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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El pianista Barenboim

Noveno Ciclo de Grandes Intérpretes. Pianista: R. Barenboim.Programas: Liszt, Chopin, Schumann y Brahms.

11, 13 y 15 de febrero

Los tres recitales dados por Daniel Barenboim esta semana han puesto al rojo vivo el entusiasmo de los melómanos madrileños. Creo que una reacción comparable no se da desde Arturo Rubinstein. Quizá existen conexiones entre uno y otro pianista que justifiquen la actitud del público. Porque Barenboim es, acaso, un ejemplo soberano de continuidad o enlace con el pianismo expresivista, musical, creador de sonido transparente y silencios activos, «poeta del piano», como habría escrito cualquier antecesor nuestro en la crítica. Intérprete a la vez mágico y lógico, en Barenboim todo queda claro, explícito y natural, pero hay siempre ese añadido emocional que depende de la íntima naturaleza del músico y ese extraño poder de comunicación que, inmediatamente, se torna fuerza captadora. El auditorio, entonces, se entrega sin resistencia y llega un instante en el que una amplia sala, como la del Real, abarrotada de gente (colmado el teatro y el escenario), adquiere clima de audición íntima, como si Barenboim estuviera tocando en su casa para unos pocos o para todos, pero uno a uno.

El homenaje a Halffter no me permitió seguir el recital Chopin, del que cuentan y no acaban. Pero asistí al programa Liszt y al Schumann-Brahms. Cuando se logra el «milagro» del Soneto 123 o la hermosa y continuada construcción de la Sonata en si menor, tan asomada al wagnerismo; cuando se profundiza en el secreto de las Escenas infantiles o se derrocha imaginación sonora, lírica, exaltada y narrativa en la Fantasía de Schumann o cuando se despliega en un proceso que va desde la intimidad a lo espectacular, el binomio Handel-Brahms en las Variaciones op. 24, el clamor queda justificado desde la más rigurosa exigencia artística. Se inicia luego el «otro» recital, el de los «encores», que el último día fueron catorce: Haydn, Mozart, Chopin, Schubert. Flexible y persuasivo, increiblemente coloreado y transparente, dominador de la más amplia gama dinámica, capaz de establecer el más variado juego de perspectivas, el pianismo de Barenboim convence primero, vence después. Sólo escuchar los dos «improntus» schubertianos habría valido por muchos recitales al uso; o el «preludio», o el «nocturno», o ese Haydn ligado y, al mismo tiempo, con cada nota rodeada de aire, como flotando en el espacio. Difícil, por no escribir imposible, explicar lo que fueron las actuaciones de Barenboim. También difícil dar una impresión del entusiasmo desatado: ovaciones interminables, bravos sonoros, voces individualizadas, peticiones de «vuelve pronto». Exactamente como en los días grandes del gran Rubinstein, herencia que, en muy diversos aspectos, asume desde su vivir y ser actual el fantástico Daniel Barenboim.

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