La otra oposición
Reconozcamos que este país y esta clase política son difíciles de entender. Hemos asistido estos días a dos hechos que en cualquier lugar de eso que se llama «nuestro entorno geográfico y político» hubieran ocasionado, cuando menos, un serio debate y una reacción política. Aquí lo único que se detecta es un gesto de resignada preocupación que a menudo toma forma de escepticismo y otras de miedo. Pero todo el mundo está metiendo la cabeza debajo del ala y, por aquello de no alarmar que la situación no está para eso, se está dando la callada por respuesta a una serie de interrogantes que están en la calle y, como en los viejos tiempos, en la prensa extranjera. Cualquiera que estos días haya paseado por los aledaños de la Audiencia Nacional, en pleno centro de Madrid, habrá podido observar la presencia, entre osada y provocadora, pero sobre todo firme, de un aluvión de jóvenes para quienes, entre otras cosas, la prohibición de utilizar la bandera española con fines partidarios no cuenta en absoluto. Y la pasividad de la fuerza pública ante ostensibles amenazas y provocaciones. Algunas calles de Madrid han sido estos días una repetición de aquella famosa secuencia de la película Cabaret, sin que las autoridades hayan considerado oportuno intervenir para hacer cumplir la Constitución. En fin, está claro que los coches celulares que sirven incluso para llevar a un editor a declarar no están para eso...Por los mismos días, una granada, lanzada por un aparato que por muy artesanal que sea exige un alto grado de preparación técnica y que obviamente no puede transportarse en la baca de un utilitario, cae a 150 metros del despacho de la Presidencia del Gobierno. Y, que se sepa, no hay otra reacción que unas coplillas sandungueras cantadas por los empleados de la Moncloa. Esta vez ni siquiera hubo comunicado de los partidos políticos, incluido el del Gobierno, ni expresa mención en el siguiente Pleno del Congreso. Al menos, hace algo más de un año, cuando la «Operación Galaxia», Felipe González llamó a la Moncloa. Debe de ser que se considera normal que a la misma hora en que en el Parlamento se habla de terrorismo por parte del ministro del Interior con la atenta atención de toda la Cámara, se bombardee la Presidencia desde un edificio abandonado situado a escasos metros y que es como una torre vigía sobre todo el complejo ministerial. Claro que ETA (p-m) sólo quiso amenazar y, como dicen algunos, todos vivimos de milagro. Especialmente, Suárez.
Pero de una cosa y otra, fascistas en la calle y haciendo gala de una no tan invisible protección y ETA (p-m) pasando a una fase superior en su escalada, nadie quiere sacar consecuencias. Es como si los políticos mirasen para otro lado. Y ahí están para demostrarlo los últimos plenos del Congreso, donde el índice de ausencia en los escaños ha estado cercano al 30%. Aunque, a decir verdad, las cosas no hubieran variado aunque el hemiciclo hubiera estado al copo. La rigidez del sistema parlamentario español es tal que el bombardeo del palacio de la Presidencia, porque ese es en definitiva el hecho, no despierta ya ni un asomo de inquietud. Y es que hay cosas en el panorama general político español de las que ya ni siquiera se habla en los pasillos de las Cortes. Los «poderes paralelos», de uno u otro signo, empiezan a cobrar como una resignada carta de naturaleza.
En una situación política como la actual, donde ciertos síntomas de desestabilización de la democracia son palpables en varios frentes, la clase política española parece no tener otro objetivo ni otras miras que los distintos procesos electorales. Las urnas son el gran tótem al que se sacrifican todos los planteamientos de responsabilidad y de sentido común. El espectáculo del referéndum no ha sido estimulante y sí tremendamente significativo. Y en medio un pueblo frustrado entre la chapucería del Gobierno, a quien, por cierto, el tiro le ha salido por la culata, y una oposición creando expectativas imposibles de cumplir.
¿Y cuál es el panorama en el resto del Estado? Lo primero que salta a la vista es que el espíritu que hizo posible la Constitución ha saltado hecho añicos en varios puntos clave: el desarrollo de las autonomías, el sistema educativo, la crisis económica, etcétera. El Gobierno se debe encontrar muy fuerte cuando con su arrogancia se permite el lujo de desdeñar cualquier tipo de negociación no para volver al «consenso», sino pura y simplemente para hacer que los cauces establecidos no se desborden innecesariamente. Las polémicas Gobierno-oposición rara vez trascienden los niveles de los enfrentamientos personales en una aburrida retahíla de improperios y de descalificaciones mutuas que tienen la curiosa virtud de escamotear todos y cada uno de los problemas. Y que recuerdan demasiado a menudo la fábula de los galgos y de los podencos. ¿Alguien ha caído en la cuenta del significado de que mientras en el Parlamento se hablaba de terrorismo de izquierda y de derecha una bomba explosionase en las narices del presidente, y en las proximidades de las Salesas se hiciese una ostensible exhibición de desprecio por la democracia? Pues parece que no. Jugar a la política como si estuviéramos en Inglaterra es, en estos momentos, un modo como otro cualquiera de irresponsabilidad. Y eso es exactamente lo que se está haciendo cuando el poder se refugia en su olimpo y prefiere ignorar determinado tipo de síntomas, mientras se embarca en operaciones políticas maniobreras sin ninguna planificación a medio plazo, y la oposición se lanza en picado sobre objetivos estrictamente coyunturales intentando arrancar votos no a los decepcionados, sino a los adversarios, a quienes en tono de reyerta callejera se les niega el pan y la sal. Habría que preguntarse si el palpable desprestigio de los partidos políticos, y, por tanto, de la democracia, no tiene su principal origen en este constante enfrentamiento que huye, sin embargo, del debate público y que se amansa después en los restaurantes de cinco tenedores.
Está muy claro, para quien quiera verlo, que estamos asistiendo a la consolidación de la «otra oposición». Una oposición que tiene muy poco de británica y va directamente contra la democracia y contra las instituciones tan trabajosamente conseguidas. El peligro es real y no puede alegremente desecharse. Ante él no se trata de añorar «consensos» ni de resucitar compadreos. Pero sí de recordar que mientras unos sólo parecen pensar en los votos, «la otra oposición» trabaja cada vez menos en la sombra y con mayor osadía. Y, por lo que parece, sin reacciones apreciables o, por lo menos, eficaces. Piénsese seriamente si estamos en este marzo de 1980 más estables democráticamente que hace tres años, en la primavera de 1977, y si las instituciones de la democracia están ahora más seguras.
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