de lechuzas surgidas en el ocaso del sol que más calentó durante cuarenta años. Saben que éste es un país de indignaciones espectaculares, es decir, poco profundas, transitorias y sucesivas. La buena mala conciencia del personal consume con voracidad cuatro o cinco escándalos semanales, dos crímenes de lesa humanidad al mes y, por lo menos, media docena de situaciones insostenibles al trimestre. En un principio, nuestros próceres debieron quedar aterrados ante esta sed de protestas, ante esta incansable concupiscencia de denuncias, lógica derivación de tantos años de tragar quina. Pero pronto tuvieron ocasión de tranquilizarse. Las indignaciones espectaculares -es decir, no vividas ni entendidas en su raíz, sino sólo contempladas en su sombría superficie- se curan con soluciones espectaculares, es decir, que representan una solución ante los espectadores; aunque nada solucionen de hecho. Los gobernantes son expertos en efectos especiales cara a sus víctimas y clientes: si hay que organizar un terremoto, una avalancha o una constitución, se organizan, no faltaría más; pasado el primer momento de ilusión, nadie será tan morbosamente desconfiado como para ir tras las bambalinas a ver con qué tristes elementos de guardarropía se ha fingido el estruendo o el fogonazo. Y los tozudos, si los hay, podrán ser a justo título denunciados como enemigos del pueblo, desestabilizadores, aguafiestas, agentes secretos, mafiosos, narcisos o simples pelmazos. A la mayoría de la gente le dará igual, porque ya estará encelada con la siguiente función.En esta perspectiva, el caso de Herrera de la Mancha es realmente una historia ejemplar, como avisa el subtítulo del libro que ha dedicado a este tema Manolo Revuelta (Ediciones La Piqueta-Queimada, Madrid). Ejemplar por el escándalo mismo -sevicias a presos en una cárcel «cuya sola arquitectura ya es malvada», como dijo de cierta, torre Chesterton- y ejemplar por el celo desplegado por gente sospechosa y gente por encima de toda sospecha para obstaculiza la denuncia, presentándola como obra de resentidos o agitadores ¿Por qué esta inquina? Porque Herrera de la Mancha reabría una llaga espectacularmente cerrada en el costado de nuestra democracia: la situación de las cárceles españolas. Las torturas de Herrera tienen que ser un error o una turbia maniobra porque, en caso contrario, habría que admitir la posibilidad de que una de las «soluciones» más entusiásticamente refrendadas por todos los parlamentarios -la reforma penitenciaria- fuese un parche efectista y notablemente insuficiente, cuya misión consistió en bloquear ulteriores y más profundas inquisiciones respecto a un tema vidrioso. «¿Herrera de la Mancha, dice usted? ¿Pero eso no es una cárcel? ¡Si lo de las cárceles ya está atado y bien atado! ¡Si lo ha resuelto un progresista apoyado por todos los proguesistas que en el mundo han sido! Me huele que tras de todo esto debe andar la extrema derecha o los GRAPO ... » El informe sobrio y riguroso de Manolo Revuelta no sólo acumula todos los datos del caso -algunos de ellos, como ciertas declaraciones de presos, producen escalofríos-, sino también da cuenta de estas reacciones que produjo la denuncia y recensiona las increíbles acusaciones que se vertieron contra los abogados que levantaron la liebre del asunto. Reducir la cuestión a una maniobra contra García Valdés no fue más que una forma neurótica de patalear por la resistencia que la desagradable realidad opone a dejarse solucionar por la reforma-espectáculo. Señalemos finalmente dos ejemplaridades más de la historia de Herrera. Por un lado, el comportamiento que, con calificativo cariñoso, podríamos llamar «desconcertante» del juez Hijas (hay que ser muy cariñoso al calificar a los jueces en estos días), encargado de instruir el sumario correspondiente: exigió una fianza exorbitante en plazo mínimo a los promotores de la acción popular contra las supuestas torturas, se ha negado a realizar la mayoría de las pruebas solicitadas por los querellantes, se ha negado a procesar a los funcionarios inculpados, incluso tras la petición en tal sentido del fiscal, etcétera. Recientemente, la Audiencia Provincial de Ciudad Real le ha devuelto el sumario de Herrera por considerarlo «incompleto», lo que revela bien a las claras que la extrañeza ante su forma de proceder comienza a contagiar a círculos cada vez más amplios. Entre tanto, los funcionarios denunciantes son trasladados de cárcel, los presos que acusaron continúan en las más duras condiciones de incomunicación, mientras el tiempo pasa y el asunto rueda hacia el marasmo, la reiteración estéril de los mismos gestos, el traspapelamiento, el olvido... Pero hay otro ejemplo en el asunto, y éste no es negro, sino esperanzador. Es el ejemplo de esos tres millones de pesetas reunidos en un mes (con las fiestas de Navidad y Año Nuevo por medio) mediante participación popular: venta de bonos, préstamos de particulares subastas de obras de arte, festiva. les de música, donativos, etcétera. Hubo gente -mucha gente- que advirtió con toda claridad que solidarizarse con esta acción popular a la que se ponía tan insólito obstáculo económico era defender el derecho individual y concreto de cada cual a no ser arrollado del todo por los mangantes del espectáculo. En el libro de Revuelta viene detallada la lista de donantes: entre ellos, mucho pasota y mucho desestabilizador, mucho abstencionista, la pégre, quoi...

No es momento de crear conflicto con las instituciones ha dicho don Fernando Abril. Cuando llegue el momento, descuiden que él nos avisará. Ahora es el momento de crear un eje Norte-Sur (¿dónde habré oído yo antes esto?) de cárceles tipo Herrera, para los que la Dirección General de Instituciones Penitenciarias necesita unos sesenta millones de pesetas. Puede ser un buen remedio contra el paro: se pone a los parados a construir cárceles y, cuando acaben, se les mete dentro y en paz. Pero no seamos maliciosos: es momento de reformas e incluso de reformas de la reforma. Gracias a ello vamos avanzando a pasos lentos pero seguros hacia la profundización de la democracia, como es notorio: ¿no oyeron ustedes el otro día al ministro Rosón? Si todos fuéramos como los querellantes de Herrera, quién sabe a qué abismos nos hubiésemos precipitado ya. El sereno reformista sabe que lo mejor es enemigo de lo bueno; en cambio, el obcecado revolucionario cree que lo bueno, cuando olvida la lucha por lo mejor, se degrada en regular y luego se hace francamente malo. No va a gustar a muchos este libro-documento de Manolo Revuelta, porque es francamente intempestivo: al espectáculo le va la penumbra, la iluminación indirecta y filtrada, mientras que Herrera de la Mancha es, figúrense ustedes, la luz de pleno en los ojos.

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