Salvar a Gran Bretaña, acabando con la política socialista, la obsesión de Margaret Thatcher
En una tarde lluviosa y desapacible de mayo, hoy hace un año, Margaret Thatcher, 53 años, licenciada en Químicas y Derecho Fiscal traspasaba las puertas del número 10 de Downing Street para convertirse en la primera mujer jefa de Gobierno del mundo occidental. El día anterior había conducido a su partido a la victoria en las elecciones generales con la mayoría más abultada conseguida por los conservadores desde finales de la segunda guerra mundial.
Para los británicos se trataba de una elección general más. Para la señora Thatcher, no. Cuando, contra todo pronóstico de los analistas políticos, fue elegida primero para suceder a Edward Heath en la jefatura del Partido Conservador, y después primera ministra, la señora Thatcher no pensaba simplemente en sentarse en la poltrona al frente del Gabinete. Ella entendía su misión de otra forma, casi mesiánica. Había que salvar a Gran Bretaña, había que detener «el continuo declinar» de este país y devolverte su grandeza. Y en eso está, para bien o para mal.Desde el primer momento, Margaret Hilda Thatcher, de soltera Roberts, la hija de un modesto tendero de Grantham, en el condado de Lincolnshire, impuso un estilo personal, que no tenía nada que ver con el de sus inmediatos antecesores, James Callaghan, Harold Wilson y Edward Heath. No es que fuera mejor o peor. Es que era, simplemente, distinto. La flema y la astucia, el pasteleo y el compromiso tradicionales en la forma de hacer política de sus antecesores, fueron sustituidos inmediatamente por la franqueza y la agresividad.
Como en las películas de Hitchcock, de las que acertadamente dijo un crítico que eran simplemente eso, «películas de Hitchcock, en las que los actores cuentan poco», el Gabinete Thatcher, más que un Gobierno conservador, es un Gobierno Thatcher.
Luchadora incansable
Luchadora incansable, las discusiones en el seno del Gabinete son las más belicosas que recuerdan los comentaristas políticos británicos. Y, precisamente por eso, a la primera ministra no le gustan nada los miembros del Gabinete que no luchan. Quien plantea la batalla tiene, por lo menos, su respeto. Ella opina de todo y sobre todo, y su oratoria acaba derrotando, la mayoría de las veces por cansancio, más que por convencimiento, a sus colegas de Gabinete. Se dice que dos miembros del Gobierno, lord Soames y Peter Walker, líder de los conservadores y ministro de Agricultura, respectivamente, comentaron desolados, a la salida del primer Consejo de Ministros: «Pero ¿vamos a ser capaces de soportar esto durante cinco años?».Genio y figura hasta la sepultura, Margaret Thatcher es incapaz de contenerse cuando viaja al exterior, y durante una visita a Washington, como líder de la oposición de su majestad entonces, le largó una conferencia de 45 minutos al presidente Carter sobre política nacional e internacional sin dejarle meter baza una sola vez.
Obstinación y tenacidad, pero sobre todo fe en lo que hace, son quizá las características que mejor definen a este típico producto de la pequeña burguesía británica que, contrariamente a sus predecesores, aborrece los viajes al extranjero porque entiende que el contribuyente le paga para «gobernar las islas Británicas». De su obstinación y tenacidad pueden dar fe mejor que nadie sus colegas de la Comunidad Económica Europea, y principalmente el presidente Giscard y el canciller Schmidt, que la han soportado durante dos cumbres comunitarias y que, muy posiblemente, lo tendrán que hacer por tercera vez el mes que viene.
Personaje combativo, naturalmente su política es tremendamente combatida y contestada. Su primera declaración al país tras su elección comenzaba con una cita de san Francisco de Asís: «Pongamos armonía donde hay discordia», está muy lejos de ser plasmada en la realidad. Una reciente encuesta de opinión puso de manifiesto que nada menos que el 80% de los británicos consideran la actual política conservadora como «divisoria».
El resultado de su gestión al frente del Gobierno no parece nada brillante si hay que remitirse a la matemática de los números. La inflación, que hace un año no llegaba al 10%, está a punto de llegar al 21 %, y el número de parados ha roto, por primera vez desde la guerra, la barrera del millón y medio.
Pero la teoría de la señora Thatcher, que aplica implacablemente las tácticas monetaristas del profesor Milton Friedman, es que las cosas se tienen que poner muy mal para después arreglarse. No solamente estamos mal, advierte a sus conciudadanos, sino que vamos a estar peor, como consecuencia, dice ella, de veinte años de política socialista donde nos hemos dedicado a gastarnos lo que no teníamos. El Gobierno no tiene más dinero que el de los contribuyentes, y no se puede estar continuamente dándole a la máquina de imprimir billetes, que es el camino más seguro hacia la bancarrota.
La mayoría parlamentaria, 43 diputados, permite al Gobierno conservador llevar adelante, de forma inflexible, su política económica con la esperanza de que un estricto control de la masa monetaria y una moderación de salarios, ante el temor de más paro, hagan descender la tasa de inflación. Las previsiones en este sentido son que la curva inflacionista comenzará a bajar a partir de agosto para situarse en torno al 17% a finales de año. El objetivo final es que para 1983 la inflación habrá bajado muy por debajo del 10% y ése será el momento de realizar una nueva reducción de los impuestos por trabajo personal y convocar elecciones.
Por el momento, los ingleses le han dado dos toques de atención. En la primera elección parcial celebrada después de las generales, en una circunscripción segura, la mayoría conservadora descendió de seis mil a cuatrocientos.
Y en las elecciones parciales celebradas el primero de mayo, los laboristas obtuvieron importantes avances en todos los ayuntamientos importantes de Escocia y de las zonas industriales del norte de Inglaterra.
Sin embargo, hay que resaltar que, a pesar del descontento reflejado por estos datos, Gran Bretaña ha pasado un invierno absolutamente tranquilo a efectos de huelgas y que la única importante, la del acero, que duró once semanas, pasó sin pena ni gloria. El Gobierno se mantuvo en sus trece de no intervenir y la industria británica desarrolló sus actividades normalmente, sin notar la falta de una sola tonelada de acero. Igualmente, la gigantesca empresa nacionalizada British Leyland ha ganado todas las votaciones a favor de la continuidad en el trabajo y la aceptación de los planes de relanzamiento de la compañía, a pesar de que suponen en el futuro el cierre de trece plantas y el despido de 25.000 trabajadores.
Política exterior
Si discutida y atacada es su controvertida política interna, la señora Thatcher cuenta con la sincera admiración de sus conciudadanos por la forma de dirigir la política exterior británica. Su principal éxito, ayudada por lord Carrington desde el Foreign Office, ha sido resolver el problema de Rhodesia, que obsesionó durante quince años a los sucesivos Gobiernos británicos.El país comparte por entero, igualmente, la determinación de su primera ministra en conseguir una sustancial reducción de la contribución británica al presupuesto comunitario. En este tema, como en Fuenteovejuna, se puede afirmar que están «todos a una».
Como afirma el Sunday Times, «el universo thatcherista está destinado a alumbrar un nuevo mundo, o a terminar despeñándose por un precipicio».
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