El divorcio que viene
EL GESTO del señor Díaz Piniés, diputado de UCD por Ciudad Real, de presentar una enmienda a la totalidad del proyecto de ley de Divorcio enviado a las Cortes por el Gobierno ha desbaratado, como por encanto, el pequeño e inconvincente tinglado para la farsa que estaba a punto de inaugurarse en el Congreso a propósito del tema.Ni que decir tiene que la posición de fondo del señor Díaz Piniés es tan exasperada como insostenible. Su descalificación del proyecto de UCD como radical y extremista hará sonreír tanto a los católicos como a los agnósticos, que coinciden en criticar, desde una concepción postridentina de la autonomía de la sociedad civil, de las relaciones entre la ciudad política y la ciudad religiosa y de los derechos humanos, la, ultramoderación y supercautela de la regulación del divorcio propuesta por el Gobierno.
La interpretación de los acuerdos con la Santa Sede como legislación positiva supraconstitucíonal para reforzar sus argumentos es una penosa tentativa del parlamentario manchego para conceder fuerza normativa a su muy peculiar y peregrina interpretación del derecho natural. No menos grotesca es su sugerencia de que el Estado tome a su cargo el salvamento de los matrimonios en crisis, no se sabe bien si mediante el procedimiento de sufragar con cargo al presupuesto los honorarios de los consultores conyugales o apostando fuerza pública en la puerta de los hogares con problemas, para obligar a los cónyuges a ser felices e impedirles cometer adulterio. Rebasa, en cambio, el nivel de la pantomima, para elevarse a la categoría de insulto, la equiparación que realiza el señor Díaz Piniés entre la legalización del divorcio y la legalización de las violaciones, los atracos y la violencia terrorista. La simple idea de que los millones de ciudadanos y ciudadanas europeos y norteamericanos divorciados, entre los que figuran miembros de la flor y nata de la política y la cultura del mundo entero, serían en España delincuentes condenados a reclusión mayor seguramente producirá a muchos fervientes católicos la molesta sensación de que su fe, aunque no su caridad, es compartida por gente ligeramente estrafalaria.
Y, sin embargo, el diputado Díaz Piniés merece un elogio público no sólo por la sinceridad con la que ha expresado sus más bien intransferibles opiniones, sino también porque ha tenido el valor de pronunciarse en un asunto que concierne a sus creencias y a su sensiblidad moral, de acuerdo con lo que, a su juicio, constituyen principios intemporales por encima de las conveniencias políticas coyunturales.
En este sentido, el parlamentario manchego ha destrozado las coartadas y las racionalizaciones con las que los sectores progresistas de UCD, en los que figuran agnósticos y católicos tolerantes, se aprestaban a respaldar, con el clavel rojo en la solapa, el alicorto, tímido y represivo proyecto gubernamental, deseoso de encontrar un culpable -a ser posible, pecador- y una víctima -a ser posible, digna de lástima- en las disoluciones matrimoniales, empecinado en instalar trabas de procedimiento y de tiempo para el divorcio, y resuelto a impedir que un matrimonio desavenido pueda concluir pacífica, amistosa y rápidamente su forzada e indeseada convivencia. El Gobierno se ha inventado un marco presto a recibir con alborozo malos tratos, infidelidades de astracán, tragedias calderonianas sobre el honor, chistes de taberna o delitos para, sin prisas y con muchas pausas, admitir el divorcio. Pero no está dispuesto a tolerar que dos personas que decidieron voluntariamente en el pasado vivir juntas resuelvan, también voluntariamente, dejar de hacerlo y volver a casarse sin mentir ante los tribunales, cubrirse mutuamente de fango o inventar historias rocambolescas. Ante ese hipócrita y cínico planteamiento hay que exigir, no de la política, sino desde la ética. ciudadana, a los diputados y senadores de UCD que discrepan privadamente de una ley que hiere y maltrata su conciencia, un comportamiento público y de voto tan congruente con sus creencias como el señor Díaz Piniés lo está siendo con las suyas.
A este respecto conviene hacer explícitas algunas ideas que, pese a su obviedad, seguramente habrá que repetir hasta la saciedad frente a la mala fe objetiva de los antidivorcistas militantes. En primer lugar, las posturas ante el divorcio pueden ser independientes del estado civil y de las costumbres privadas de quienes las mantienen. Que un monógamo inveterado, firmemente resuelto a conservar su relación matrimonial de por vida, defienda el derecho de sus conciudadanos, a divorciarse es seguramente un hecho tan frecuente como la figura del antidivorcista frenético con amante fija y esposa abandonada. En segundo lugar, la situación material y afectiva de los hijos preocupa tanto o más a los divorcistas que a los antidivorcistas, en ocasiones más interesados en guardar las formas sociales que en impedir el sufrimiento de los hijos en un hogar desgraciado. En tercer lugar, las posiciones críticas respecto a determinados pronunciamientos de la jerarquía eclesiástica en torno al tema ni son patrimonio exclusivo de los agnósticos ni implican sentimientos antirreligiosos de quienes los pronuncian. Nadie más temeroso de una miniguerra de religión que un laico; y nadie más deseoso que un ultramontano de desatar reacciones anticlericales mediante provocaciones a las creencias de los agnósticos.
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