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Prietas las filas

Fernando Savater

Las épocas de desmoralización suelen ser las únicas verdaderamente morales que consiente la historia. Se habla de «desmoralización» desde un punto de vista totalizador, colectivista, estatal: la gente ya no cree en los Sublimes Ideales, deja de sacrificarse por la Misión Redentora de su patria, se burla del Imperio decadente, de la Razón Absoluta, de la Verdad Unica, del Camino Justo... Los hombres se despiertan solos y ateridos, mientras frías corrientes subversivas disipan el calor de establo de la comunidad. Del desconcierto y la soledad nace la componenda, se traman urgentes solidaridades parciales, se reinventan nuevos sentidos utilizando escombros del gran Sentido muerto: pululan epicúreos y estoicos, cínicos y cristianos, la moral pasa de nuevo del dogma a la búsqueda y de ésta a la confrontación ambigua con éticas opuestas. Quiebran los maniqueos y abren juego los eclécticos y los escépticos. Epocas de confusión, de inmoralidad, de «caos», según los Sumos Pontífices y, los Invictos Generales, los Mesías de Suburbio y los Promotores de la Prosperidad Pública y su riqueza privada. Pero épocas de indagación ética, donde la opción individual, su disidencia y su divergencia, vuelve a tener más peso que la fe inquebrantable en las órdenes rabiosamente aulladas desde las tribunas. Las catedrales se vacían de fieles y se llenan de turistas frívolos, se bosteza en las Universidades mientras se arde de pasión teórica por cien sofistas y mil curanderos del alma, cunde la desgana en los cuarteles y el entusiasmo en burdeles y tabernas. Los hombres, por un momento, dejan de marcar el paso. Dicha transitoria, desde luego: la confusión acaba, la claridad vuelve. Tras la desmoralización, la fuerza aunadora de una nueva fe, de un nuevo Destino en lo Universal, de otra gran Tarea Colectiva. Renacen los inquisidores, se desempolvan los uniformes y las campanas y clarines llaman otra vez a la Guerra Santa. Somos visceralmente ineptos por la incredulidad y la duda: animales de rutinas, de imitación, de aprobación pública, sociales, en suma, no sabríamos sobrevivir mucho tiempo en la intemperie ideológica. Al redil, al redil.Por lo visto, se acabó la desmoralización de finales de los sesenta y de la década del setenta. Epoca en la que ninguno podíamos decir con certeza si seguíamos siendo de los nuestros. Los «buenos americanos» comenzaron a alzarse contra el «sueño americano», a favor de la oposición a Vietnam y de la reivindicación de una forma de vida sensual en la corporalidad. Después, los inconformistas radicales dejaron de ser vistos como sicarios de Moscú y los agentes de la CIA, tan «brillantes» en Chile y cien atracos internacionales más, perdieron paulatinamente su aura de héroes populares y escucharon crecientes protestas contra su omnipotencia, que acabaron por plasmarse en restricciones legales. La imagen intocable del propio Presidente comenzó una pendiente de descrédito que acabó en el lodazal de Watergate. La ética puritana de eficiencia, ahorro y sacrificio entra en quiebra, sustituida por afanes de gratificación inmediata, derroche, juego y un hedonismo a veces agónico que se burla de lo más tradicional de la mentalidad capitalista. En el área de los países de socialismo irónicamente llamado «real», también pierde puntos el dogmatismo burocrático frente a la apatía y la disidencia. Los tanques soviéticos arrasan toda la resistencia en Praga, salvo el ejemplo mismo del descontento checoslovaco, que se llevan pegado en sus orugas cuando vuelven a Rusia. Entre la ópera, la comedia de intriga y el milenarismo, la «Revolución Cultural» china convulsiona el comunismo oriental que, tras la muerte de Mao, emprende un giro político cuyo alcance internacional todavía apenas se vislumbra. Por su parte, los partidos comunistas europeos proclaman a quien quiera escucharles su alejamiento de la órbita moscovita y su decidida colaboración con el parlamentarismo llamado democrático. El marxismo como «ciencia absoluta de las contradicciones de lo real y filosofía insuperable de nuestro tiempo» ya sólo es venerado a ciegas por quienes no lo conocen más que a través de catecismos de ciento cincuenta páginas y se convierte en una de las aportaciones teóricas al conocimiento de nuestra sociedad, útil como ingrediente en análisis complejos, estéril y embrutecedor cuando se le aísla y enfatiza. A partir de Mayo del 68, la desconfianza contra las organizaciones políticas y sindicales entre los jóvenes se duplica con un desgaste significativo de los Nombres Sagrados de fanatismos redentores. Mala época para las Iglesias, bonanza de herejías y conventículos; incluso los políticos más atrabiliarios tienen que hablar de «calidad de vida» y la gente se preocupa cada vez más por los jardines y las ballenas, cada vez menos por el incremento a ultranza de la producción y por las radicales diferencias «espirituales» que le hacen superior a su vecino.

Bueno, se acabó todo este babelismo desmoralizado. De nuevo se oyen voces de mando que ordenan apretar las filas. Un, dos... Hubo una señal que me parece muy importante y que no he visto analizada suficientemente todavía: desapareció del mercado del ácido lisérgico, barato, largo en duración e imaginación, resistente a una manipulación provechosa por las multinacionales del crimen y poco apto para la autodestrucción; fue sustituido por las «drogas duras», cuyos precios enormes y efectos episódicos las convierten en una especie de mercancía absoluta, algo a lo que entregar la vida y por lo que perderla en la cosificación pura. La muerte recobra su prestigio abrumador en todos los campos: los postulantes de la imaginación al poder convierten su escepticismo en acatamiento «liberal» del terror establecido o transforman su rabia en terrorismo pedagógico: no nos dejáis ser socialistas, pues seremos vuestros bárbaros. La crítica a los totalitarismos con pretensiones redentoras y el apoyo a las disidencias cobra con fuerza creciente aires de «defensa de la tradición occidental amenazada» y así traiciona su compromiso con una humanidad que padece por el poder de cualquier signo. Los jefes fomentan el espanto ante el desalinado que puede despojarnos cualquier noche de vida y hacienda, o el fanático que nos asestará su bomba, para así reforzar las medidas de control sobre los ciudadanos: la seguridad pública se alimenta de la inseguridad privada que pretende combatir. En-tre tanto, la auténtica y más peligrosa alta delincuencia internacional continúa invadiendo países, explotando a trabajadores y amenazando permanentemente con el holocausto definitivo. Se desvía el pánico del individuo acosado hacia el adolescente «salvaje», hacia el navajero o el agitador profesional, para que olvide la patente amenaza que pesa sobre él, sobre su trabajo, sobre su vida y sobre sus hijos, arropada en arengas políticas e himnos militares, el sueño teocrático del Islam se revigoriza con nueva energía... petrolífera. ¿Es la escasez energética la que dicta la nueva política de guerra fría o el cansancio de una adhesión ambigua y contradictoria a los Gobiernos, que ansían recuperar la unanimidad de las ideas simples y la mano dura? En cualquier caso, volvemos a agruparnos nítidamente en buenos y malos, a la sombra de los misiles en danza. Ya nos están vendiendo la inevitabilidad, la oportunidad incluso de la guerra: ellos o nosotros. Y lo peor es que le coeur n'y est pas, que la fe maniquea suena a hueca y a fingida tras el desgaste de los escépticos años recientes: se acerca una hecatombe hipócrita, un sacrificio universal por móviles representados sin convicción. A no ser que la mayoría termine creyendo de veras que para salir del bache -de la incertidumbre personal, de la tragedia ética- lo importante es creer en algo claro, tajante y agresivo. A formar, pues, y a la carga. Adiós, dulce Babel; bienvenido, Armaggedón.

Fernando Savater, ensayista y escritor, describe en su último libro, Criaturas del aire, un puente entre la reflexión propia de una filosofía narrativa y la narración propiamente dicha.

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