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El diablo está en los templos

En estos días de Semana Santa nuestros flamantes ayuntamientos democráticos se encuentran metidos en apuros de dificil salida: ¿deben acudir oficialmente a los actos religiosos que forman parte de la vieja tradición de los pueblos por ellos regidos? ¿No estamos en un Estado laico y desconfesionalizado? ¿Habrá que ceder por prudencia política para no irritar a la misma mayoría que los votó?Es curioso descubrir que este problema fue planteado hace siglos en nuestra España imperial y católica por un personaje tan hondamente religioso como lo fue don Francisco de Quevedo y Villegas. En su libro Política de Dios y gobierno de Cristo, dedicado a Felipe IV, dice cosas tan peregrinas como éstas: «Y no deben fiarse los reyes de todos los que llevaren a la santa ciudad y al templo; que ya vemos que a Cristo el demonio le trajo al templo. ¿Qué cosa más religiosa y más digna de la piedad de un rey, que ir al templo y no salir de los templos, y andar de un templo en otro? Pero advierta vuestra majestad que el ministro tentador halla en los templos despeñaderos para los reyes, divirtiéndolos de su oficio, y hubo ocasión en que llevó al templo, para que se despeñase, a Cristo.»

Y es que Quevedo, desde su profunda fe religiosa, era un decidido anticierical o contrario a la confusión entre religión y política. Así se explica que se atreva a exhumar un documento que de alguna manera se ocultaba pudorosamente, y que era nada menos que una carta del rey Fernando el Católico al primer virrey de Nápoles. En ella se daban instrucciones al virrey sobre unas pretensiones del Papa con miras a la ampliación de su jurisdicción política en el reino de Nápoles.

El rey, a pesar de su epíteto Católico, no terne en dar estas órdenes tajantes: «Estamos muy determinados, si Su Santidad no revoca luego el breve y los actos por virtud del fechos, de le quitar la obediencia de todos los reinos de la corona de Castilla y Aragón y de facer otras provisiones convenientes a caso tan grave y de tanta importancia... Y vos faced extrema diligencia por facer prender al cursor que vos presentó el dicho breve, si estuviere en ese reino, y si le pudiéreis haber, faced que renuncie y se aparte, con acto, de la presentación que fizo del dicho breve y mandadle luego ahorcar... Y digan y fagan en Roma lo que quisieren; y ellos al Papa, y vos a la capa.»

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A continuación, don Francisco publica unas «advertencias, disculpando los desabrimientos desta carta»: «A los que la temerosa ignorancia llaman religión, parecerá que bizarrean mucho con el nombre de católico tratando del Papa sin epítetos de hijos, y de sus ministros tan como su juez; mas es de advertir que el gran rey pudo tratar de su jurisdicción con el Papa, pues en esa materia Cristo no se la disminuyó a César ni se la quiso nunca desautorizar, como se vio en el tributo... Supo este gran rey atreverse a enojar al Papa, y halló desautoridad en los ruegos, y conoció el inconveniente que tiene la sumisión medrosa... Parecióle al Rey Católico que se le caía la capa a su virrey, embebecido en oír las excomuniones del Pontífice, y acordóle de que parecía mal en tantos extremos; que perder la capa es descuido, y dejársela quitar, poco valor.»

Si esto se atrevió a hacer un rey que se denominaba específicamente católico, frente a las pretensiones temporales de la Iglesia, ¿hemos de criticar negativamente la lógica actitud de unos regidores de la ciudad, que por definición son neutrales frente al fenómeno religioso? ¿De qué iglesia tienen miedo algunas de nuestras autoridades cuando ceden (contra sus propios principios) y se dejan integrar en la rutina de las viejas costumbres nacionalcatólicas? No ciertamente de la iglesia-comunidad, de la que fundó Jesús y de la que dijo que no debería homologarse con la sociedad profana. A lo mejor. tienen miedo de esotra iglesia que todavía conserva no pequeño poder en el ámbito profano (político, económico, escolar). ¿Se trata de un compromiso histórico a la vista? ¿De un neoconstantinismo camuflado?

Si por iglesia entendemos la comunidad de los creyentes en Jesús, hijo de Dios, ya sabemos cómo se las gastaban los primeros cristianos, según se nos dice nada menos que en un libro sagrado, la Epístola de Santiago: «Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro y con vestido elegante, y que entra también un pobre con vestido sucio. Si atendéis al que lleva el vestido elegante y le decís: «Tú siéntate aquí en lugar preferente»; y al pobre le decís: «Tú quédate allí de pie, o siéntate bajo mi escabel», ¿no juzgáis con parcialidad en vuestro interior y os hacéis jueces de pensamientos inicuos? » (2, 2-4).

O sea que, si nuestras autoridades se inhiben de ocupar puestos de preferencia en las ceremonias religiosas, no solamente están actuando coherentemente con sus principios democráticos y aconfesionales, sino que están coincidiendo con las exigencias más profundas de la «iglesia-que-debería-ser» (y que por fortuna lo es en muchos y perdidos espacios de nuestra geografía hispánica).

Por el contrario, si no se pueden quitar de encima el compromiso (?) de la presidencia de actos religiosos o de su presencia oficial en ellos, entonces habría que recordarles (sobre todo, a los que son cristianos de entre ellos) la grave advertencia de don Francisco de Quevedo y Villegas: el demonio está en el templo, dispuesto a despeñar al que se deja tentar de poder, incluso bajo la piadosa apariencia de condes cendencia ecuménica.

José María González Ruiz teólogo, y canónigo magistral en Málaga.

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