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Europa y el benedictinismo

La historia gusta de estas extrañas paradojas como la de este monje, Benito de Nursia, de cuyo nacimiento se cumplen ahora quince siglos y que es recordado como el creador de un cierto tipo de hombre: el europeo. La orden benedictina, que lleva su nombre, debe su existencia, como muy bien ha visto Aldous Huxley, a la aparente locura de ese joven que, «en lugar de hacer lo que le correspondía, lo razonable, que era estudiar en las escuelas romanas y llegar a ser administrador bajo los emperadores góticos, se aisló, y durante tres años vivió solo, en una cueva en las montañas. Cuando se hubo hecho hombre de mucha oración, volvió, fundó monasterios y estableció una regla para llenar las necesidades de una orden que se perpetuaría a sí misma, de contemplativos que trabajan intensamente. En los siglos siguientes, esta orden civilizó el noroeste de Europa, implantó o restableció los mejores métodos agrícolas de su tiempo, proporcionó los únicos elementos de educación entonces disponibles y conservó y diseminó los tesoros de la literatura antigua. Durante generaciones, el benedictinismo fue el principal antídoto contra la barbarie». Enseñó a los europeos a vivir en pequeñas comunidades regidas por la razón, unos hábitos suaves y tolerantes y un conjunto de formas externas que no eran ni la cortesía -costumbre áulicas o de Corte- ni la urbanidad -formas de las gentes que viven en la ciudad-, sino la delicadeza o cuidado en hacer sentir a las gentes, que se acercan, que son importantes, es decir, únicos.Y cuando el benedictinismo se historifica demasiado, esto es, cuando la propia Iglesia se ha adecuado demasiado a su tiempo e incluso se ha convertido en una perfecta sociedad de ese tiempo y el monasterio se transforma a su vez en una institución perfectamente feudal, de las propias entrañas benedictinas brota la reforma, el regreso a las fuentes que inicia, por ejemplo, Bernardo de Claraval y que supone un nuevo aporte al modo de ser del hombre europeo. Y este aporte es tan intenso que no le falta razón al profesor Duby cuando escribe que «Europa es cisterciense».

La búsqueda de la simplicidad y de la desnudez origina una peculiar estética que se asiente sobre la «compositio», la luz, los espacios vacíos, la pura rugosidad de la piedra blanca incisa con leves adornos geométricos o vegetales, el arco apuntado que permite la esbeltez. Las tintas de los miniados en los libros serán únicamente dos. Los ojos se vuelven hacia el interior, y la religiosidad misma, a la vez que se laiciza no poco, se torna dulce e íntima. Se valora de manera esencial el trabajo de las manos y se orienta la economía monástica a las explotaciones silvo-pastorales que deben hacerse personalmente. Y también hacia el tráfico monetario, lo que era algo muy progresivo en la época. La lucha por unas normas objetivas de convivencia, que garanticen la libertad contra la arbitrariedad de una autoridad indiscutible, cuajan en la institución del «Parliamenturn», en 115, cien años antes de la Carta Magna.

Este «Parliamentum» legisla, modifica y abole las leyes monásticas, elige a un abad general y puede deponerlo, controla su poder. Pero ni siquiera el «Parliamentum» o Capítulo General tiene poderes absolutos. Las distintas comunidades pueden oponerse a él, si razonan su oposición. Se admite la objeción de conciencia individual y colectiva, y todo el gobierno monástico se va asentando bajo estos tres principios democráticos: 1) el sufragio universal,- 2) la participación en la gestión de los asuntos mediante la discusión y la votación, y 3) la delegación de poder y el «recall» o posibilidad de rebajar a la mitad el tiempo del mandato de quien se ha elegido; y, además, se pone en marcha todo un complicado sistema de precauciones contra la intimidación, de construcción de mayorías, de saneamiento de decisiones minoritarias, etcétera, es decir, un sistema de balanzas y contrabalanzas que sirvan de baluarte contra el arbitrio del poder, como expresión de la desconfianza ante éste y ante quienes lo detentan. El propio Bernardo escribió cosas contra el papado como poder de tan alto tono y colorido, que, hoy mismo y en este país, sería imposible escribir sin caer bajo las iras de los tontos y los hipócritas o de las mismísimas leyes. Y Benito fue hombre de vida y pensamiento tan laicos que incluso a la hora de pensar en dejar a sus monjes una norma escribió un librito de escasas páginas y cuyo fondo es simplemente un conjunto de preceptos racionales y empíricos sobre la gobernación de una casa: la «Regula».

Por todo esto, el hombre europeo tiene contraída una deuda de gratitud hacia aquel muchacho de la burguesía romana del Bajo Imperio que, para hacerse un hombre de mucha oración, escapó a la gruta de Subíaco y, aparentemente, mostró así su indiferencia por la historia de los hombres y su destino. Esta misma historia nos muestra ahora que, sin embargo, fue uno de sus grandes revolucionarios y que el tipo humano que creó con su obra y el valor cultural de ésta en sí misma y como antídoto de la barbarie están entre los más notables logros de la especie.

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