El Estado plural
Ha dicho repetidas veces quien hoy publica este articulo, acogiéndose a la generosa hospitalidad de EL PAÍS, que cambiar la estructura del Estado no significa destruir ni disminuir la unidad y buena convivencia nacional entre los pueblos que constituyen España. Es esta una idea antigua que coincide, precisamente, con el momento en que las minorías directoras de la pluralidad de España tenían mayor coherencia y ánimo de conjunto.Estos días, releyendo, por razones que no son del caso, la Declaración magistral de las obras de Horacio, el doctor Valleu de Biedma, que se publicó en Granada, el año 1959, me ha sorprendido, pues no lo recordaba, lo que dice en la dedicatoria del autor de «mi patria», refiriéndose a «este reino de Granada», en comparación con los otros reinos de «nuestra España». Si me dejase ir por este camino, podría acabar un sinnúmero de citas con lo que en el mismo sentido dice el nacionalista vasco don Tomás de Sorreguieta, presbítero, cuya semana Hispano-Bascongada es libro que cada vez leo con mayor gusto.
Pero nada tiene que ver lo anterior, llévense hasta donde se lleven las posibilidades de la idea, con el hecho lamentable y peligroso de fomentar la hostilidad entre nuestros pueblos. Pudiérase incluso, por deformación de los hechos, interpretar la historia de España como el proceso de la continua reyerta de pueblos que quieren alejarse unos de otros. Aun así, habría que advertir que el distanciamiento no podría ser mucho, porque acabaríamos todos cayéndonos al mar. Sin hacer demasiadas concesiones a la geopolítica, conviene no olvidar que al fin y al cabo vivimos en una península y algunas islas.
Me asusta, y creo que hay razones para ello, que la insigne torpeza de bastantes de nuestros políticos concurra a enfrentar comunidades lingüísticas, políticas; históricas, etcétera. Si se cuartea nuestra unidad profunda de convivencia y equipo, acabaremos ahogándonos todos, unos en el Atlántico, en el Mediterráneo otros. Es notable que quienes niegan en la teoría y se oponen a la unidad de la clase trabajadora, por entender que es una idea marxista, intenten fomentar su fraccionamiento para resquebrajar la inevitable unidad de convivencia y fines entre nuestros pueblos. Permítaseme que desde la independencia de criterio que procuran bastantes años de cátedra y de vida advierta que fomentar las contraposiciones entre nuestras nacionalidades y regiones es un disparate que tiene poca justificación cuando nace del error, y ninguna, si procede de las ambiciones políticas.
No se crea, pues solemos pecar de simples cuando menos debemos serlo, que se atiza el rescoldo de la hostilidad cuando la hay, o se enciende si no existe, por la acción del Gobierno y los partidos políticos. Mayor culpa hay muchas veces en la omisión. Omisión a la que me voy a referir de modo concreto y que tiene dos aspectos de suma importancia:
Uno, puramente facticio: la necesidad, a mi juicio urgentísima, de poner en práctica el artículo 158 de la Constitución, que se refiere a los desequilibrios interregionales y específica que para hacer efectivo el principio de solidaridad «se constituirá un fondo de compensación con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las comunidades autónomas y provinciales, en su caso». En este fondo deberían intervenir el Estado, los partidos políticos, los sindicatos y los empresarios. En un sistema económico como el que admite nuestra Constitución, las inversiones de las diversas nacionalidades y regiones entre sí pueden servir de equilibrio y reactivar poderosamente la economía, además de canalizar hostilidades y vencer incomprensiones. El fondo de compensación, que aparece tan rotundamente señalado en nuestra Constitución, es una de las instituciones de más urgente necesidad.
Otro, tan urgente o más que el primero, se refiere a crear la doctrina necesaria para amoldar los principios fundamentales de la Constitución ala estructura plural del Estado, encarnada en las autonomías. Conceptos como los de autogobierno, soberanía, administración compartida y bastantes otros necesitan configurarse por la doctrina, porque la doctrina es fuente de derecho. Los constitucionalistas españoles y los aficionados a estos estudios, que son numerosos, no deben repetir sin más las ideas establecidas.
No se olvide que casi no tenemos experiencia en la práctica de un Estado como el que define la Constitución actual, cuya estructura puede dilatarse respecto de la pluralidad y sus condiciones hasta límites quizá insospechados por los legisladores. Adviértase que esto no es crítica, sino elogio, pues las Constituciones son tanto más fuertes y duraderas, cuanto más flexibles son. Aprovechar conceptualmente esa flexibilidad para aplicarla a la práctica daría seguridad y sosiego a los entes autónomos y a fuerzas poderosas, los empresarios, por ejemplo, que no son políticas.
Bueno será decir, para evitar que se entienda que se quieren desperfilar las diferencias que de suyo existen, que cabe y es lícito sostener y animar las contradicciones y canalizarlas hacia la inevitable síntesis. Pero las contraposiciones parecen en principio, y así se configuran, insolubles, y son menester muchos esfuerzos y sacrificios para que se conviertan en contradicciones.
Me permitiré resaltar, por último, que fomentar la hostilidad entre nuestros pueblos es, y así debe apreciarse, conculcar la Constitución, hágalo quien lo haga. La Constitución acepta el Estado plural, cuya estructura puede ser tan amplia y flexible como se quiera. Acepta, por consiguiente, las legítimas consecuencias del principio, pero no que nos empujemos y hostilicemos hasta despedazamos y caemos todos al mar.
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