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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

El miedo, la guerra y el desencanto

En la sección «La cultura» del número de EL PAÍS correspondiente al 8 de febrero se ha publicado una entrevista que tuvo la amabilidad de hacerme mi amiga Rosa María Pereda, y que contiene tres inexactitudes que quisiera corregir, porque aunque me siento responsable de ellas, en una considerable proporción, debido a mi manera galopante de hablar, son, en verdad, tres inexactitudes.En primer lugar, yo, José María Pérez Prat, no combatí en el «Requeté», pese a que por entonces ese hubiera sido mi deseo más ferviente, sino en el ejército denominado «rojo» (con no demasiada exactitud y en un tono imprudentemente peyorativo), con la aclaración de que lo que hice entre los «rojillos» no podría llamarse combatir sin caer en una hipérbole del tamaño de una catedral. Es decir, que me encontré entre quienes no hubiera querido encontrarme por nada del mundo (aunque di con excelentes jefes y compañeros) y que no conseguí estar con quienes hubiera dado todo el mundo por estar (aunque no sé con qué me hubiera encontrado).

En segundo lugar, no recuerdo haber dicho que mi vida ha estado marcada por el miedo, la guerra y el desencanto; pero si lo llegué a decir, no creo que lo hiciera tan enfáticamente como se destaca en la entrevista, mereciendo el honor de los titulares. Es verdad que la guerra me troqueló, como a todos los de mi generación, y que el miedo se me agarró al cuello desde que se cometieron los primeros asesinatos, a finales de julio de 1936; pero me soltó tan pronto como «estalló la paz» (recordando el título de la novela de mi amigo José María Gironella). Más aún: el terror sin respiro que sentí por entonces aflojó su apretón en cuanto abandoné Ciudad Real para incorporarme al ejército republicano y dejé atrás mi afiliación al «Requeté» desde 1935 y mi tendencia insensata a meterme en peleas políticas. Pero aunque no he olvidado nada, por ahora, no me siento sobrecogido crónicamente por los recuerdos de aquella época, desdichada por tantos conceptos.

En cuanto al desencanto, también es verdad que desfondó mis simpatías hacia los ganadores en una época muy temprana, como consecuencia de lo que iba sabiendo sobre la dureza de la represió. Pero la ceguera que debió secretar mi egoísmo de superviviente me evitó conocerla en toda su extensión, en tanto que la necesidad de continuar mis estudios y de preparar unas oposiciones particularmente fuertes no me dejó tiempo para reflexionar sobre lo que iba sabiendo y para sacar las debidas conclusiones. Necesité varios años para pasar del desencanto a la hostilidad, y otros cuantos más para saltar desde esta última a la oposición ideológica absoluta, que, debo confesarlo sin demasiado rubor, se quedó in pectore (salvo en dos o tres ocasiones que no vale la pena recordar), porque no tuve el coraje y la honestidad, por igual admirables, que permitieron a Dionisio Ridruejo manifestar públicamente sus discrepancias en los mejores días (o, si se quiere, en los peores) de la dictadura.

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