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Un español universal

El autor de El sentido humanista del socialismo, Fernando de los Ríos, rondeño como su s ilustres deudos Antonio Ríos Rosas y Francisco Giner de los Ríos; maestro en la. Universidad de Granada; diputado, ministro, embajador, intelectual en exilio; orador y pulicista insigne; admirador del «hombre universal» renacentista, era esencialmente un español universal.En mi memoria -fui discípulo suyo en Granada por los años de 1922 y compañero de partido y de Parlamento- están presentes su palabra cordial, su delicada cortesía, su respeto profundo a toda creencia y opinión, su comprensión generosa, aspectos que pueden resumirse en aquel concepto suyo, de raíz ginerista, que enlazaba al hidalgo con el hijo de sus obras. Era, en suma, la realización del entrañable enlace de la bondad y la belleza como camino de la verdad.

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Múltiples momentos puedo evocar de aquel hidalgo, pleno de sabiduría, de esa sabiduría que no consiste sólo en el contenido científico, sino en la total encarnación humana del ansia de perfección. La sabiduría como «camino de perfección». Me parecía y me sigue pareciendo, más de medio siglo después, ejemplo del arquetipo de conducta que el lector atento ve en los Diálogos, de Luis Vives, en uno de los cuales aparecen jóvenes hidalgos españoles, afectados por la tradición bélico-caballeresca, que escuchan y meditan las discretas palabras del maestro humanista-cristiano, encaminadas a enderezar por caminos de concordia y elevación espiritual a sus discípulos.

Recordaba con frecuencia don Fernando su visita en Weimar a la casa en que había vivido Nietzsche. No hacía muchos años de la muerte de este filósofo alemán y su casa era visitada con fervor. La hermana del maestro acogió cordialmente al joven visitante español. «Le oí decir, hablando de su país, esta frase: "España es un país que ha querido demasiado." » Ese querer demasiado de su nación es concepto clave en el pensamiento y en la acción de Fernando de los Ríos.

Perteneció al grupo famoso de jóvenes españoles que estudiaron en Marburgo con el filósofo alemán Cohen, figura ilustre del neokantismo. Nos contaba cómo Cohen le había hablado de los publicistas españoles del siglo XVI, como Francisco de Vitoria y Fernando Vázquez de Menchaca, y de su influencia en Grocio, el famoso jurista holandés. Vio, sin duda, confirmada por esa autoridad la atención que empezaba a recobrarse en España, olvidados los trabajos del historiador Martínez Marina, por la escuela de teólogos y juristas que, sobre todo a la luz del descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo, dieron pasos de avance considerable al derecho de gentes y o la filosofía política. Hacia 1928 legó, creo, en la Universidad de Harvard un sagacísimo ensayo sobre Religión y Estado en la España del siglo XVI, que en pocas páginas alcanza a dar profunda interpretación de lo que fue esencialmente el sentido de la monarquía española con Felipe II. El jurista observa serenamente la concepción del Estado-Iglesia, como él la llama, y el español se conmueve con el drama de la conciencia disidente, que aparece en la expulsión de los judíos españoles y en la condena y persecución del erasmismo, tras el gran momento perdido de la frustrada concordia religiosa defendida por los consejeros jóvenes de Carlos V, como su secretario Alfonso de Valdés, su discreto agente en Nápoles, Juan de Valdés (uno de los más clásicos prosistas españoles, con su Diálogo de la Lengua), y por aquella emocionante carta de Luis Vives al papa Adriano VI, sobre el Estado y los tumultos de Europa. El drama de la conciencia disidente lo vive Fernando de los Ríos en su propia sensibilidad y en su entrañable incorporación de España como categoría ética y estética.

Lleno de fe en el diálogo, en el ansia de verdad propia de todo hombre, la discordia de los españoles le abruma. A las pocas semanas de la huelga revolucionaria de 1917, cuyo alcance histórico está lejos de haber sido estudiado, lee en Granada el discurso de apertura del año académico en la universidad, profundo ensayo sobre La crisis de la democracia, y exclama: «España nuestra, tierra santa, tierra de nuestro máximo amor.» Le duele España, como a Unamuno, y de su dolor surgen su afán y su esfuerzo por conseguir para ella libertad, decoro y perfección. Ideales que los cree posibles, no como ingenuo alcance de un momento de violencia creadora, de una revolución armada y total, sino como un aspirar y lograr de cada día, como, en la asíntota de los geómetras, la recta se parte y multiplica para lograr la perfección de la circunferencia, sin lograrlo nunca del todo, pero acercándose un poco cada día.

A esa tierra madre dedica sus esfuerzos de luchador político, de gobernante, de exiliado, de maestro y ciudadano del mundo. La República de 1931 le encarga sucesivamente de las carteras de Justicia, Instrucción Pública y Estado.

En el Gobierno trabajó con amor y eficacia. No como hombre de partido. Para el Tribunal Supremo buscó los jueces más capaces y prestigiosos, sin parar mientes en su procedencia. En la Comisión Jurídica Asesora, la antigua Comisión de Codificación, concentró a los juristas más ilustres. Su mayor obra la realizó en menos de año y medio en el Ministerio de Instrucción Pública.

Aquella afanada creación y construcción de escuelas, la formación de los maestros, las misiones pedagógicas, la iniciación seria de los centros preescolares, la creación de institutos y escuelas de trabajo, la reforma universitaria, no por aparatosas leyes generales, que no se aplican, sino con normas certeras y realizaciones autónomas y estimuladas por el Estado, como fue la nueva facultad de Filosofía y Letras de Madrid, y empezaba a serlo la Universidad Autónoma de Barcelona, la fundación de los centros de Estudios Arabes y Clásicos, la reforma de la Biblioteca Nacional, la difusión cultural a través de los maestros, la radio y las bibliotecas en centenares de pueblos de España, la Universidad de Verano de Santander, el apoyo a la, Junta de Ampliación de Estudios, las colonias de vacaciones, las excursiones escolares -inolvidable el viaje colectivo a Grecia de los estudiantes españoles- y otras múltiples tareas hacen que aquella gestión no tenga par en la historia de la cultura española.

El exilio acendró si cabe más esa entrañable y esencial naturaleza española del hidalgo andaluz. Desde la Universidad de Nueva York, creada, en beneficio del saber de Estados Unidos y del mundo, con maestros europeos exiliados hasta múltiples ciudades de Hispanoamérica: México, Bogotá, Quito, Santiago, Buenos Aires, La Habana, don Fernando de los Ríos llevó por todas partes esa generosa entrega al mundo de la mejor hidalguía española.

José Prat es senador socialista.

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