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Tribuna
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El cambio de mentalidad

El cambio en las estructuras política y constitucional no supone, obligadamente, un cambio de mentalidad de la opinión del país. Se puede vivir en un sistema democrático y mantener los peores talantes de intransigencia o de irrespeto hacia los puntos de vista del prójimo. Por eso es preciso llevar a cabo con carácter metódico una transformación de los hábitos de conducta si queremos que la democracia arraigue entre nosotros. De lo contrario, volveremos, poco a poco, a caer en el ambiente autoritario de antaño. Modificar la mentalidad es una tarea larga y difícil, como todo lo que supone un ejercicio educativo. Brotan a diario los síntomas que revelan lo necesario de ese cambio. Me voy a referir a unos cuantos aspectos que confirman la persistencia de la mentalidad de ayer.La libertad de expresión, por ejemplo. A diario observamos los ataques que recibe. Se condena a un periódico de la derecha al total racionamiento publicitario por sus críticas hirientes vespertinas en la capital de España. Se amenaza a un semanario de gran difusión con impedir su venta incendiando los quioscos que lo difunden y provocando la huelga de los mismos. Dos diarios de Guipúzcoa son cerrados de la noche a la mañana por la cadena del antiguo Movimiento, al descubrirse, repentinamente, que no son rentables. Descubrimiento que se produce en plena campaña electoral al Parlamento vasco, en la que ambos diarios no se hallan en la línea incondicional que se exigía o se esperaba. Se prohíbe una película que relata con dramatismo un tremendo error judicial ocurrido a comienzos de siglo en Cuenca. Un director de periódico de Madrid es llevado al juzgado y procesado por no revelar las fuentes de su información. ¿Para qué seguir? Con esos botones de muestra se ilustra ejemplarmente el clima en que nos movemos. Hay reflejos viscerales que saltan constantemente y ponen en marcha dispositivos radicales. El temperamento prohibitivo puede más que el respeto al principio ético y constitucional. Y, sin embargo, la libertad de expresión es el hilo conductor de la sociedad política en un país libre, hasta el punto de que es un dato característico diferencial, que califica o no a un régimen democrático.

Hay un síntoma que no falla. Cuando la noche de las tinieblas del despotismo de cualquier signo cae sobre una nación, son los medios de expresión los primeros que perecen. En Kabul apenas tardaron un par de semanas en iniciarse las expulsiones de corresponsales y los severos controles de la información para que no hubiese duda de lo que allí se implantaba. En las dictaduras centro y suramericanas, el periodismo y los periodistas son la preferida carne de cañón de las persecuciones. Que las libertades de expresión deban tener sus límites y sus responsabilidades frente a los derechos del ciudadano y al intangible respeto a la ley es cosa sabida y aceptada por todos. Pero la vigencia efectiva de esa libertad en el ánimo de las gentes debe ser un requisito prioritario de la nueva mentalidad.

Otro ejemplo visible: la polémica sobre las autonomías. Se produce en estos momentos un general movimiento restrictivo en contra de la implantación del sistema autonómico por parte de poderosos sectores oficiales. «Es un frenazo, se explica, a la generalización del proceso. Por haber ido demasiado lejos con vascos y catalanes, ocurre lo que ocurre. Tomemos, en lo sucesivo, la vía del artículo 143, en vez del camino señalado en el artículo 151 de la Constitución.» La autonomía andaluza, cuyo referéndum está al caer, es objeto ahora de anatema, después de haberla propiciado por ese procedimiento durante largos meses. La autonomía gallega puede pasar, si se incluyen cláusulas de salvaguardia en el texto y se confirman las expectativas de voto conservador en el futuro. Vascos y catalanes son mirados con sospecha porque sus Parlamentos respectivos pueden ofrecer mayorías poco acordes con el ideario gobernante, cosa que también podía suceder, en su caso, en Andalucía. Tal enfoque del problema me parece poco democrático, revelando una mentalidad nada coherente con las instituciones que se tratan de consolidar en nuestro país. Se puede propiciar un Estado centralista o unitario, o regional, o autonomista, o federal, en orden a lograr un instrumento de gobierno, o un reparto de poderes, o un método de convivencia más adecuado al interés general de la comunidad española. Pero debiera ser ajeno al interés partidista tal criterio, hasta el punto de que este último condicione el sistema preferido. «Para que España siga siendo derechista conviene un centralismo unitario», es una proposición igualmente inaceptable que decir: «Preferimos una España federal para que sea mayoritariamente izquierdista.» Oímos en este asunto autonómico argumentos gravemente equivocados, utilizando el vocablo «otorgar» como si se tratara de privilegios de gracia o de concesiones cedidas o arrancadas trabajosamente. Pero lo esencial del espíritu autonómico no es el «otorgamiento», sino el «reconocimiento». El reconocimiento de un derecho constitucional o histórico o ambas cosas a la vez. Quien no asuma esa interpretación hará un pobre servicio a la causa del entendimiento entre españoles, que debe ser nuestra indispensable exigencia.

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Civismo democrático

Otros aspectos podíamos enumerar aquí sobre esa ausencia de la mentalidad conveniente para ejercer el civismo democrático, que aún no llega a los mínimos niveles esperados. Pienso en las calificaciones del dogmatismo excluyente que se leen y se escuchan con frecuencia, como son las condenas globales del marxismo -o del capitalismo-, que se expresan con cierto aire inquisitorial. Hoy día se llama «marxismo» a un conjunto de cosas bien diferentes. Es un método de análisis de los hechos y procesos económico-sociales y de su devenir histórico. Es una filosofía global del materialismo dialéctico que envuelve totalitariam ente al hombre. Es una doctrina política de la que se reclaman algunas potencias para justificar su política expansiva y hegemónica al servicio de un nacionalismo agresivo. Es asimismo un ideal que preconiza y propicia el modelo de una sociedad en que la responsabilidad última del bienestar ciudadano corresponde al Estado. Y en los socialismos democráticos de Occidente, un intento de lograr una progresiva y cambiante relación de fuerzas entre las clases que favorezca a la de los trabajadores.

Simplificaciones pueriles

¿Cómo incluir en un mismo paquete a perspectivas tan dispares? ¿Cómo hacer del «antimarxismo» algo que no sea sino una confusa plataforma de simplificación de fenómenos tan complejos y variados? Los ataques al capitalismo desde el otro lado no son menos pueriles y dogmáticos. El capitalismo es para estos debeladores el culpable de la crisis económica, del alto nivel del desempleo, de la inflación desorbitada y del alza y de la carencia de crudos petrolíferos. Y además ha inventado un diabólico proceso industrial llamado la energía nuclear. No hay, por lo visto, crisis económica en los países de economía centralizada, ni alza de precios de consumo, ni carencias petrolíferas, ni problemas alimenticios, ni energía nuclear contaminante. ¿No parece todo ello producto de una dialéctica infantil?

Superar esos antagonismos, es decir, la división del cuerpo nacional en bloques emocionales contrapuestos, es lo que yo llamo el cambio de mentalidad, tarea cotidiana y paciente a la que hay que dedicar mucha atención. Visitaba días pasados la espléndida biblioteca del Congreso, que se acerca ya a los 200.000 volúmenes, desbordantes en su difícil acomodo. Allí está buena parte de la historia política de España desde la muerte de Fernando VII hasta 1936. Luego hay una fractura y sigue la historia de media España hasta nuestros días, con ausenciay olvido de la otra media. Los diligentes y amables funcionarios que custodian, clasifican y ofrecen este tesoro documental a quienes lo solicitan no disponen apenas, en su inmenso catálogo, de los libros, revistas y semanarios publicados en el exilio durante el largo período de la diáspora, en París, o en Londres, o en México, o en Buenos Aires, o en San Juan de Luz. Adquirirlos era algo impensable hasta 1975. Y junto a ese vacío, es doloroso pensar en el destino de los importantes archivos documentales, políticos, personales y corporativos, perdidos en el extranjero durante ese lapso de tiempo, algunos de los cuales han ido a parar a universidades americanas. ¿Y qué decir de la serie copiosísima de volúmenes aparecidos en el mundo entero sobre la guerra civil española -millares de obras- que faltan en esta biblioteca, y que han sido analizados y comentados por investigadores y escritores extranjeros que se interesan por coleccionarlos, por entender que se trata del mayor drama histórico vivido por nuestro pueblo? Corregir ese desequilibrio bibliográfico en los fondos de la biblioteca del Congreso, biblioteca política por excelencia, es otro pequeño ejemplo de los cambios que deben realizarse para que nuestra mentalidad se vaya modificando.

Hay todavía demasiadas discriminaciones, maniqueísmos, recelos, temores, odios, violencias, represalias, antecedentes, escuchas telefónicas, servicios clandestinos, inercias ideológicas y gentes que añoran una perpetua guerra civil. Yo no sé si es cierta aquella humorada que decía que el fanatismo se cura viajando y que un pasaje de la Hamburg Amerika Linie ofrecido al cabo segundo Adolfo Hitler en los comienzos de los años veinte le hubiera permitido conocer Norteamérica y quizá influido en su mentalidad retrógrada y delirante, evitando la segunda guerra mundial. Lo que sí parece seguro es que la tolerancia es el símbolo más importante del progreso y compañera inevitable de la civilización. Hagamos un propósito colectivo de mentalizar el cambio sobrevenido, acallando los viejos hábitos del rencor. «Si tienes odio, no entres en la política», decía Jules Simon a los jóvenes liberales de su tiempo. «El odio es arena movediza e incandescent e sobre la que nada estable puede levantarse.»

José María de Areilza es diputado de Coalición Democrática y ex ministro de Asuntos Exteriores.

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