Decepcionante feria de Sevilla y olímpica reacción del público
La feria de Sevilla, que terminó el domingo, ha sido decepcionante. Nunca un público ha tolerado con tan olímpica renuncia de sus derechos el fraude reiterado que supuso la presentación y condiciones de los toros. Los famosos silencios de la Maestranza, que tanto admiran y tanto se elogian, fueron en realidad tolerancia suicida, porque con ellos se transformará en vulgaridad y descrédito la categoría de la Maestranza. «Malos principios quieren los gitanos», decían en Sevilla cuando se produjo el esperanzador resultado de los dos primeros festejos. El inaugural, en efecto, habría de ser más importante en el ámbito ganadero, porque los Guardiola, muy bien presentados y encastados, compusieron una excelente corrida. Y el siguiente tuvo la actuación cumbre de Curro Romero, en la que abundaron los momentos de asombrosa inspiración.
Estos buenos principios dieron razón al dicho gitano, y la feria, con muy pocas situaciones sobresalientes -Paquirri quizá fue el único que verdaderamente las protagonizó-, cayó inmediatamente en un fondo de vulgaridad y aburrimiento. Las figuras, o figuritas, en general, aburrieron, y los toros, con abundancia de chicos, sospechosos de pitones e inválidos, tuvieron tal presentación y dieron tal juego que continuamente se rebasaban las fronteras del fraude. Todo esto habría podido corregirse con una afición menos contemporizadora y una autoridad que supiera mantenerse en su sitio, pero no hubo nada de esto. Los sevillanos reafirmaban los «silencios de la Maestranza» tarde tras tarde, con lo cual le hacían el mejor juego al taurinismo.
Ahora, en medios taurinos sevillanos, se lamentan y cunde la alarma: todos plantean el problema de la crisis de bravura y poder de las ganaderías. Pero no hay tal cosa. En cualquier feria -lo vimos el año pasado en Pam plona- salen corridas con trapío, fuertes y bravas, o serias, como ocurre en Madrid. Y sin ir tan lejos: una feria simpática, pero apartada del calendario taurino que pudiéramos llamar «oficial», como la de Almería, de la que fuimos testigos, aun distando mucho de ofrecer el toro reglamentario, resultó bastante más decorosa que la caricatura de flesta que hemos podido ver en la Maestranza. La pretendida casta de los Torrestrella jugados en la feria de abril es uno de los motivos de comentario elogioso en las tertulias sevillanas y también las de los Mitira. Pero no ha habido tanto. Los Torrestrella, que casi todos se arrlLncaban de largo al caballo en la primera vara, en las siguientes -en su mayoría picotazos o simples simulacros- reculaban, e inclu,so llegaban a quitarse el palo. Los Miura tuvieron la personalidad conocida de la casa, pero no resistencia, pese a sus apabullantes pesos, ni bravura. La fuerza de los nombres ganaderos un prestigio merecido y consolidado, por supuesto- ha primado en esta feria sobre lo que en realidad sucedió en el albero de la Maestranza, y relega a un cierto e injusto olvido a la mejor corrida, que fue la de Guardiola.
Si hay motivos de meditación sobre los resultados de la feria de Sevilla quizá sean los principales aquellos que giran en tomo a un público que ha respondido en taquillas como nunca -los llenos se producían a diario- y, en cambio, tarde tras tarde, se vio defraudado con un espectáculo que, salvo excepciones, sobre su falta de autenticidad, era de un aburrimiento mortal. He aquí, una vez más, una clientela en potencia, a la que se ha invitado seriamente a no tener nunca más la ocurrencia de volver a una plaza de toros. Afortunadamente, Sevilla cuenta con una magnífica afición que puede hacer mucho para que la Maestranza sea de nuevo lo que fue siempre. Hay tiempo para meditar la reforma.
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