El derecho de Estado contra el Estado de derecho
Desde hace unas semanas hay, en algún lugar de Europa, un país en el que una persona se puede pasar legalmente doce años en prisión antes de ser sometida a juicio. Hasta ahora, el límite establecido era de diez años, pero sin duda lo estimaron demasiado liberal y lo corrigieron. Y el país, tan tranquilo.En ese mismo país, y con el mismo motivo, acaba de reconocerse el derecho formal de militares y policías a registrar barrios enteros y hasta toda una ciudad, si hace falta, sin orden ni supervisión judicial, tanto de día como de noche, simplemente ante la sospecha de que exista algún escondite de armas. En adelante, un pogromo dejará de serlo para transformarse en una acción pública totalmente legal. Y el país, tan tranquilo.
Aquí la imaginación ya está en el poder: ¿Qué jurista, en cualquier otro lugar, sería capaz de concebir delitos tales como el de... cumplimiento virtual de actos sospechosos de ser objetivamente preparatorios de violencias terroristas? ¡El mismo derecho canónico nunca fue tan atrevido, tan prolijo y tan preciso! Aquí es ley desde hace unas semanas. Y el país, tan tranquilo.
Desde hace 49 años
Satisfecho, contento de saber por fin que, siempre en virtud de ese mismo decreto -en caso de extralimitaciones militares o policiacas, desde luego-, se detiene al culpable, si la ley lo exige o el juez lo ordena, pero la prisión es su cuartel, adonde debe acudir el juez para interrogarlo. Si el asunto se pone delicado, el fiscal general, sin necesidad de motivar su decisión, puede sustraer su instrucción de las manos del juez que la lleve y encargarse él mismo de ella o confiársela a sus ayud antes. Y el país sigue tan tranuilo.
En este país, desde hace 49 años, entre los delitos perseguibles por la vía penal están los de vilipendio -ultraje, esa majestad- del jefe del Estado y del Gobierno, de la religión del Estaclo, de los oficiales de un regirniento del Ejército o de los magistrados de un tribunal. Hay, al raenos, una decena de delitos de subversión ideológica y de opirtión, como, por ejemplo, las instigaciones al odio de clases. Todo ciudadano que haya cumplido el servicio militar permanece sujeto a la jurisdicción militar y a sus códigos militares de paz, promulgados en otro tiempo por su majestad el rey de Italia y (le Albania, emperador de Etiopía, y por su «jefe de Gobierno, por la gracia de Dios y la voluntad de la nación», el Duce del fascismo, Benito Mussolini, 1941.
Así pues, como se ve, el derecho del Estado no se preocupa en Italia del Estado de derecho. Desde que la unión nacional y el compromiso, histórico han unido a la Democracia Cristiana y al Partido Comunista, con sus tendencias externas y sus fieles, se han agravado seis veces los códigos Fascistas en el espacio de cuatro años.
¿Qué importa que hasta en su discurso sobre El estado de la Unión el presidente Carter haya hecho pública su preocupación ante los riesgos de una respuesta autoritaria al terrorismo en Italia, y que se citen los secuestros, puntuales y reguígres, de un semanario satírico romano? ¿Qué importa que The Economist sea del mismo parecer? La única oposición en Roma son los radicales. Y los radicales han sido declarados fuera de la ley en adelante, sobre todo por Berlinguer, con más violencia verbal y de la otra de la que se le reprocha a Marchais contra Mitterrand y Rocard.
En efecto, ¿por qué dar crédito a esos extraños herejes que somos nosotros? ¿Para qué divulgar nuestros «excesos», nuestras «paradojas»? ¿Qué importa que denunciemos -sin que casi nadie lo sepa-, tanto en París como en Roma, que el presupuesto de la Administración de justicia no sea más que el 0,67% del presupuesto nacional, mientras que desde hace años pedimos que se le triplique, por lo menos? ¿Qué importa que nos quedemos solos al exigir que se respete la Constitución al cabo de 32 años, creando, por lo menos, esa policía judicial dependiente directamente de los magistrados y de la que nadie quiere que se hable? ¿Qué importa que nos hayamos opuesto al decreto aquí citado porque constituía el 67º en seis meses, uno cada dos días laborables, lo que representa un verdadero golpe de Estado permanente, denunciado por el presidente de la República y los presidentes de las asambleas? El número 67, mientras que durante los cinco años de la Cámara legislativa clerical y autoritaria elegida en 1948 el Gobierno dictó, en total, siete. ¿Qué importa que exijamos inútilmente que después de once años se concluya el proceso de la primera gran matanza terrorista, la ocurrida en Milán el 11 de diciembre de 1969, que, según ha probado la justicia, contó con complicidades de los servicios secretos de la Administración del Estado (que en el mejor de los casos sería el aprendiz de brujo de las matanzas de hoy) y otras muchas, más graves quizá, como la de los tres carabineros asesinados en Peteano en 1970?
¿Quién puede negar, en efecto, que entre los diferentes terrorismos un círculo infernal de chantaje paraliza a los poderosos de ayer y de hoy? En último extremo, el poder de los partidos oficiales, en Italia, no cuenta sólo con las leyes citadas, no sólo con procedimientos insólitos (esos generales llamados inspectores generales de la Administración en función extraordinaria o prefectos, u otros que asumen el mando de regiones donde se concentra un 40% de los ciudadanos italianos, una política de armamento frenético de las fuerzas militares de policía y hasta de los guardias de hacienda), sino también con mayorias parlamentarias soviéticas o fascistas del 90% o 95% de los representantes elegidos; con la casi totalidad de la prensa (toda subvencionada por el Estado), con esos sindicatos tan politizados, con los poderes regionales, con la Cofindustria, así como con las cooperativas...
El Estado, derrotado
Y, sin embargo, en el aspecto militar, como puede verse, son los terroristas los vencedores. El Estado está acosado por bandas de desesperados o fanáticos cuyos actos infames gozan de plena libertad para difundirse e incrementarse día a día desde hace años. Este circulo infernal se nutre a sí mismo. Cada asesinato solicita -explícitamente, de manera convergente, por una y otra parte- una ley igualmente infame. Cada ley de este tipo, en este juego de sangre, se convierte en un banderín de enganche para los dos campos. Héroes y mártires: esa es la moneda corriente en esta pax romana.
El único blanco contra el que esta clase dirigente democristiana y comunista apunta, e incluso consigue dar, es el mismo al que apuntan los terroristas: el Estado de derecho, la Constitución republicana, la esperanza de una mayor justicia en una mayor libertad, una civilización jurídica, liberal y democrática. Así es como la oposición no violenta, constitucional, pacifista, democrática, legalista e intransigente, cuyo instrumento y organizador es el Partido Radical, está a punto de convertirse en el verdadero enemigo de este régimen. Frente a las infamias terroristas y a estos crímenes jurídicos de los partidos oficiales, nuestra oposición molesta y da miedo.
Cada vez es menos necesario demostrar la eficacia de nuestros métodos. Por medio de nuestra acción parlamentaria, de nuestras luchas no violentas (juventud, objeción de conciencia, desobediencias gandhianas y socráticas), nuestras campañas referendarias (aborto, leyes de excepción, financiación pública de la burocracia y de los aparatos de partido, códigos penales y militares fascistas, leyes que niegan los, derechos de las instituciones locales a controlar la instalación de centrales nucleares, tenencia de armas, caza incontrolada y salvaje ... ), de nuestras acciones parlamentarias tanto internacionales
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como nacionales contra el exterminio por desnutrición, se dibuja y se afirma una alternativa que ayer parecía menos real que las alucinaciones y las llamaradas calificadas de revolucionarias y que la realpolitik comunista o democristiana. Para el que quiera verlos, numerosos síntomas vienen a demostrarlo: desde las prisiones, por ejemplo, donde los náufragos de la acción violenta se convierten en la no violencia.
Dos escuelas
De este desastre tiene tanta parte de culpa el Partido Comunista como la Democracia Cristiana. Es el instrumento poderoso, el primer motor de esta política llamada de unidad nacional o de compromiso histórico, que no es para mañana, por la sencilla razón de que funciona y prevalece desde hace, al menos, un decenio. La lucha (si se puede llamar así) es una lucha entre dos escuelas diferentes: más vale -según una de ellas- que los papeles sigan siendo los de una Democracia Cristiana que tiene el monopolio del supuesto poder, y el PCIel de una supuesta oposición, mientras que -para otra escuela- más valdría que todos estuvieran oficialmente en el seno del mismo, Gobierno (cuestión de poner algunos bancos y taburetes más alrededor de la mesa del Consejo de Ministros, que desde hace algunos años no hace más que obedecer la voluntad de los partidos de la unidad nacional).
Mientras tanto, el Estado está en plena putrefacción. Como todos los padrinos de la unidad nacional tienen una especie de veto sobre todas las leyes importantes de reforma, no hay reforma que no se pudra ya antes de ver la luz. Es el obstruccionismo permanente contra el Parlamento y contra toda posibilidad de Gobierno-real de la sociedad.
Nosotros, los radicales, hemos bloqueado durante diez días, pero abiertamente, democráticamente, según los reglamentos y la Constitución, el itinerario de una de esas leyes inútiles y violentas, fascistas. Entonces, ¡qué escándalo! Pero nadie se escandaliza de las leyes violentas, bárbaras y suicida!; inadmisibles, según parece, si se promulgan en Moscú o en Buenos Aires (y entonces habría que demostrarlo). Se escandalizan ante quienes intentan darlas a conocer y juzgar, dentro del respeto a la no violencia, a las leyes y a los reglamentos parlamentarios. Somos nosotros, una vez más, los «fascistas», los «traidores sociales», los «terroristas», los «maricas», los «drogados», los «sionistas», los «exhibicionistas», los «fanáticos», los irresponsables. Lo mismo que fueron juzgados por el PCE y sus partidos hermanos, por el partido fascista en los años treinta, todos los auténticos antifascistas, ya se llamasen Gramsci, o Rosselli, Trostky o Russell ya se llamasen Zinoviev o Blum, Brandt o Mann.
Pero los aprendices de brujos no han terminado ahí. De ahora en adelante, en Italia será posible y factible un golpe legal. Sin cambiar las leyes de Zaccagnini y de Berlinguer será posible que cualquier violento o impostor, rojo o negro (de hecho los dos colores a los que más apostó Benito Mussolini), mantenga el poder en Italia.
¿No valdría la pena, queridos amigos y camaradas, abrir un debate en París sobre este tema?
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