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Reportaje:

La expedición vasca victoriosa del Everest había quedado en 1974 a 300 metros de la cima

El éxito -vigésimo en el Everest- ha acompañado a la expedición vasca, dirigida por el doctor Juan Ignacio Lorente, poco antes de la llegada del terrible monzón. La catalana del Centro Excursionista de la comarca del Bagés, que poseía hasta ahora el récord de altura conseguido por españoles, al ascender al Makalu, también en la cordillera del Himalaya, a 8.481 metros, debió desistir. En ambos casos la pasión por la montaña ha empujado a todos estos hombres a no escatimar esfuerzos. Algunos han perdido su trabajo, han solicitado préstamos a título personal y se han jugado la vida en una empresa que, de no haberla conseguido, hubiese quedado casi en el más absoluto anonimato. Ellos mismos dicen, no obstante, que los tiempos en que subir al Everest era una cuestión de orgullo nacional o una proeza personal ya han pasado a la historia.Aparte de Lorente, en la expedición hay dos vitorianos más, Sáez de Ollazagoitia y Rosén; Felipe Uriarte, que al desistir Lorente por agotamiento es muy posible que sea el segundo en llegar a la cima, es de Pasajes de San Juan; Juan Ramón Arrue y José Urbieta, de Azpeltia; Enrique de Pablos y Emilio Hernando, de Bilbao; Ricardo Gallardo, de Oyarzun; el médico, Xavier Garayoa, de Pamplona; Xavier Erro, de Lesaca. Doce en total, entre los cuales se encuentran varios veteranos de la anterior aventura himaláyica.

Comienza la aventura

El primer paso desde Katmandú, ya en Nepal, para llegar al campo base es el altipuerto de Lukla; darlo en falso puede ser fatal. La avioneta tiene que sortear los fuertes vientos entre un estrecho pasillo de montañas. En pleno vuelo, con un bandazo, se suelta el cinturón de seguridad. La sonrisa oriental del piloto nepalí no convence un pelo. Deja caer literalmente el pequeño De Havilland entre dos filas de casitas de piedra sobre un firme poco común, plagado de pedruscos y socavones. Abajo, completando la maniobra, un soldado provisto de una vara y un silbato despeja la pista de transeúntes. Cosas propias de Belmondo en un filme de acción. Pero otros aterrizajes no fueron tan felices como el nuestro. Todo un arsenal de chatarra de fuselajes y restos de alerones dan la nota de color.En este mismo altipuerto perdieron la vida la mujer y la hija de sir Edmund Hillary, el maduro aventurero y explorador neozelandés que cruzó la Antártida, buscó al yeti y fue el primero en alcanzar la cima del Everest. Allí le encuentro, esperando un envío de medicamentos para el hospital que ha fundado en Kunde. Veintisiete años después de su hazaña, la recuerda así:

«Eran las 11.30 de la mañana. Corté el oxígeno y me quité la máscara. Llevaba mi cámara fotográfica dentro de mi camisa para tenerla caliente y entonces la saqué e hice que Tensing, el sherpa que ascendió conmigo, posara en la cumbre empuñando su piolet en el que había una ristra de banderas: británica, nepalí, de las Naciones Unidas y de la India. Luego dediqué mi atención a la gran extensión de terreno que se veía a nuestros pies en todas direcciones». Hillary ha fijado su residencia en el techo del mundo, ha fundado escuelas y hospitales, con el propósito, como él mismo declara, de que los sherpas, los guías de la montaña, «dejen de ser ciudadanos de segunda clase»

Está al tanto de las noticias que vienen del Campo Base: «Culebrear el Everest es sobre todo una cuestión de suerte; si el viento no se mantiene lo echaría todo a perder», me dice, y aunque lo de la suerte suene a socorrida excusa, en este caso es verdad. Aquí las cosas se miden por otro rasero. Estrechamos las manos: no hay duda, el Everest e Hillary son dos estados físicos de un mismo material.

El camino (?) de Lukla (2.800 m.) al Campo Base (5.450 m.) sólo se puede recorrer a pie. Todo abastecimiento de las expediciones se hace por medio de yacks. Ningún piloto de helicóptero se arriesgaría a lanzar allí un paquete de biscottes ni por todos los dólares del City Bank of Manhattan. En la marcha hasta el pie del Everest uno cree estar rodando Las Minas del rey Salomón: la camisa se lleva pegada al cuerpo, un sol transparente y las consecuencias de los mosquitos, el uno y los otros, producen dolorosas quemaduras en la piel. La sed es un inconveniente un poco menor, pero también; los nepalíes tienen por costumbre no servir el té hirviendo hasta no haber dado cuenta del último grano de arroz con tomate y chiles. Es como salir del Sahara y comerse una caja de polvorones. Los cuervos zumban alrededor durante el lunch, y la cabeza con la altura. Es necesario no hacer una aclimatación precipitada, a riesgo de pescar un edema pulmonar o cerebral. En tal caso el desenlace es contundente. Quienes lo sufrieron son legión. Todavía habrá que salvar algunos precipicios con un puente inverosímil, o desfilar al borde de un barranco que se abre cortado a pico en el abismo. Todo aquí adquiere un valor relativo, salvo el pellejo.

En las estribaciones del glaciar, el paisaje produce estupefacción. Millones de bloques de piedras de todos los tamaños, arrastrados por un río de hielo que se desplaza de medio a un metro diario, lo que produce constantes desprendimientos. A unos centenares de metros las piedras han comenzado a caer, primero las más pequeñas, las últimas, del tamaño de un utilitario. Le pregunto a Gyaltsen, el sherpa, si debemos pasar por allí, acaso con la esperanza de que me diga que no, que estamos esperando un taxi. «Yes, sir», me contesta sin nublar su sonrisa; por un momento me acuerdo de la del piloto y tiene algo en común. No cesan los crujidos bajo nuestros pies. Gyaltsen prueba la consistencia del hielo a pedradas. El sistema no parece muy convincente, pero no hay otro. En un par de ocasiones las piedras se desprenden al pisar; no cabe otra cosa que apretar el paso, aunque a más de cinco mil metros se posee la misma agilidad que un buzo en cubierta. Cuatro horas de marcha por el glaciar del Khumbú, y lo que al principio parece una ilusión a causa de la altura o el agotamiento es un hecho: « Base Camp », dice Gyaltsen, señalando con el dedo.

Casi incomunicados

Entre diciembre y marzo llegaron los componentes de ambas expediciones. El correo en el Himalaya está bastante mal tratado, y sólo a través de la emisora de radio que utilizan para comunicarse de un campo a otro se capta algún parte de la BBC. Aquí las noticias frescas son moneda poco frecuente. Unos quieren saber qué ha pasado con las elecciones al Parlamento vasco; los otros, si el Barca sigue perdiendo. Uno quiere saber por qué escalan el Everest o el Lhotse y las dificultades que entraña. La locura de cualquiera de ellos por subir al Everest es tan inexplicable como la del capitán Ahab persiguiendo a Moby Dick. Hablamos con los vascos de las dificultades: a partir de los siete mil metros el cuerpo sufre un desgaste progresivo del que no se recupera. La falta de oxígeno afecta a las células cerebrales y los alimentos no se asimilan. Se lleva comida liofilizada. La falta de presión hacer hervir el agua sin dar tiempo a que los alimentos se cuezan. Eso sin contar temperaturas que alcanan los -60º y vientos que pueden llegar a 175 km/h.; con vientos superiores a 80 km/h. la ascensión no es posible.Es la hora de comunicarse con el Campo II, una pequeña tienda a 6.500 metros. Felipe Uriarte pide estacas de nieve y leche Mont Blanc. «En el Campo l», dice Uriarte, «han tenido que asegurar la tienda clavando los piolets en el suelo. El viento aprieta». La moral es sólida allá arriba, pese a que desde las cuatro de la tarde están metidos en los sacos, un poco aburridos, y comiendo galletas a -40º. La comunicación se interrumpe. Fuera, el bramido de un alud en la cascada de séracs .Suena como una batería de costa Nunca se conoce el verdadero alcance de un desprendimiento hasta un rato después. La comunicación no se reanuda y la tensión crece por momentos.

Durante la conversación, el interior del techo de la tien da se va cubriendo de hielo. Aquí llegaremos a los -24º.

Entre los 7.000 y los 8.000 metros tendrán que subir por una pared con 45º de inclinación. Enesta rut se instalan los dos últimos campa mentos, el III, a 7.300 metros, y el IV, a 8.000. Los sherpas de altura se encargarán de abastecer a todos ellos. Transportan alimentos, oxigeno y material de escalada en equipos de 15 kilos. Son hombres que conocen bien la montaña. Pero cuando nieva, las grietas se cubren y deparan tanto peligro como un campo de minas. Un sherpa cayó en una grieta de 50 metros. «Tuvimos que rescatarle nosotros», dice Garalloa; «los demás sherpas no querían saber nada». Para entenderlo es preciso conocer su grado de superstición. Cargan el equipo que se ha de subir a los campamentos mascullando oraciones a la par que salpican de arroz y fórmulas mágicas todo aquello que les parezca fuente de peligro: grietas visibles o posibles, sectores de la cascada que amenazan desprendimiento...

Un nuevo alud, ahora por la cascada del Lho-La. No tiene nada que envidiar al anterior, «Ya ha pasado el "29"», dicen a coro. Los desprendimientos resultan algo tan cotidiano como esperar el autobús.

Aquí no hay cuervos a la hora de cenar, pero cruje todo. Durante la noche se han llegado a abrir grietas en el suelo de las tiendas. Tampoco se oye el cencerreo de los yacks, que se vuelven abajo inmediatamente que han soltado su carga, pero la tos acompaña a todos como una nana. El aire no tiene humedad, y el resultado para las mucosas es algo semejante en dureza y consistencia a las habichuelas.

Ascensión al último campo

La ascensión desde el último campo puede durar hasta doce horas, y ante la inminencia de la noche y el agotamiento de lajornada, el peligro de congelación es mucho mayor. Hay casos de quienes hicieron la cumbre y de regreso se les echó la noche encima, quedando congelados. Las pruebas no se retiran. En la actualidad, un suizoamericano y, una alemana son el dato escalofriante y visible. Sus cuerpos congelados quedaron allí. Los que suben tendrán que contemplar y pernoctar junto a tan macabro testimonio.Desde el principio ya estaba previsto quién o quiénes iban a llegar a la cima: «Actuamos como un conjunto rotativo que alterna sus actividades abriendo rutas, montando campamentos... Atacar la cumbre será cosa del equipo que esté en el lugar adecuado y en el momento oportuno. No se puede prever ahora. Y si las condiciones lo permiten, no será sólo un equipo, sino los más posibles». Luego llegaría Martín Zabaleta en primer lugar.

En el campamento catalán tenían un planteamiento similar, y además añadieron: «Desde que iniciamos actividades extraeuropeas el grupo decidió que no se daría a conocer el nombre de la persona o personas que hicieran el pico. Este no es un equipo de vedettes. El esfuerzo nunca es de uno solo; en nuestro caso, ni siquiera de los catorce que estamos aquí, sino de todas las personas que en Manresa están trabajando en otros terrenos para que la ascensión sea un hecho».

A los postres, la ikurriña y la senyera convocaban la cuestión. Hubo quien apuntó la cima del Everest como la primera victoria política de Euskadi para 1980. Se ha cumplido. Los catalanes, que abandonaron, lo veían de otra manera: «Pensamos que la montaña no tiene que confundirse con la lucha política. La época en que hacer cumbre en el Himalaya suponía un prestigio nacional es algo que ha pasado a la historia. Hoy día se va a la montaña a hacer montaña».

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